domingo, 22 de junio de 2014

FANNY CAMPOS ESPINOZA


 
 

La hora del té

 


Escalas sin destino
que se entrecruzan y luego desaparecen
Y yo en este balcón
sin saber cómo salir cómo bajar a la calle
y encontrarte
Sé que por ella vagas vestido de negro
pensando en mí
Y yo aquí
en este balcón de casa tan oscura
vestida de blanco
y sin pétalos ni secos que hacer crujir
sólo cruje el escalón
del cuarto
en penumbras
cuando bajo
a la hora del té
Ahí permanece encerrada la mujer lunática
extraña compañera de claustro
que todos sabemos
mañana morirá
entonces ..morena tomo té con esa rubia
los relojes no avanzan
para su suerte y mi desgracia
los cuadros pendientes de los muros se ríen de nosotras
de nuestros senos descubiertos
sus santos al óleo nos muerden los pezones
mientras tomamos té con valeriana, melisa, y boldo
que aplaque la lívido exuberante
más las dos infaltables cucharaditas de azúcar
que endulce la tragedia
El minutero no avanza
el té nunca se enfría
la muerte no se acerca pero tampoco se aleja
“la medianía diáfana es más atroz que el mismo infierno”
repite ...y repite gritando la rubia loca
mientras yo continúo llorando la desgracia
que es no poder salir a encontrarte
vagando triste por las calles
colmadas ...a más no poder
de mi ausencia.

MIGUEL ARTECHE SALINAS


 


 

La luz bajaba desde la colina.
El sonido de un tren, un paso que he perdido.
Juventud, herida de otro tiempo,
Te alejas soñolienta
Como una verde lámpara sepultada en la noche.

Algo silencioso
Estaba junto a mí. La lluvia
Penetraba los techos perfumados.
Juventud, perdiste tu campana antigua,
Tu yelmo mágico,
Tu vara transparente.
 

Esta es mi habitación. Esta tu llama.
Este el vestido. Esta tu cintura.
"Tu nombre", dijiste, "se ha perdido en la sombra
Búscalo más allá, detrás de las colinas".
 

Era yo el que cantaba.
Nadie ha de saciar nuestro encuentro perdido.
Me perdí en el bosque. Partiste a los canales.
La luz bajaba desde la colina.

 

 

 

PABLO NERUDA





Amor América

 

Antes de la peluca y la casaca
fueron los ríos, ríos arteriales,
fueron las cordilleras, en cuya onda raida
el cóndor o la nieve parecían inmóviles:
fue la humedad y la espesura, el trueno
sin nombre todavía, las pampas planetarias. 

El hombre tierra fue, vasija, párpado
del barro trémulo, forma de la arcilla,
fue cántaro caribe, piedra chibcha,
copa imperial o sílice araucana.
Tierno y sangriento fue, pero en la empuñadura
de su arma de cristal humedecido,
las iniciales de la tierra estaban escritas. 
 

Nadie pudo
recordarlas después: el viento
las olvidó, el idioma del agua
fue enterrado, las claves se perdieron
o se inundaron de silencio o sangre. 
 

No se perdió la vida, hermanos pastorales.
Pero como una rosa salvaje
cayo una gota roja en la espesura
y se apagó una lámpara de tierra. 

Yo estoy aquí para contar la historia.
Desde la paz del búfalo
hasta las azotadas arenas
de la tierra final, en las espumas
acumuladas de la luz antártica,
y por las madrigueras despenadas
de la sombría paz venezolana,
te busque, padre mío,
joven guerrero de tiniebla y cobre
o tú, planta nupcial, cabellera indomable,
madre caimán, metálica paloma. 
 

Yo, incásico del légamo,
toqué la piedra y dije:
¿Quién me espera? Y apreté la mano
sobre un punado de cristal vacío.
Pero anduve entre flores zapotecas
y dulce era la luz como un venado,
y era la sombra como un párpado verde. 
 

Tierra mía sin nombre, sin América,
estambre equinoccial, lanza de púrpura,
tu aroma me trepó por las raíces
hasta la copa que bebía, hasta la más delgada
palabra aún no nacida de mi boca.

 

 

 

GABRIELA MISTRAL


  

La noche

 
Por que duermas, hijo mío,
el ocaso no arde más:
no hay más brillo que el rocío,
más blancura que mi faz. 
 

Por que duermas, hijo mío,
el camino enmudeció:
nadie gime sino el río;
nada existe sino yo. 
 

Se anegó de niebla el llano.
Se encogió el suspiro azul.
Se ha posado como mano
sobre el mundo la quietud. 
 

Yo no sólo fui meciendo
a mi niño en mi cantar:
a la Tierra iba durmiendo
el vaivén del acunar...

