"Un poema si no es una pedrada -y en la sien- es un fiambre de palabras muertas" Ramón Irigoyen
lunes, 18 de enero de 2016
DIANA PATRICIA TORO ÁNGEL
Tango
de pasos
El
tac-tac-tac de sus tacones
siempre
me obsesionó desde niña.
Recuerdo
con amor,
como
me sentaba a esperar esa música,
casi
idílica, casi celestial de sus pasos.
No
entendía su llegada
sin
su taconeo constante
y mis
oídos buscaban entre el ruido
a
veces gris de la calle
el
tango azul de sus zapatos.
Como
el tacón sobre el pavimento,
muchas
veces me imaginé
el
perfecto tono de un tango,
y
cuando entendí por primera vez alguno,
mi
corazón latió desesperado
buscando
entre montañas de sonidos
aquel
baile de sus pasos.
No
comprendo su llegada sin un tango,
y es
que entre tantos caminos,
algo
en mí se ha desquiciado
y he
olvidado que los pasos son sólo pasos
y los
tangos, sólo tangos.
LUIS ARMENTA MALPICA
Ciudad
de mar interno
a mis padres y
hermanos
Yo
fundé esta ciudad a los quince años:
qué
lentos, tibios ojos conquistaron la piedra
levantaron
un muro, fundieron la argamasa
con
el pecho caliente de quien llegaba
a
ciegas, tropezando su cuerpo
con
la vida.
Concebí
esta ciudad contra mi vientre, como una madre
indómita
y soltera.
Nodriza
de estas calles
quién
pudiera decir que no son mías
si
han secado mi pecho con la sed portentosa
de
los recién nacidos
si
por sentirme madre recuperé mi nombre
las
estrellas robadas al insomnio
de
cuando rompía el mar en mis cabellos.
Llegué
apenas un niño
pero
reconociendo el mineral en piedra que cuajaba:
adamita,
geoda, piel de víbora y ónix
mercurio
y flor del diablo.
Nada
salía de mí
sino
el polvo antiquísimo que todo lo destruye.
El
silencio: aquel ruido interior que tanto duele
hizo
en mi paladar su madriguera.
Pero
el mar pernoctaba solamente porque se oía en las gárgolas.
Animal
de baldío, descendía de mis cejas a los labios.
En la
abierta aridez del horizonte
la
piedra que encontré era una flor volcánica.
Contra
las telarañas del hastío su fulgor parecía
arrebatar
los ojos a mi cara.
Entonces
me di cuenta que morir es quedar uno
inmóvil
mirando
lo que ya no se mueve.
Bajo
la lluvia ajena de esos años
¿quién
abría su paraguas
quién
me ofreció un sombrero?
La
ciudad, sobre todo, que cerraba sus árboles
para
que ni una gota mojara mis mejillas.
Pero
me pongo triste
y no
tengo intención de mencionar la lluvia:
son
las cosas sin nombre las que dañan.
Ahora
soy de cantera: soy la cantera
que
cubre con sus trinos
un
doble campanario.
Fundamos
la ciudad —dijo mi madre
sobre
nuestros abuelos.
Y
porque la nostalgia es un mar que regresa
de
las otras ciudades sumergidas
salí
a nombrar el mundo y fui nombrado
pájaro
aguacero infinito
era
el mar, no mi memoria.
Y
nadie me esperaba: nadie más
que
yo mismo.
Mi
madre remarcaba con su amor —inocente— los troncos de la cerca.
¿Cuál
árbol genealógico quedó de las astillas
con
que ella nos miraba hacer la casa?
Todavía
no sabíamos del viento, las tormentas
la
tribu de jejenes que habrían de ambicionar
nuestros
relictos.
Atrás
venía mi padre: soportando la artesa
las
hogazas; las migas
del
trayecto
nuestros
pasos.
El
mar era el instinto de una raza
la
sangre que nos latía en las sienes.
Y la
que no mirábamos (la ciudad, por ejemplo)
había
que pronunciarla para que fuera cierta.
En
esta fortaleza no ha habido vencedor ni derrotado.
Cuando
llegué, llegamos: mi sombra, mi reflejo
las
tantas veladoras que traen un muerto ardiente.
