La ventolera del tiempo
El
primer día,
escuché en el patio de luces
el fuerte sonido metálico
de algo que chocaba contra la uralita
del taller mecánico de abajo.
Se
había caído el mando a distancia de la tele,
que viajaba oculto entre los pliegues del mantel.
Nos
quedamos allí un buen rato,
en el silencio y el frío otoñal,
mirando a distancia el mando a distancia perdido,
irrecuperable entre algunas colillas y hojas secas
que el viento había arrastrado
desde el parque de al lado.
Los
días siguientes
siguieron cayendo cosas:
plásticos, botellas, algún viejo candelabro.
Una mañana apareció allá abajo,
con gran alboroto,
una vetusta mecedora
que debía de pertenecer
a la vieja del quinto.
Otra
noche que amenazaba llover,
al volver del supermercado,
apareció la pantalla
de un ordenador obsoleto,
con el cristal partido
en forma de estrella.
Siempre
nos quedábamos,
en perfecto silencio, mirando
las cosas que iban cayendo
en el patio de luces
(tuercas cubiertas de herrumbre, pilas
de nueve voltios, turistas despistados),
hasta que no quedaba
más luz entre aquellas paredes de ladrillo.
Llegó
el invierno
y desde la ventana de la cocina,
cuando tomábamos el té vespertino
y tú intentabas aprender a tejer,
seguíamos viendo las cosas que caían:
postes eléctricos, viejos candiles,
pequeños animales muertos.
Un
álbum de fotos familiar
amarilleado por el tiempo
con el rostro de personas
que ya no existían.
Después
de Navidad,
un domingo plomizo
en el que el mundo permanecía inmóvil,
oímos el estruendo más grave.
Era una ballena negra
que se había quedado varada en el patio de luces,
sobre la uralita, con dos gaviotas posadas encima.
Se fue a morir muy lejos, nos dijimos.
Después
volvíamos callados a la cocina
y nunca sabíamos explicar lo que pasaba.
Aquel patio de luces arrastraba la vida
y, a veces,
nos dejaba solos.
De: “Pertinaz freelance”
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