domingo, 24 de febrero de 2013

JORGE LUIS BORGES


  


A un gato



No son más silenciosos los espejos
Ni más furtiva el alba aventurera;
Eres, bajo la luna, esa pantera
Que nos es dado divisar de lejos.
Por obra indescifrable de un decreto
Divino, te buscamos vanamente;
Más remoto que el Ganges y el poniente,
Tuya es la soledad, tuyo el secreto.
Tu lomo condesciende a la morosa
Caricia de mi mano.
Has admitido,
Desde esa eternidad que ya es olvido,
El amor de la mano recelosa.
En otro tiempo estás.
Eres el dueño
de un ámbito cerrado como un sueño.


RAFAEL ALBERTI





Lo que dejé por ti 



Dejé por ti mis bosques, mi perdida
arboleda, mis perros desvelados,
mis capitales años desterrados
hasta casi el invierno de la vida

Dejé un temblor, dejé una sacudida,
un resplandor de fuegos no apagados,
dejé mi sombra en los desesperados
ojos sangrantes de la despedida.
Dejé palomas tristes junto a un río,
caballos sobre el sol de las arenas,
dejé de oler la mar, dejé de verte.
Dejé por ti todo lo que era mío.
Dame tú, Roma, a cambio de mis penas,
tanto como dejé para tenerte.

PEDRO GARFIAS





Madrigal



Sobre tu falda
el sol el viento y la montaña
Bajo tu mano tiemblan los horizontes
Y mis miradas
canes agudos tendidos a tus pies
Hasta la noche se ha hecho luz

VICENTE ALEIXANDRE





Las manos



Mira tu mano, que despacio se mueve,
transparente, tangible, atravesada por la luz,
hermosa, viva, casi humana en la noche.
Con reflejo de luna, con dolor de mejilla, con vaguedad de sueño
mírala así crecer, mientras alzas el brazo,
búsqueda inútil de una noche perdida,
ala de luz que cruzando en silencio
toca carnal esa bóveda oscura.
No fosforece tu pesar, no ha atrapado
ese caliente palpitar de otro vuelo.
Mano volante perseguida: pareja.
Dulces, oscuras, apagadas, cruzáis.
Sois las manos vocaciones, los signos
que en la tiniebla sin sonido se apelan.
Cielo extinguido de luceros que, tibio,
Campo a los vuelos silenciosos te brindas.
Manos de amantes que murieron, recientes,
manos con vida que volantes se buscan
y cuando chocan y se estrechan encienden
sobre los hombres una luna instantánea.

De “Sombra del paraíso”

AMADO NERVO




Gratia plena



Todo en ella encantaba, todo en ella atraía
su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar...
El ingenio de Francia de su boca fluía.
Era llena de gracia, como el Avemaría.
¡Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar! 

Ingenua como el agua, diáfana como el día,
rubia y nevada como Margarita sin par,
el influjo de su alma celeste amanecía...
Era llena de gracia, como el Avemaría.
¡Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar! 

Cierta dulce y amable dignidad la investía
de no sé qué prestigio lejano y singular.
Más que muchas princesas, princesa parecía:
era llena de gracia como el Avemaría.
¡Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar! 

Yo gocé del privilegio de encontrarla en mi vía
dolorosa; por ella tuvo fin mi anhelar
y cadencias arcanas halló mi poesía.
Era llena de gracia como el Avemaría.
¡Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar! 

¡Cuánto, cuánto la quise! ¡Por diez años fue mía;
pero flores tan bellas nunca pueden durar!
¡Era llena de gracia, como el Avemaría,
y a la Fuente de gracia, de donde procedía,
se volvió... como gota que se vuelve a la mar!

LEÓN FELIPE





Elegia


A la memoria de Héctor Marqués,
capitán de la Marina mercante española,
que murió en alta mar
y lo enterraron en Nueva York.




Marineros,
¿por qué le dais a la tierra lo que no es suyo
y se lo quitáis al mar?
¿Por qué le habéis enterrado, marineros,
si era un soldado del mar?
Su frente encendida, un faro;
ojos azules, carne de iodo y de sal.
Murió allá arriba, en el puente,
en su trinchera, como un soldado del mar;
con la rosa de los vientos en la mano
deshojando la estrella de navegar.

¿Por qué le habéis enterrado, marineros?
¡Y en una tierra sin conchas! ¡¡En la playa negra!! ... Allá,
en la ribera siniestra
del otro mar;
¡Nueva York!
—piedra, cemento y hierro en tempestad—.
Donde el ojo ciclópeo del gran faro
que busca a los ahogados no puede llegar;
donde se acaban las torres y los puentes;
donde no se ve ya
la espuma altiva de los rascacielos;
en los escombros de las calles sórdidas
que rompen en el último arrabal;
donde se vuelve la culebra sombría de los elevados
a meterse otra vez en la ciudad...
Allí, la arcilla opaca de los cementerios, marineros,
allí habéis enterrado al capitán.

¿Por qué le habéis enterrado, marineros,
por qué le habéis enterrado,
si murió como el mejor capitán,
y su alma —viento, espuma y cabrilleo—
está ahí, entre la noche y el mar...?