Sahumábamos
la noche con un coro de espuma:
el
rosario inconcluso de amar
el
nuevo exilio.
No
vayan a decir que no me pertenece, porque entonces
los
cuervos de mi vista devorarán sus ojos
y
ladrarán mis galgos a tanta piedra suelta
y una
mantis enorme invocará el veneno
de
todas las migalas que anidan en mi boca
y
entonces —solo entonces—
regresaré
mis pasos
al
océano natal
de
donde vine.
Hace
un mundo de tiempo que esta ciudad es mía:
la he
mirado crecer, como a los árboles
hacerse
de ladrillos
de
gotas que deambulan
de
los rojos tejados
hasta
la filigrana de algún cancel de hierro.
Mis
ojos adquirieron su forma de planetas
al
mirarla: girasoles
que
siguieron sus pasos en el día;
y en
la noche, dormidos, la aguardaban
porque
habría de llegar
de
una tibia maceta en mi memoria
aquella
rosa
náutica.
También
nací en febrero.
El
amor se me vino como una enredadera
y
conocí los rumbos del colibrí en verano, sus breves picotazos a un cuerpo
milagroso.
Esta
ciudad abierta como una rosa virgen
me
dejaba contar mis aleteos, el olor a membrillo
de la
noche, la luna de narciso.
Habito
lo que observo sin moverme
en el
quieto vaivén de los jazmines.
Por
mis ojos algún escarabajo sale y vuela:
atisba
por los pozos de la tarde
por
si la luna asoma.
Una
vez que la encuentra, retorna a mis pupilas
con
esos resplandores que presagia el insomnio.
No
duermo si la noche —impredecible niña— derrama su rocío sobre mis manos
por
si puebla de grillos y luciérnagas el patio de mi casa.
Nada
es desconocido por mis labios
porque
cuento la vida
con
la voz asfaltada, repleta de motores.
En
cambio, cuando la vida cuenta
me
dice
¾esto
es lo cierto.
Con
tantas oraciones que me caían del alma
vertí
amor y ciudad (piedra con piedra)
por
casi cinco siglos.
Habito
esta ciudad desde mis ojos.
No
existe agua tan sucia que la esconda
o que
no la refleje.
A
veces piedra viva
y en
otras rosa en llamas
dejo
escapar el humo por sus hombres.
«Mi
corazón es la ciudad más grande que conozco»
me oí
decir un día. Pero el amor
la
piedra en el camino
tuvo
que ser labrada y sostenida
para
que ella, otra vez, me sostuviera.
Las
piedras de mi casa no sirvieron
para
afilar cuchillos. Me hicieron rajaduras, moronas
talco
rojo.
Qué
tiempo tan lejano: la soledad
se
fue como una mosca
al
entreabrir la puerta. No quedó ni un zumbido
para
oxidar los muebles
para
habitar la piedra
de
voz
pulverizada.
Las
paredes eran más que la tierra: los límites del aire.
Del
adobe encarnado, la piel amurallada
protegía
un centinela en posición de rezo:
¿qué
mantis religiosa vino a comer de mí después
de
amarme tanto?
¿cuántos
betas (igual que un cabo amarra el aparejo)
con
sus rojas espinas fortifican mi sangre y mis tejidos?
¿cómo
romper el cerco al bogavante
sin
que algún cachalote se suicide en mis ojos?
Esto
es, sin más, la vida: la parte del planeta
donde
los peces nadan, los insectos fornican
y los
grandes crustáceos forman otra ciudad
lejos
del hombre.
Pero
qué hay de la vida en la ciudad
del
hombre
si no
un montón de moscas y algunas ratoneras.
La
ciudad era un gato que maullaba.
Allí
quedó el zapato que había de regresarme:
azul,
sin agujetas
sin
un rastro de chicle que pudiera pegarle
a lo
vivido.
Aprendí
de los gatos a no ser fiel al hombre.
Una
escolta de pájaros anidó en mis costillas.
Alguien
fue en mi silencio larga cuerda.
Anclado
al papalote de esta ciudad
al
aire
¿qué
voy a asir de mí
qué
de la vida
de lo
que no conozco?
Yo
tuve una encomienda:
vigilar
a los gatos de mi vida.
Pero
los quise libres, alejados del techo y de los muros
encendiendo
la noche
en
sus maullidos.
