domingo, 19 de junio de 2022

JHAVIER ROMERO

 

 

Aeropuerto I

                                                              A Antoine Cassar.

(La Chiva Parrandera)

 

A través de la ventana del metrobús

vi pasar una “chiva parrandera”.

Trata de imaginar

un autobús como una enorme muda de escarabajo.

Visualiza que dentro del caparazón vacío y fosforescente

hay veinticinco cuerpos que interpretan en cámara lenta

una versión desvirtuada de alguna danza acrobática del lejano oriente;

una coreografía de Butoh con tragos de tequila,

vasos de ron y margaritas.

Ahora trata de imaginar “la chiva”

en el pico del tráfico de una ciudad invertebrada.

 

En el aeropuerto de Schiphol,

mi mochila despertó las suspicacias de los aduaneros.

El escáner reveló una mancha inusual en el interior de la bolsa.

“Son libros”, dije.

“¿Eres musulmán?”, me respondieron.

Quise contestar que no, pero en lugar de eso respondí:

“¿Qué importa la religión?”.

“¿De la India?”, me preguntaron,

quise responder que no,

pero me puse a pensar en mi bisabuela de Bengala

con su zari rojo,

que la hacía ver como una guacamaya de piedras preciosas

revoloteando en el claroscuro de su jardín de cactus;

en mi bisabuelo que leía El Ramayana en la posición del loto,

en el crepitar del Roti cuando se quiebra entre mis manos

como un corazón demasiado joven,

y en los muchachos hindúes que venden sábanas y perfumes

y caminan todo el día por veredas inhóspitas

y que al cruzarse conmigo me saludan en árabe o en hindi.

“Soy panameño”, contesté al final.

Y el aduanero preguntó si yo sabía de los buses discotecas

que circulan por ciudad de Panamá,

que era lo más increíble

que unos amigos de él habían experimentado en Latinoamérica.

“La chiva parrandera”,

le lancé en español.

“Sí, eso”.

Y continuó moviendo los labios

como un actor de cine mudo,

mientras sus dedos como animales ciegos

se perdían entre mis libros.

 

Yo solo pensaba en que faltaba poco

para mi próximo abordaje,

que por esa vez no podría ver mi reflejo con semblante de época

en las aguas del Herengracht;

que en ese momento, en la casa de Rembrandt,

frente a los cuadros inmortales,

alguien lloraría al descubrir

que la belleza es sobre todo oscuridad

en la que se condensa un resplandor enfermo.

 

 

 

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