domingo, 17 de noviembre de 2013

SEVERO SARDUY




Renuncia a tu cuidado, bien lo sé...


Renuncia a tu cuidado, bien lo sé: tras
ese dolor que tu embestida aqueja,
en alivio y placer muda la queja,
más sosegada cuanto más penetras.

Cerveza transmutada o sidra añeja,
del oro tibio la furiosa recta
su apagado licor suma y proyecta
sobre el cuerpo deseoso que festeja

tanto derrame. A bálsamos o ardides
que atenúen la quema de tu entrada
nunca recurras. Mientras menos cuides,

unjas, prevengas, o envaselinada
disimules, mejor. Para que olvides
el mudo simulacro de la nada.


NICOLÁS GUILLÉN




¿Puedes?



¿Puedes venderme el aire que pasa entre tus dedos
y te golpea la cara y te despeina?
¿Tal vez podrías venderme cinco pesos de viento,
o más, quizás venderme una tormenta?
¿Acaso el aire fino
me venderías, el aire
(no todo) que recorre
en tu jardín corolas y corolas,
en tu jardín para los pájaros,
diez pesos de aire fino?

                         El aire gira y pasa
                         en una mariposa.
                         Nadie lo tiene, nadie.

¿Puedes venderme cielo,
el cielo azul a veces,
o gris también a veces,
una parcela de tu cielo,
el que compraste, piensas tú, con los árboles
de tu huerto, como quien compra el techo con la casa?
¿Puedes venderme un dólar
de cielo, dos kilómetros
de cielo, un trozo, el que tú puedas,
de tu cielo?

                           El cielo está en las nubes.
                           Altas las nubes pasan.
                           Nadie las tiene, nadie.

¿Puedes venderme lluvia, el agua
que te ha dado tus lágrimas y te moja la lengua?
¿Puedes venderme un dólar de agua
de manantial, una nube preñada,
crespa y suave como una cordera,
o bien agua llovida en la montaña,
o el agua de los charcos
abandonados a los perros,
o una legua de mar, tal vez un lago,
cien dólares de lago?

                              El agua cae, rueda.
                              El agua rueda, pasa.
                              Nadie la tiene, nadie.

¿Puedes venderme tierra, la profunda
noche de las raíces; dientes
de dinosaurios y la cal
dispersa de lejanos esqueletos?
¿Puedes venderme selvas ya sepultadas, aves muertas,
peces de piedra, azufre
de los volcanes, mil millones de años
en espiral subiendo? ¿Puedes
venderme tierra, puedes
venderme tierra, puedes?

                                La tierra tuya es mía.
                                Todos los pies la pisan.
                                Nadie la tiene, nadie.



SERAFINA NÚÑEZ




Vigilia


En la noche sin mástiles goteaba tu silencio.
De su carne y penumbra el hombre se olvidaba.
nada más que la queja de un cielo peregrino
apagando veleros en el pecho sonámbulo,
y hacia la ignota cifra el sueño marinero.
Calles de la noche, aire desierto, reino
donde muertos y vivos maduran sus granadas
navegando entre brújulas de esperanza y quejumbre.
En la espalda del tiempo sellada por mi frente
resbala el ángel diestro que el espejo me esconde...



JOSÉ MARTI





XXXVII - Aquí está el pecho, mujer...



Aquí está el pecho, mujer,
Que ya sé que lo herirás;
¡Mas grande debiera ser,
Para que lo hirieses más!  
Porque noto, alma torcida,
Que en mi pecho milagroso,
Mientras más honda la herida,
Es mi canto más hermoso.



VIRGILIO PIÑERA





El Testamento



Como he sido iconoclasta 

me niego a que me hagan estatua: 

si en la vida he sido carne, 

en la muerte no quiero ser mármol. 


Como yo soy de un lugar 

de demonios y de ángeles, 

en ángel y demonio muerto 

seguiré por esas calles... 


En tal eternidad veré 

nuevos demonios y ángeles, 

con ellos conversaré 

en un lenguaje cifrado. 


Y todos entenderán 

el yo no lloro, mi hermano.... 

Así fui, así viví, 


así soñé. Pasé el trance. 

VÍCTOR FOWLER CALZADA

  


Duele


Al tomarle la mano –sus venas gruesas igual a
caminos– reclama una genealogía; al recorrer tu
dolor o sus marcas. Quiere el trabajo para sí,
lo que hayas padecido cual si pudiese dividirlo
en sorbos que paladea durante días; los días
en los que es poseído por tu visión. Quiere el
páramo, el peso y la noche que atraviesas,
las huellas para sí. Quiere asimilar el desierto.
Pisarías ese cuerpo dejando heridas, corteza de
árboles, y él despejaría el camino para ti, cargaría
las piedras con igual suavidad que a niños al
quedar dormidos, pondría el agua en su pecho
y te protegería. Buscaría el centro, el aluvión,
la semilla que la mano siembra. La mano que
reparte los signos.