miércoles, 19 de julio de 2017


MARISOL BOHÓRQUEZ GODOY



El poema que no quiso ser escrito



Fui testigo de la guerra antes de mi nacimiento
Yo era un trozo de carne que intentaba latir
en un vientre acechado por la angustia

Resistimos el hambre de los violentos
La lluvia borró el silencio que dejaron las balas
Lavamos nuestras pesadillas en los ríos teñidos de sangre
y mordimos la oscuridad hecha ceniza
para enfrentar el miedo a un nuevo amanecer
con la muerte esperando

Vimos madres llorar a sus hijos
y esposas que eclipsaron el día con el luto en sus ropas
Nos aferramos cada noche a la protección de unos dioses
que aún no muestran su rostro
y ocultamos los sueños bajo el dintel de la puerta

Nuestra herradura de la buena suerte
fue la bendecida víctima de una bala perdida
para que yo pudiera creer en los augurios


Yo vi la guerra antes de mi nacimiento
conocí el llanto de mi madre
y el estrépito en el corazón de mi padre
antes que los cantos de cuna

Vi el naranjo agrio llorar sus naranjas podridas
y servir de refugio a quienes bajo sus ramas
intentaron borrar el infierno de la memoria


Y me preguntan a mí ¿por qué no escribo poemas a cerca de la guerra?
A mí, que aún sigo intentando callar el eco de sus voces durante mis sueños



De: “La soledad de los espejos”

VICENTE QUIRARTE

  


Cuerpo Encarcelado



Cuando te verdaderamente beso toda, cuando dejo de pensar estos son dientes, lengua tibia, tu saliva, lentamente me entero de tu historia; y algo que no sabes tuyo me transmina, desencadena mareas inaudibles, como si mi cuerpo tendido en la arena fuera bahía que recibe al mar de la resaca. Ese beso llega de sorpresa, sin que podamos conjurarlo a tiempo, y todo le es propicio: el marco de una puerta que nos guarda de la lluvia, el intermedio entre los trastos, la cómplice penumbra de los parques. Pero si el beso ocurre en una cama, las sábanas combaten, como si ellas quisieran enterarse de su propio cuerpo, de aquel pliegue antes dormido que la nueva caricia reconoce. Porque esos besos son como el milagro que nos deja vivir los otros días en que nada parece rescatable. Y los milagros ocurren, para gracia de todos los mortales, de cuando en cuando y sólo si son absolutamente necesarios.

*
Cuando te tiendes desnuda y bocabajo, tu espalda me mira aunque tú duermas: tranquilo mar con su rebaño de islas que, a pesar de la poesía, bautizamos pecas. Nadie sabe que allí late un sueño no realizado de Dios: el ritmo de tus pechos, la última gota de sudor, el cabello vertido en las almohadas, como si, aun dormida, construyeras un mundo de nombre tan real como tu ropa que levanto en mi camino al baño. Más allá del deseo de besarte y confirmar en la caricia —inútilmente— mi pasión, siento el cansancio de Dios tras concebirte, esa fatiga que sólo es privilegio de quien ha ocupado el día de sur a norte, seguro de que mañana es una hoja en blanco invadida por palabras que, si antiguas, cobran nuevo sentido en cada acto.


FRANCISCO GONZALEZ DE LEON




Agua de luna



Las tertulias de la tienda de la Hacienda:
tienda de misceláneas y vejeces
de un magro viejecito.
Cuántas veces
pretextando regatear un alcatraz
a ella me asomaba,
por bañarme en la diáfana cisterna
de su genuina paz.

Hacia afuera la plazuela;
el patio hacia el interior;
fragancias a pan maduro y a encurtidos;
gorjeos y silbidos en las jaulas,
y en el huerto las sombras y el frescor.

Almas sencillas y campesinas,
almas desnudas,
sin filosofías ni dudas.

