domingo, 10 de mayo de 2015

ELIZABETH BISHOP


 

Un milagro para el desayuno

 

A las seis en punto ya esperábamos el café,
esperábamos el café y la migaja caritativa
que iban a servirnos desde cierto balcón
—como reyes antiguos, o como un milagro.
Todavía estaba oscuro: un pie del sol
se posó en una larga onda del río.

El primer ferry del día acababa de cruzar el río.
Con tanto frío, confiábamos en que el café
estuviera muy caliente —ya que el sol
no prometía ser tibio— y en que la migaja fuera
un pan para cada cual, con mantequilla, por milagro.
A las siete, un hombre salió del balcón.

Permaneció un minuto, solo, en el balcón
mirando hacia el río por encima de nuestras cabezas.
Un sirviente le alcanzó los elementos del milagro:
una simple taza de café y un panecillo
que él se puso a desmigajar —su cabeza
literalmente entre las nubes, junto al sol.

¿Estaba loco el hombre? ¿Qué cosas bajo el sol
intentaba hacer, allá arriba en su balcón?
Cada cual recibió una migaja, más bien dura,
que algunos arrojaron desdeñosos al río,
y en una taza una gota del café. Entre nosotros,
hubo quienes siguieron esperando el milagro.

Puedo contar lo que vi entonces. No fue un milagro.
Una hermosa mansión se alzaba al sol
y llegaba de sus puertas aroma a café caliente.
Al frente, un balcón barroco de yeso blanco,
guarnecido por pájaros de los que anidan junto al río
—lo vi pegando un ojo a la migaja—

y corredores y aposentos de mármol. Mi migaja
mi mansión, hecha milagro para mí,
a través de los siglos, por insectos y pájaros y el río
que trabajó la piedra. Cada día a la hora
del desayuno, me siento al sol en mi balcón,
encaramo en él los pies y bebo litros de café.

Lamimos la migaja y tragamos el café.
Al otro lado del río, atrapó al sol una ventana
como si el milagro se hubiera equivocado de balcón.

 

 

ÁNGEL GONZÁLEZ


 

Entreacto

 

No acaba aquí la historia.
Esto es sólo
una pequeña pausa para que descansemos.
La tensión es tan grande,
la emoción que desprende la trama es tan
intensa,
que todos,
bailarines y actores, acróbatas
y distinguido público,
agradecemos
la convencional tregua del entreacto,
y comprobamos
alegremente que todo era mentira,
mientras los músicos afinan sus violines.
Hasta ahora hemos visto
varias escenas rápidas que preludiaban muerte.
conocemos el rostro de ciertos personajes
y sabemos
algo que incluso muchos de ellos ignoran:
el móvil
de la traición y el nombre
de quien la hizo.
Nada definitivo ocurrió todavía,
pero
la desesperación está nítidamente
dibujada, y los intérpretes
intentan evitar el rigor del destino
poniendo
demasiado calor en sus exuberantes
ademanes, demasiado carmín en sus sonrisas
falsas,
con lo que –es evidente– disimulan
su cobardía, el terror
que dirige
sus movimientos en el escenario.
Aquellos
ineficaces y tortuosos diálogos
refiriéndose a ayer, a un tiempo
ido,
completan, sin embargo,
el panorama roto que tenemos
ante nosotros, y acaso
expliquen luego muchas cosas, sean
la clave que al final lo justifique
todo.
No olvidemos tampoco
las palabras de amor junto al estanque,
el gesto demudado, la violencia
con que alguien dijo:
                                  “no”,
                                             mirando al cielo,
y la sorpresa que produce
el torvo jardinero cuando anuncia:
“Llueve, señores,
llueve
todavía”.
Pero tal vez sea pronto para hacer conjeturas:
dejemos
que la tramoya se prepare,
que los que han de morir recuperen su aliento,
y pensemos,
cuando el drama prosiga y el dolor
fingido
se vuelva verdadero en nuestros corazones,
que nada puede hacerse, que está próximo
el final que tememos de antemano,
que la aventura acabará, sin duda,
como debe acabar, como está escrito,
como es inevitable que suceda.

 

 

ALFREDO VEIRAVÉ


 

Poema levemente descriptivo


 

Me limitaré a describir el polvo por las calles
          que emerge soplado por el viento norte en una
                      desobediencia pertinaz
    de sapos muertos en el sol
          y esta pregunta
                    municipal
          ¿nos tapará la polvareda
               con sus edificios sacramentales
    este mediodía
          en el pueblo?
                    Espiemos desde las
    ventanillas de las casas que se fugan
          seamos hábiles en el trance de poner
    el viento en sus dominios
          el calor en los bolsillos de los disidentes
    y
          desde luego
               aprendamos a leernos en la sequedad de
               esta geografía
                        en donde permanecemos
hasta alcanzar cierto grado de locura
          los informes meteorológicos anuncian grandes
                                                                          [lluvias
en el Chaco
          pero las tribus nos arrojan sus granos de arena
sobre los ojos
          ni alegres ni tristes estamos en el claustro
codiciando el desperfecto de la máquina solar sentados en
          el calor.



GERARDO DENIZ




Duermevela

 

Y ante el foro negro de la bahía y su círculo de
    constelaciones obedientes
cuánto rumor en una vasta ausencia de palmeras (y está el
    sitio opaco de la ravenala),
el vaivén y su gemido en el cuero acre de barcas sin luces,
    una larga retórica en pilas y estrídulos
—las cosas incesantes
                                al pie de la ventana. No lloverá esta vez,
ni el viento trazará sobre el flanco del agua sus renglones
    huidizos,
mas será una ley de licores pausados en todas las frondas,
gutación y ligamaza en las estancias abiertas,
como la ofrenda que fermenta en el templo a oscuras.

Por el hilo de araña del descenso
llega otra vez a la almohada el perfil seguro.

 

 

LÍBER FALCAO


 

Destino

 

Bajo un cielo de Juicio Final,
de espejos rebelados,
he de llegar al mar
para la muerte mía.
Me levantaré así en la ola más alta
y me hundiré para siempre.
Acaso sí, yo sé,
con una risa helada buscaré mi origen.

Sin manos y sin ojos, ¡ay!
buscando una sombra que es sombra de la nada.
Ya olvidado de todos
y de mí mismo,
que apenas me conociera un día
he de llegar al mar para la muerte mía.

 

 

ELISEO DIEGO


 

El color rojo


 

El color rojo de los pueblos, antiguo,
fervoroso y tenaz en la memoria
del almacén nocturno arde
como borroso puño y escritura
sagrada y ágil máscara de fiebre,
de tal forma que nunca
podremos descifrar
el angustiado parlamento,
el discurso veraz y las noticias
seniles de la fiesta que acabó muy tarde,
cuando el color rojo
de los pueblos surgía
en las cenizas del alba como el silencio
en la intemperie del andén último, que mira
el desolado sueño y la inquietud de la seca
y el color rojo
de los muros finales, ásperos,
el color rojo, el cansado color
que nunca pierden, casi como razón de fe,
como la piel amarga,
como la fe sedienta de los pueblos.