 

 

 

EFRAÍN BARQUERO


 

La mesa servida

 
Si arrancas el cuchillo del centro de la mesa
y lo entierras en el muro a la altura del hombre,
estás maldiciendo el pan con su semilla,
estás profanando el cuchillo que usa tu padre
para rebanarse la mano, para que la sangre sea más pura.
Y los hijos se reconozcan. Y no se oculten de sus hermanos.
Sólo el padre la recibe en su cabeza desnuda
ensordecido por el trueno, encandilado por el relámpago.
La recibe como el anuncio de un hijo tardío
o como el signo de una pronta desgracia.
No es una mesa, es una piedra. Tócala en la noche.
Es helada como el espejo de la sangre
donde nadie está solo sino juzgado por su rostro.
Tócala y pídele que vuelva a ser ella misma
porque si no existiera, no podríamos tocar
el sol con una mano y la luna con la otra.
Y comeríamos a oscuras como los ratones el grano.
Es la vieja mesa que nadie pudo mover.
Sólo la luz de la estación la cambia de sitio.
O los nuevos convidados con su voz nunca oída.
Y el ausente la encuentra siempre donde mismo,
siempre dándole su rostro, nunca a sus espaldas.
Porque el hombre tiene la edad de su primer recuerdo.
Y el ausente crece al caminar hacia ella.
Si la mesa está puesta es que alguien va a venir.
¿No la ha visto servida en la casa más sola?
¿No la ha visto surgir de la oscuridad
iluminada sólo por el brillo de las copas
y el color de sal fresca de todas las mesas?
Y es más bella que en el día más esperado
porque la ves con los ojos de un niño que ha crecido
o de la vieja mujer que dispone las flores.
Huelen las casas amadas a la limpieza de su mesa
y está servida en esa espera agrupada del árbol
que nadie puede recordar ni tampoco olvidar
porque todo lo que existe nació a la misma hora.
Y en el punto invisible que guía a las abejas
han puesto el pan y el vino a nuestro alcance.
Para que siempre te acuerdes al extender la mano
que estás tocando la mano de todos los hombres.
El trabajador
 

No estaba el hombre, estaba el trabajador
y su casa era de piedra, de piedra que sangra,
porque nunca se terminaba de hacer.
El tendría los años que tenía su padre
cuando se convirtió en esta misma herramienta
más dura que el acero, como el acero que suda,
que los hombres hacen más fuerte al gastarla
y hacen más suya que un abrazo quebrado.
Y él se parecía a ella cuando estaba en reposo
y a un sueño profundo cuando estaba trabajando,
alumbrado por la anochecida luz del carburo
con que se alumbran las tinieblas de la tierra.
Y esa débil luz enterrada, umbilical, entrañable,
me recordó el primer amanecer que vi en el mundo
como un solo hombre levantado entre las sombras.
Porque él no quería morir de otra manera
sino porfiando con el metal, diciendo no,
hasta el momento de arquearse y pedir agua.
Curvado la esperaría como se hacen los hombres
y se hacen los nudos, amarrados en ellos mismos,
de principio a fin al mismo trabajo.
Y ante esa mesa descansaba en cada anochecer
como descansa el trabajo de sus propios obreros.
Y el hombre olía a su materia originaria,
aquella que va tomando la forma de su cuerpo,
con quien hablaba durante jornadas enteras
como si fueran dos en su recóndito trabajo
y dos cuando guardaba silencio en la mesa.
Y algo les pedía a los alimentos cada noche.
Algo que también le daban los ásperos metales,
los metales amargos, los metales que duran.
Porque en la mesa de un buen trabajador
la tierra come en lo propio, en su plato de greda.
El lobo del hombre
 

Soy el lobo del hombre, soy el perro del hombre.
Soy el frío del amanecer, la raíz del frío.
Soplo el fuego, soplo la hoja del cuchillo,
pero ninguno de los dos sabe mi nombre.
El perro me lame los pies, el lobo me lame las manos,
pero ninguno de los dos sabe mi nombre.
Sólo lo conoce la madre de todas las sentencias.
Odio mi cara con hocico de lobo, con ojos de perro.
Odio la mano con que me la cubro.
Odio y amo la maldición escrita en mi frente
porque me liberó de todo amor, de toda culpa.
Amé primero el ruego mudo en los ojos de las bestias
y después la mueca ciega en la boca de los hombres.
Escuché aullidos, rugidos, mugidos, balidos.
Y alabé al dios de los animales con un rostro como el mío.
Con una mancha morada como una herida abierta.
Amé ese dios de rostro desnudo y odié el de los hombres,
el del rostro cubierto con una mano.
Con mi propia mano manchada para siempre.
Nací con esta deuda y moriré sin pagarla.

 

 

FERNANDA SIERRA


 
 
Allá tu con tu cordura



Existe un miedo irracional a la locura
De que nos encierren
Nos marginen
Sin esperanzas
Sus pequeñas cabecitas
No dan a vasto
Maquinitas herméticas
Que huelen a vitrina
Es tan solo su irresoluta respuesta
A lo insípido que llegan a ser
Malditos prejuicios sociales
Con su jerarquía social
Nos quieren usurpar los sueños
Nos hacen parecer locos
Frente a toda su doctrina
Dogmáticamente hipócrita
Pero saben que somos
El eslabón que falta en la cadena del progreso