viernes, 29 de noviembre de 2013

OSCAR CRUZ



  
Salutación fraterna al taller mecánico



como aquél que tuerce alambres
con sus dedos, dura es la moldura
de mis manos, y duros son también
mis argumentos.
si eres de armadura frágil, si tienes
en tu cuerpo la arrogancia de la leche,
no me demores, lárgate lejos.
siempre que duermo con una mujer
me gusta retorcerle los alambres.



JOSÉ LEZAMA LIMA




Oigo hablar



Oigo hablar a un pájaro moteado:
cuacuá.
En la cabeza tres círculos verdes
y los ojitos que abren y cierran la noche.
Las banquetas para los violinistas
y en medio de la pechuga aljamiada
una garrafa saludando como en un minué.
Las levitas y los sombreros
manchados de luna, con alas pequeñas,
corrían a ocultarse detrás de los árboles.
Los violines también detrás de las hojas
crecían escindidos pisados por la escarcha.
El violinista de levita morada exclama:
cuacuá.
Y todos los trombones borrachos en la medianoche
saludaban, alzaban las ventanas,
elevaban por el aire el pelo del violín.
Una pausa y después se oyó:
cuacuá.
Los animales hablaban primero,
el pájaro perfeccionó el diccionario,
la orquesta sólo lo hizo girar, girar,
soltar sus espirales y recogerlas
en la manga con botones heráldicos.
El pájaro en su casaca de abril
nos regaló el lenguaje interpuesto,
el pelo del violín cruzado con el rameado sedoso,
el ojo del pulpo en el ancla al mediodía:
cuacuá.
El violinista con sus pelos angélicos,
impulsados por la orquesta y su tic tac
de escarcha amoratada, saludaba
de nuevo la hoja reverente
y dejaba caer una gota
hidrocéfala con los ojos sangrantes:
cuacuá.



SERGIO GARCÍA ZAMORA






Día Mambí


Tomar un taxi a Santa Clara
con gente de igual o diverso pensamiento,
incluso, de militar pensamiento.

Entrar al Condado, a la batalla,
o al registro de vivienda, ese filo,
aunque nuestras casas no valgan
lo que la manigua.

Con su carga de nativos y turistas,
los caballos se fatigan tomando la pendiente de Dobarganes
igual que en una carga contra soldados españoles.

En industrias textiles y mecánicas
la gente hace la guerra necesaria
y es licenciada como un ejército.

Subes la loma del Capiro con tu hermano
o con el espíritu de quien se dispone a ser tu hermano
y miras la ciudad, el campo de los guerreros,
la columna invasora de tu amor cuando se acerca.

Ahora mismo la vida transcurre
entre el Bélico y el Cubanicay,
entre dos ríos,
y tu madre recoge naranjas agrias
que sombrean en el patio
para exprimirlas sobre el arroz.




DANIELA DÍAZ ÁLVAREZ


  

Herejía


I

Dios inventó los miércoles.
Construye el sollozar del clarinete,
cabalga por las uñas.

Quise probar mi inocencia.
Escribir sin miedo a las arañas.
Voy directo a la cúspide de tus arrugas
no existentes.

Si te beso y olvidas los pies
ya no importa… “ya no importa
cuánta vejez se acumula en estos años”.

II

Dios inventó el clarinete.
La esencia exótica
que deambula como mágica bruja
ansiosa de beber la fragancia de tus óleos.

¿Mis tobillos…? Humm…
Están envueltos en esmaltes.

Dios inventó los miércoles como días comunes.
Yo, creyéndome Dios, reinventé la flauta
para amarte como Dios ama el clarinete.




CARLOS PINTADO




Ante una puerta



Descanso ante la antigua puerta oscura.
Miro sus suaves bordes, su madera
que tan paciente guarda la certera
oscuridad que su interior procura.

Rozo la aldaba en vano. Nadie viene.
Escucho sus lejanas voces solas
Entrar en el silencio como olas
sin las aguas del mar que las sostiene.

Todo retumba en el sagrado fondo
de la casa que el tiempo no ha podido
derribar. Casa y tiempo son olvido.

Descanso ante el umbral. Acaso un hondo
y perdurable horror yo sufro en vano:
mi mano en la penumbra no es mi mano.




NANCY MOREJÓN





El café de los poetas



Llega el néctar negro de los antillanos
colándose entre las hendijas y los azulejos ilustrados
del viejo café de los poetas. Un sentimiento muestra
la inquietud del camarero, desnudo, con una servilleta sobre
el brazo y se escucha la canción de Patricio Ballagas
que viene desde una consola negra, frente al café,
puesta en el borde (hacia adentro) de una ventana de la ciudad.
Un abanico y un laúd cierran el paso de las mulas.
Así es el pensamiento y su fragancia en el alma de Teofilito.
Oigo la alarma de los bomberos: un secular incendio
anuncia la convergencia de dos épocas: mantones de Manila
y carteles desmayados de Muñoz Bach apenas sobre el frontón.
En esta ciudad ya no hay ningún café para poetas, ni para ti,
ni para los trovadores que invocan la imagen de Santa Cecilia
mientras tocan su tres y su laúd, ni para el miliciano sediento
pero en eso llega la sombra chinesca de Julián del Casal
que se sienta a tejer en una comadrita desahuciada.
Es un océano de termitas todo el entrave de vigas altas
desde el techo mugriento
pero la comadrita sigue meciéndose
y pasa un cochero con smoking, sonando un cencerro
en un coche de lunas raídas, balbuceando una melodía napolitana
torna a Sorrento y hay una luz blanca como siempre
vertiginosa, poderosa, flamante, para siempre
que invade el tibio anhelo de los poetas
que nos reunimos donde ya no hay nada sino los poetas mismos y sus versos
y el olor del néctar negro de los braceros y de los cortadores de caña.
No estoy mirando ningún grabado de Laplante, ninguna
estampa de Elías Durnford.
No estoy frente a ninguna catarata del Norte frío
Sino frente a una cascada de metáforas lumínicas
y vuelvo a mecerme dentro de un cuaderno
escolar cuyas hojas amarillas, fileteadas de oro, me acompañan
rodeada de luz y de poetas sin mesas, sin sillas, sin café,
hasta que el lente del turista aparece y nos detiene
ante la eternidad reencontrada.