domingo, 16 de octubre de 2022

VALERY LARBAUD

 

 


 

La muerte de Atahuallpa

“Pues el Atabalipa llorava y decia que no le matasen”


 

OVIEDO

Cuántas veces he pensado en esas lágrimas,
esas lágrimas del supremo Inca del imperio ignorado
por tanto tiempo, sobre el altiplano, en las márgenes lejanas
del Pacífico —esas lágrimas, esas pobres lágrimas
de esos grandes ojos rojos suplicando a Pizarro y a Almagro.
En ello solía pensar cuando, de niño, me detenía largo tiempo
en una oscura galería, en Lima,
ante ese cuadro histórico, oficial, aterrador.
Se ve en primer lugar —bello estudio de desnudo y expresión-
a las mujeres del emperador americano, furiosas
de dolor, pidiendo que las maten, y aquí,
rodeado por el clero con sobrepellices, y de cruces
y cirios encendidos, no lejos de Fray Vicente de Valverde,
a Atahuallpa, tendido sobre el aparato horrible
e inexplicable del garrote, con su torso moreno
desnudo, y su rostro flaco visto de perfil,
mientras que a su lado los Conquistadores
rezan, fervientes y feroces.
Rodeado por la majestad de las Leyes y los esplendores de la Iglesia,
es uno de esos crímenes extraños de la Historia,
tan desbordantes de angustioso horror,
que no podemos creer que no sigan durando,
en alguna parte, más allá del mundo visible, eternamente;
y en este mismo cuadro, tal vez, perduren
siempre el mismo dolor, las mismas plegarias, las mismas lágrimas,
similares a los designios misteriosos del Señor.
E imagino sin esfuerzo, en este instante
en el que escribo solo, abandonado por los dioses y los hombres,
en un apartamento completo del Sonora Palace Hotel
(distrito de California),
sí, imagino que en alguna parte de este hotel,
en una habitación radiante de lámparas eléctricas,
silenciosamente, esa misma terrible escena
—esa escena de la historia nacional peruana
que machacamos a los niños, allá, en nuestras escuelas—,
se desarrolla exactamente
como hace cuatrocientos años en Caxamarca.

—¡Ay! ¡que alguien no vaya a equivocarse de puerta!

 

 

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