La
siesta de los padres
Los
niños necesitan la siesta de sus padres.
Empieza
todo
en
las tardes oscuras de mi casa en invierno.
Sólo
estamos yo y yo
y yo
contra mí misma.
Los
juegos han cambiado de repente.
Yo
decido quién vive,
qué
rito corresponde a un juguete difunto.
Soy
toda la memoria de los que nunca fueron.
Pero
a mí, que sí soy, a mí que empiezo
a
vivir y a temer,
¿quién
me recordará si dejo el mundo?
¿Y
si nunca regresan del misterio del sueño
quienes
deben cuidarme?
Por
las persianas
alzadas
de mi cuarto
se
ha colado la noche.
Son
muy distintas
las
siestas luminosas del verano.
En
cada cuarto laten los cuerpos destapados,
vencidos
por el sol, de mi familia.
En
el jardín ardiente
sólo
estamos yo y yo.
La
vida pasa como los caballos
cansados
por mis venas. Nunca han sido tan ciertos
el
espacio que lleno con mi sombra
ni
el peso irrepetible que le pongo a la tierra.
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