En
otro jardín
para y con Elizabeth Schön
El heroísmo del alma está en vivir,
el heroísmo del cuerpo en morir.
Marina Tsvietáieva
Me he estado preguntando por tu habitar de ahora.
Tantas
veces quise figurarme cómo sería cuando ya no
estuvieses. Ese día en que tu voz no me buscase insistente
en la línea telefónica. Pero nada, nada, se parece
a este presente terrenal sin ti.
Imaginaba
entonces algún remoto lugar, aún desconocido
para mí, donde tu rostro le sonríese a la luz de la mañana
como el girasol lo hace con la risa tuya,
y en la cola de su estela pudiese yo seguir buscándote,
o en la flor abierta cuando el pétalo se torna voz,
simulándose tú, haciéndote carne mordida de fruta.
Pensándote
de este modo fue que apareciste con
el sombrero de ala ancha y azul en ese jardín de girasoles
y hacia ti fui, buscando platicar como solíamos hacerlo,
entre la urdimbre en flor en las palabras que, con esmero,
cuidabas, y me pedías que también cuidase yo.
Fue
testigo el árbol plantado al fondo frente al muro
su tallo rugoso de robustas ramas expandidas
a las que la brisa, ahora fría, le mueve las hojas
sin que a Elizabeth pudiese sentirla entre ellas,
como si estuviese regresando del patio a su habitación.
A
las ramas en el patio las sigue moviendo por la tarde
la lluvia, y a las hojas les salpican los ocres grises de la tierra
semejantes a aquellas pinceladas azuladas de tus ojos,
y con ellos me llega el silencio y entre los árboles
veo como te mueves libre con tu cuerpo de ardilla,
y recorro los pasos que tantas veces acompañé
como si volviéramos a las rutinas de la presencia.
Con
paciencia reclamada sé que te espero
sentada en el banquito ruin de cemento
debajo del árbol con olores a fruta pasada
escuchando los ruidos de las aves nocturnas
sobrecogida con el plenilunio de luna
comprendiendo que en la nada la nada
beckettianamente nos mueve
cuando es ella quien te alcanza
en el libro abierto de tu paisaje.
De: “Fruta
hendida”
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