El
humo —desde entonces— también conquistó el viento:
primero
en las hogueras, después en los carruajes
las
fábricas
los
hombres…
Yo
también soy del humo un vástago viajero.
Estoy
en los durmientes, porque en el sueño tuve
convalecencia
y fuga: nada más animal que el humo
que
el hollín, la ceniza…
rescoldos
de ciudad en ciudad
inmolada.
Anduve
por los bosques de mi mano.
Mi
amor era un serrucho que todo lo partía.
Cuando
los ríos de savia colmaron mi antebrazo
intuí
que ya era tarde
para
morir a solas.
Así
que levanté otra enredadera
una
cerca de trigo, algunos pastizales.
Y
esta ciudad que miro —buey echado— tuvo para beber
lo
que yo tuve
de
agua.
A
pesar de los sapos que manejan las charcas a su antojo
esta
ciudad es casi transparente.
Nada
más de beberla, los hombres resucitan.
Cuando
tenía quince años, el río de entre las piedras
me
fue desconocido.
Hoy
resuenan las lajas de la lluvia y corro
con
mis manos en cáliz
contenidas
por
un poco de arena.
A la
ciudad envuelvo en cuatro alfaidas
—mis
mareas cardinales—
para
que, al fin, retorne
hasta
mi fuente
por
grietas y acueductos.
Mis
manos cicatrizan los callos del inicio
de
ese tocar la piedra y desgajarla
humedecer
los muros de una mirada
triste.
No ha
nacido la muerte
que
me impida escudriñar el agua
en su
entrepierna
el
levísimo incienso
que
viene con los pájaros.
Mi
lengua, una llave ambiciosa, ¿en dónde se perdía
que
no me recobrará su cuerpo de jacinto?
Amor:
eso es el miedo, el desconcierto
en
sílabas.
Ser
pobre es estar solo
sin
otra alma en el alma en donde guarecernos.
Oír
caer la lluvia. No mojarnos.
Toda
el agua es terrible cuando la sed es nula…
pero
la tierra es tanta que en la muerte nos sobra.
La
ciudad no comienza ni termina con uno.
Llegué
sobre mis pies: no sé de otra manera
de
caminar despacio.
Sin
embargo al marcharme seré un intruso
anónimo
que
se trague la tierra.
La
luz en las paredes ocupará la sombra que no se echó
a
morir sobre sus versos.
Esta
ciudad ya no tiene memoria.
El
amor se le evade
como
se fuga el humo de la carne quemada.
La
ciudad es de todos
los
que no naufragamos.
El
mar imaginario está en la piel del hombre.
El
mar está en los ojos: lo que miro regresa
se va
tras las gaviotas.
Las
crestas de lo visto se mojan con la lluvia blanquísima
celeste
que
rompe entre las nubes.
Entonces
Dios existe.
Entonces
alguien llora: esta vez de alegría
porque
sigue creciendo
lo
que mira…
porque
sigue mirando
lo
que crece…
La
ciudad es el hombre
al
que uno siempre vuelve
de
uno
mismo.
VIOLETA OROZCO
Cómo
destruir una ciudad
I
Recorreré
la ciudad entera llamándote y tú no vendrás. Yo lo sabré antes de que existas y
nazca el dios de la ciudad que vuela y barre con sus ojos las anchas calles,
abarcando en su carrera las leguas que nos separan, las lenguas que nos
confunden. Porque yo, como él, soy tu ciudad, tu pérdida y tu encuentro, tu
alegoría, tu babel y tu cárcel, tu ardor suicida. Soy el lindero, la muralla
china. Mi ciudad muerta y viva todavía, mi herida antigua, mi espera demolida
en olvidos y distancias, mi guarida temporal, mi energía latente de temporada
nueva, mi amor que convalece siempre.
II
Y
anduve contigo la ciudad desierta, buscando vaciar mi corazón en ti o en la
noche o en cualquier otro contenedor enorme, insaciable, sin memoria.
Y anduve contigo la ciudad de piedra, tratando de ablandar al cemento con mi paso intermitente, tratando de tocarte con el pensamiento, camuflándome en las sombras soñolientas para que nada me pensara.
