martes, 22 de marzo de 2016


JOSÉ AGUSTÍN GOYTISOLO




Y saluda a su ausencia



Noche de los amantes: la seducen
los momentos que vive. Ahora se mira,
acaricia su cuerpo muy despacio
mientras piensa por Dios que aún es hermosa.

Noche de los amantes; él se acerca,
la abraza por la espalda ante el espejo
y así enlazados van a la vidriera.
Puso la mano ahí: tacto y dulzura.

Noche de los amantes: ella observa
la ciudad ardiente y cree ver su casa
lejos entre otras muchas. Mueve un brazo
y saluda a su ausencia. Y se estremece.


ARMANDO ROMERO



  
De los asesinos
                                                          


                                   I

Los asesinos olían a vaca y tierra aunque de común via­jaban en jeeps o en automóviles negros a conciencia. En su niñez compartía con ellos un amor a los tangos que los hacía llorar de emoción cuando él se detenía al borde de sus cantinas a escuchar, perdido en la dulzura mortal de los bandoneones. Su hermano, aterrorizado, le rogaba que siguiera a casa, y ellos sonreían tiernos y cómplices con sus dientes a caballo: el brillo de sus ojos contrastaba eterno con el brillo de sus armas.

                                   II

Del pasto de las fieras también comía su rabia cuando en el desfile de la soledad oía el murmullo de los asesi­nos. Si era en la noche arrastraban sus pies como si fue­ran chamizas puestas a barrer el patio; si era en la tarde sólo el sol violento desafiaba la ira de sus armas en la mesa de la cantina. Ganas daban de sacar la cauchera y ponerlos a raya, pero a doble llave su madre lo encerra­ba cuando, antecito de la cena, el toque de queda dic­tando la soledad se quedaba.

                                   III

De los sobrevivientes hablaba con H. aquella tarde en Cincinnati y recordamos al obrero blando de algodón en la fábrica de telas, al limpiador de zapatos en la Plaza de Caycedo, a la prostituta sin dientes que se lla­maba Divina y tenía una pollera amarilla, y a otros que fueron doctores y abogados con sus tenazas. Nos que­damos en silencio cuando vino de improviso el aullido de los asesinos.





HÉCTOR DE PAZ




Día 9



Este puerto
que crece
con el paso
de los días
envuelto por un silencio
tenaz
ha sabido siempre
de otros hombres y mujeres
otras lenguas y costumbres
otras formas de vestir y alimentarse
otra manera de nombrar la noche
y la nostalgia

pero será siempre idéntica
la muerte
con el asombro
en la punta
de la lengua.



De: Bitácora de sal tatuada 


CHARLES BAUDELAIRE




Alegoría



Ésta es una mujer de rotunda cadera
que permite en el vino mojar su cabellera.
Las garras del amor , las mismas del granito.
Se ríe de la muerte y la depravación,
y, a pesar de su fuerte poder de destrucción,
las dos han respetado hasta ahora, en verdad,
de su cuerpo alto y firme la altiva majestad.

Anda como una diosa y tiende sultana,
siente por el placer fe mahometana.
Y cuando abre los brazos, sus pechos soberanos
demanda la mirada de todos los humanos.

Ella sabe, ella sabe, ¡oh doncella infecunda!,
necesaria, no obstante a la caterva inmunda,
que la beldad del cuerpo es un sublime don
que de cualquier infamia asegura el perdón.

Ella ignora el infierno y purgatorio ignora,
y mirará por eso, cuando le llegue la hora,
la cara de la muerte en un tan duro momento,
como un niño: sin odio sin remordimiento.


Versión de María Fasce


ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR




La veo encanecer sobre los rasgos que amé en otra cara...



La veo encanecer sobre los rasgos que amé en otra cara
cuando su presencia era sólo un ardiente deseo,
Sobre los rasgos que después se repitieron y florecieron
ante mis ojos maravillados.
Ahora batalla contra dolores ajenos que hace suyos, y se
derrama en los otros con la misma tenacidad
Con que volvía del colegio enarbolando relucientes colores,
O de la beca con una confianza que nos avergonzaba en
que su escuela era la mejor del mundo.
Ya no cree en esas ilusiones ni en tantas otras, e ignora
aún, como ignoramos todos,
Que las creencias reales no desaparecen: se hunden y
              transfiguran:
Una semilla, un conato verde, un arbusto, unas flores
Que esparcen sus semillas en el viento.
Y alivia penas, siembra certidumbres tan imprescindibles
como imposibles,
Porque al cabo La Sin Ojos puede más y nos arrastra
               hueco abajo,
Detiene corazones de verdad, inflama riñones, desgarra
El estómago, el hígado, la garganta, el pulmón,
Pulveriza columnas y castillos, confunde
A la pobre jactanciosa ave a la cual rompe la brújula que
señala entonces los cuatro puntos cardinales
Y no puede impedir que irrumpan pensamientos no
               pensados,
Ruidos fétidos en la cinta de la sonata cristalina.
Quién salvará, querida Haydee, Raúl querido, a los
pasajeros de la barca
Con el cangrejo, la soga, la oreja cortada y el disparo.