Por las mañanas una ardentía;
los zumbidos de las moscas en la tienda;
en la banqueta la resolana;
y en la capilla de la Hacienda,
la campana
señalando la equidistancia del mediodía.

Crepúsculos pintores por las tardes;
ápices de arbolados verdinegros
asomados de la huerta en los tapiales;
noches de sombras plurales
con la mermada prebenda
de aquellas poligonales
luces de las puertas de la tienda;
y noches de revancha y de fortuna,
con una inundación de luz abierta,
en que era la visión de la desierta
plazuela, una laguna,
colmada por el agua de la luna.


(Revista Coatl)



LUISA CASTRO




Reflexiones hipnagógicas



I

Imposibilidad del amor turco,
del amor que se arrecia en una estampa de niña desnutrida,
en un candente gesto de impotencia acribillada,
en la necedad y en lo vacío de unas muertes gratuitas
con su odio de vejeces aceleradas bajo la tristeza más simple
que se nos iba perdiendo -otro abandono más para nuestras vidas
sin lirismo.
Porque es lo inaudito
amarse en las basuras de una noche de viento
confundiéndonos del delirio infantil
y perverso de los gatos, contagiando
nuestros cabellos de la perfección y
la morosidad de la piel de las patatas,
embelleciéndonos los trajes con el contacto de la sangre
púber
que derrocha este desorden nocturno de finales de guerra
y destrozos humanos.
                 Punto.                          El viento.


II

Para encontrar pronto la Henoc robustecida de tu estrofa
donde también tenga cabida el amor en toda su vastedad
de azules.
Temprano es una palabra no muy bella que exige mujeres
repentinas y constelaciones espontáneas.
Quizá no sea preciso hablar de una truncada estrella
en las alcobas cuando algún crimen corrobora
la lentitud y la paciencia de unas medias desmayadas sobre
el suelo.
Y luego el acento agudo de tu risa tónica
clavándoseme en unas sangres que destila mi tristeza
atareada con las cosas más urgentes
desbaratándome un verso con su imprudencia de pájaro
cosiéndome los labios a pares suicidas
mutilándolos para lo más dulce,
negándoles tus arañas.


III

Sobre ti, sobre todo. Sobre lo que es locura
sobre todo en las mañanas necesarias del deseo,
en los tilos de un amor que se recupera de la desmesura
con un desayuno tardío
y el final de una historia mal mecanografiada de niños de ayer
que aún no sé, no sabes, si se han muerto, si van a
comprar la libertad de su poema
o si tienen que vivir
para una madre enferma de naufragios;
la historia siempre interrumpida por la inminencia
del dolor o del placer oscuro de los cuerpos,
la historia siempre interrumpida,
la historia siempre, siempre. Al final
siempre aquella cosa del término y el cierre,
la clausura,
el final.


IV

Pero ahora vamos cayéndonos en este desagravio de las fuerzas
y una ordenación de paralelas fijas
entreteje nuestros tiempos
señalados, abocados a la causa de las calles más anónimas
y mares y atmósferas tumultuosas y suburbios de palabras,
arrabales de gestos imprecisos, atajos peligrosos de llegar
antes de las diez para atrapar las primeras uvas
que desgaja el día.
                       Es la guerra, ya.
         Atiende, esta es la hora
                       propicia
                       para decir cosas como levántate, te amo, es tarde,
mi amor, qué tomas, sólo queda café y leche,
y cómo
nos queremos, decir no quieres más, estás cansado,
mi amor, mi amor, atiende,
                       son ya las diez
                       (cómo te maldigo),
         la guerra ahí afuera,
                       y tú, etcétera, márchate.
 

V

Habremos de volver, en todo caso, a la espesura,
a la concatenación de los días,
purgándonos el alma con dos soles de amianto,
haciéndonos las uñas con una suavidad de oficio
sin quebrantar las reglas de la moral que presiden los retratos
blanquinegros de las casas.

