Amistad
del poeta
para Jules Supervielle
El
cielo un cristal mal lavado en octubre
el viento que se embosca ante mi puerta
un rumor, una orquesta de feria en alguna parte
y el recuerdo: fuego que arde mal y humea.
¿Son
estas las exclamaciones de los viñadores, el ruido de los
toneles que estiban al fondo de un patio vaporoso?
¿Es esta la ciudad donde tú estás prisionero, son estas las calles
tan pesadas como las cadenas atadas a tus pies?
Pienso
en ti poeta, en las palabras sencillas
que tú contemplas como huevos a través de la luz.
Los contornos de una vida se dibujan en su interior
tus ojos encuentran la forma secreta de cada cosa.
En
este otoño todavía tú me coges de la mano
me llevas al jardín desierto de mi juventud
ahí es donde me emborraché con tu vino
donde me vestí con el abrigo de tus poemas.
Tú
has sabido hablarle al pastor que interroga la tormenta
la granizada de tus palabras refrescó también las sienes
del enfermo. Y en lo alto de los acantilados has encendido
grandes hogueras para las barcas perdidas en los mares.
¡Ah!
Tu zurrón está colmado de hierbas mágicas que devuelven
la vista a los ciegos, la palabra a los mudos
tú no temes los salvajes tapices del hombre
tú sabes retorcerle el cuello al odio, a la envidia y la maldad.
Tú,
fiel jardinero: arranca la madera muerta
de nuestras almas. Me gusta verte caminar
con torpeza, la cabeza ladeada sobre el hombro
como un samovar donde fermenta un canto lejano.
Las cosas confiadas te dejan acercarlas,
tú conoces también la lengua de los animales, de los dioses,
amigos y enemigos te escuchan como los árboles
que se santiguan en torno a la gran encina del bosque.
Todos
están ahí: los muertos, los vivos, tú les hablas
y tu voz se hace lluvia o silencio o helecho
es la punta del compás que traza
desde tu centro círculos más allá de la vida.
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