Regresan las palabras que me enviara niña a la lejana
               guerra bárbara
Y que luego la hicieron sonrojar y el olvido pretendió
desvanecer piadosamente,
Regresan sin quererlo, sin saberlo,
En los cuentos africanos inesperados o quizá siempre
                esperados
De que habla en la cerrada tiniebla.
No le vemos el rostro sobre el cual encanece.
Solo nos llega su voz encendida por la conversación del
                 amigo generoso.
Sólo vemos algunas estrellas, vagas siluetas de gatos como
                 Música,
Y de vez en cuando ráfagas de autos y la punta roja del
                 cigarro
Titilando entre las plantas embozadas del portal y el
                 jardín.

Dios mío en que no puedo creer, cómo será
La visita de situaciones y personajes imperiosamente
                 reclamados
Cuando da consulta, cuando friega, cuando intenta
                descansar,
Cuando los dos años del capitán exigen su ternura de
                pájara, su alerta de pantera.
Qué conoce de esas aventuras quien traza en verso o en
                prosa rota para pedir
Otra mirada, luz para su desvarío,
Quien traza sobre el papel signos como monedas antiguas
Sobrevivientes después del cambio de moneda en la mano
Del que no tiene tiempo ni deseo para buscar otras
                aunque sepa bien
Que después del cambio una moneda con la cual nada se
                puede comprar
Ya no es una moneda, sino un simple pedazo de metal
Más parecido a una vasija acaso venerable o mejor
Al trasto echado en el cesto que ahora hasta él escasea.
Cómo será, Dios mío.
Sólo inventé seres para mis breves crédulas,
Como las figuras que el techo carcomido ofrecía
O como Paco Robarroz cuyo nombre escribo esta
madrugada por vez primera.

La oigo encanecer mientras la penumbra hace avanzar sus
                  pabellones
O sobre todo llega de pronto interrumpiendo
Programas y lecturas y escrituras.
Estas mismas líneas las borroneo a la dudosa luz de una
                  linterna agonizante
Porque me han arrancado del sueño, me han demandado
Salir afuera, y yo las obedezco con molestia y entusiasmo,
Pues aunque necesitaba dormir, estoy fatigado, quizá
                   enfermo,
He nacido, y es mi felicidad, para cauce de ellas,
A las cuales no les importa que sean o no aceptadas. Lo
que quieren, lo que requieren
Es echarse sobre el papel como la amada criatura desnuda
                    sobre la sábana,
No tanto para el goce como para otro nacimiento.
La oigo encanecer y sin embargo las palabras reverdecen
                    en ella
Contra lo oscuro, contra la enfermedad,
Contra la descreencia, contra la lasitud.
Toda la noche esplende como un palacio iluminado
Cuando su voz llena el aire de peripecias que trajo al mundo,
Este pobre mundo que alguien trajo a su vez
Y ahora está detenido en la inmensidad
Sobre la cabecita de una dulce niña que encanece,
Mientras la escuchamos con un amor sin bordes
Similar a la tan difícil pero irrenunciable esperanza.


La Habana, 28 de julio de 1993



SERGIO CORDERO




La bicicleta



La bicicleta
lanza su sombra al pavimento
—interminable cinta—
como sólo ella sabe.
La sombra crece, se estira allá, muy lejos,
y alcanza la otra orilla;
luego viene y me cuenta
o, si no,
desaparece, se pierde en un suspiro
y otra surge despacio
para cubrir la ausencia
de la sombra que somos mi bicicleta y yo.

Continúo pedaleando,
ruedo vertiginoso,
me trago el pavimento de esta noche;
luego miro el reloj: la una y quince.
Me hundo lentamente por el paso
a desnivel, desaparezco apenas,
pero vuelvo a surgir del lado opuesto
como si así espantara a una parvada
de pájaros chillones
y el mar, atrás, me fuera persiguiendo.

Finalmente, cansado, adolorido,
me detengo a las puertas de la casa.
Dejo la bicicleta en la cochera;
reclino sus manubrios pensativos
—el niquelado brillo de su acero—
y mi propio cansancio de cara a la pared.