Y anduve contigo la ciudad despierta en la noche amueblada de luces y ventanas, anduve contigo las distancias que separaban las esquinas sin lustre de la belleza enterrada en el fondo de sus grietas.
Y anduve contigo ciudades desiertas, inventadas por nuestra ignorancia desesperada, por nuestra sed de rastros y significados.
Anduve contigo las sendas y las banquetas que nos iban encontrando. Caminamos sin ver, sin vernos, especulando al otro en su silencio. Con la ciudad muerta alrededor de nosotros, marchábamos infatigables para reconstruir algo que nunca había sido edificado. En la era de los derrumbes y las demoliciones, caminábamos para revivirla, imaginando que podíamos pavimentar el mundo con nuestros pasos, emparejar la tierra con nuestra persistencia. Con la ciudad muerta alrededor de nosotros, caminamos la carretera sin fin como quien tiene un destino.
Y anduve contigo la ciudad de piedra, tratando de ablandar al cemento con mi paso intermitente, tratando de tocarte con el pensamiento, camuflándome en las sombras soñolientas para que nada me pensara.
Y anduve contigo la ciudad despierta en la noche amueblada de luces y ventanas, anduve contigo las distancias que separaban las esquinas sin lustre de la belleza enterrada en el fondo de sus grietas.
Y anduve contigo ciudades desiertas, inventadas por nuestra ignorancia desesperada, por nuestra sed de rastros y significados.
Anduve contigo las sendas y las banquetas que nos iban encontrando. Caminamos sin ver, sin vernos, especulando al otro en su silencio. Con la ciudad muerta alrededor de nosotros, marchábamos infatigables para reconstruir algo que nunca había sido edificado. En la era de los derrumbes y las demoliciones, caminábamos para revivirla, imaginando que podíamos pavimentar el mundo con nuestros pasos, emparejar la tierra con nuestra persistencia. Con la ciudad muerta alrededor de nosotros, caminamos la carretera sin fin como quien tiene un destino.
DANIEL FRAGOSO
Me marca el punzón del segundero
que
rompe la página de mi destino.
No
hay forma de ocultarlo,
me
estigma la maligna costumbre de ir tarde.
De: Escuela del vértigo
MANUEL LOZANO
Estandarte
de Ur
La
comparsa ríe
bajo la multiplicación
de una nube.
El muro es amuleto
de la lluvia.
Libre de presagios,
depositas tu cadáver
en un tajo de memoria.
Las burbujas incrustan
rehenes de dolor,
escorial de llagas.
¿Me condenas
al hormiguero de este porvenir?
¿Qué mares no nombré?
¿Qué jardín no estallaba
en mi cuerpo sin tregua?
Regresa el luciente
con la opalina azarosa
de la desventura.
Siglo a siglo
devoras el corazón
de las cenizas:
Las mordeduras vuelan.
¿Quién imagina las gradas,
las arterias, las circunvoluciones,
las artimañas de una casa
allí donde la sombra clausura
la Ópera Vigía?
Pregones abren la mudez,
salvan la diferencia.
Con una máscara de hueso
proteges al gusano.
Con la careta de trapo electrizada
astillas el límite.
bajo la multiplicación
de una nube.
El muro es amuleto
de la lluvia.
Libre de presagios,
depositas tu cadáver
en un tajo de memoria.
Las burbujas incrustan
rehenes de dolor,
escorial de llagas.
¿Me condenas
al hormiguero de este porvenir?
¿Qué mares no nombré?
¿Qué jardín no estallaba
en mi cuerpo sin tregua?
Regresa el luciente
con la opalina azarosa
de la desventura.
Siglo a siglo
devoras el corazón
de las cenizas:
Las mordeduras vuelan.
¿Quién imagina las gradas,
las arterias, las circunvoluciones,
las artimañas de una casa
allí donde la sombra clausura
la Ópera Vigía?
Pregones abren la mudez,
salvan la diferencia.
Con una máscara de hueso
proteges al gusano.
Con la careta de trapo electrizada
astillas el límite.
LIVIO RAMÍREZ
Hay
hombres de callado Apocalipsis
su
tiempo es una lenta navaja de semanas
aman
un aire muerto
y
unas veces
se
puede ver sobre sus ojos rotos
una
enorme niñez asesinada
De: Arde como fiera
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