              Volveremos siempre,
aunque sea cierto que nunca se retorna,
aunque Nietzsche tenga o no la razón,
y nosotros
(indefensas criaturas de la fonética más ardua)
no sepamos escribirles el nombre a los filósofos, no sepamos
consumir
el goteo milenario y lentísimo de las estalagmitas,
aunque afuera, en el río callejero de los claxons
nos aturda un viento claro de poniente,
una confusión
de abreviaturas y escaparates.


VI

Pero ¿es necesario que te ausentes para el hambre?
No, dime que no como se dicen las canciones, t
dí no como una canción apenas retenida,
duda no para que la canción sea más lírica y
romance.
               No vamos a volver al filo estrecho de los meses,
no vamos a ser la estatua de sal,
               la mujer de Lot,
la destrucción de un renunciar,
               de un abdicar,
de una puerta maltratada.

               Y el abandono delante de las ventanas encendidas,
el abandono de un hombre-sombra borrado de la historia,
un hombre que apenas es objeto oscuro, macizo,
recortado, opaco, impenetrable
tras la luz que desbarata y obstruye
los sentidos,
la luz mortificante de ver cosas,
la luz que destruye y minimiza
el horror
de ser un ave bajo tierra.


VII

Es mejor, mi amor, el cuarto oscuro de los juegos
malogrados de la infancia.
dejemos los mediodías abiertos para los últimos
pobladores de la noche,
apenas Se te ve ya entre tanto rayo creador
y tanta renuncia de larvas.

Renunciar es esto.

Un temblor de temores bajando las escaleras,
cayendo hacia los portales barridos
y solitarios,
un agolpamiento de polvo, de tierra fértil y de
frutos dibujados en el movimiento súbito
de tu paso meteórico y fugaz
como Una ausencia de niños pálidos.

Tanto hueco.

Ausentarse es esto.

Así,
es mejor, mi amor, el cuarto oscuro de los juegos
aunque tu recorrido dure lo que duran las abejas.


VIII

Cómo he de decirte que vengo de beber de tus sequías,
cómo voy a contarte mi febril búsqueda de rastros
en tu cuerpo abandonado.
Otra cosa es la lluvia y los morteros patriarcales,
las herencias seculares de comerse una manzana,
las costumbres y atavismos de monedas insectívoras,
tu rostro adaptado a la geografía universal del hombre ameba.

Pero llego y se te borran los ojos,
las crines
de semental confuso se te vuelan
y ya no quedan en la superficie de tu cuerpo
estigmas de raza, edad, sexo o condena a muerte
y sólo eres ya una cosa rosa mate de pesada traslación
e ingente abrazo.
Eres únicamente una carne ciega y útil,
una carne abierta que maneja mis palabras,
carne viva, animal puro, sin timbre humano,
aproximándose al ser-latido, al primer peldaño de tu
génesis
violácea,
recordando el primer árbol, la primera gota,
el primer silencio.
Y entonces es cuando te amo, ciertamente.
No hay un amor suicida para cada minuto de cada catástrofe,
otra cosa es el olor que dejas en los pasillos
cuando es necesario que te vayas a la guerra,
mi amor,
a la guerra callejera del inmueble y la agonía.
Ah, el amor de nunca
retenido en los estantes suntuosos de la tradición amable,
pisado de polvo, arañado, entristecido,
apenas soleado, a una esquina de la muerte,
alguna vez te diré que no me angustia
este amor tártaro,
que solamente preciso de tu cálida carne siberiana.


De: "Odisea definitiva"


SOPHIA DE MELLO BREYNER





Noche



Noche de hoja en hoja murmurada,
Blanca de mil silencios, negra de astros,
Con desiertos de sombra y luna, danza
Imperceptible en gestos quietos.


Versión de Diana Bellessi



RAUL RENAN




Nombre



Mi nombre es el pendón.
Lema y escudo.
Etiqueta en la camisa
de mi genio y figura.
Los mayas labran los signos de su nombre
en el envés de las piedras.


De: “Viajero en sí mismo”