Berlín
infuturos
Las
grandes ruedas se detuvieron
pero
el odio continúa.
En
el poema más perfecto
es
falsa una línea.
Berlín:
ciudad abierta.
En
la oscura madeja avanzan
lentos-rápidos
trenes.
No
somos (nunca seremos)
como
ellos.
La
rubia de labios morados
saluda
desvergonzada al general
disfrazado
de cameraman.
En
el arco invisible donde hubo la mano
aún
vendrán los ataúdes.
Los
borrachos con grandes vasos de cerveza
en
equilibrio sobre el amasijo de cerámica.
Ellos
no son (nunca serán)
como
nosotros.
Salvo
que
no hay ningún ello
o un
nosotros.
Sólo
el no-ello
y el
no-nosotros.
Los
rieles con las cabezas cortadas
y
los edificios de hielo.
En
la niebla negra de los campos
grandes
ratas retozan
con
un hilo de sol en los dientes
afilados
allende
el rosáceo levitón
que
restalla en la cuenca de lija del ojo.
El
ayer es ese humo
que
despiden los canalizos.
Los
patios ensobrasados de historia
donde
lo histórico
es
la desaparición.
Íbamos
por estas calles cenizosas
como
fantasmas pisoteados
por
lo imposible.
Las
antenas ahora se levantan como uñas
en
la carne sin forma de los edificios.
El
cielo es el gran vacío-ojo de hebras rojas
que
de golpe puede
tragarlo
todo.
Continúa
el comic,
las
figuras a punto de cruzar una avenida
y
las grandes vigas balanceándose
perpetuamente
entre el azul
horriblemente
falso de los cristales.
Continúa
la gran risa
como
una gran rueda
que
nada puede detener.
Los
gigantescos obreros que Marx edulcoró
son
la materia prima del fascismo.
El
gran cielo de Berlín
es
como la boca insaciada
del
futuro.
Los
pequeños hombres mueven sus antenas
de
hormigas
contra
el fondo aguachiento
de
la ausencia del mar.
Es
pues imposible volver
y
todo espera
como
en ninguna otra parte
el
golpe promisorio de la ruina.
El
viento arrastra los rostros como hojas.
El
carnaval en blanco y negro
no
cesa
y
puede oírse el galope de caballos
a
través de las mudas puertas
no
destinadas a cerrarse.
El
gran viento perpetuo
arranca
los calendarios de la pared.
El
viento-tiempo es un continuo
de
dos dimensiones
idéntico
al paso amarillo
de
un tranvía.
Ese
que saluda allí
colgado
en 1930
no
ha muerto todavía.
Me
mira y sé
que
me conoce, apretujados
ambos,
ojo
con ojo
en
este andén de 1880.
Es
imposible volver
pues
no hay historia
a la
que volver.
Ella
es (falla o clinamen)
irremisible.
El
discurso es el sobrante
que
baja por los canalizos.
Los
ojos y manos
también
vencidos
por
el golpe de insomnio
de
la ruina
y
por el cielo
que
no tiene fin.
Es
ese fin sin fin
hacia
el que todo
fuga
lo
que mantiene
la
risa perpetua
y el
incesante martilleo,
los
habladores parapetos
del
carnaval,
el
arlequín de ceño despejado
con
la cabeza partida en dos
como
una marioneta
del
kabuki.
Sabido
es así que subir al tren
no
significa dirigirse
a
ninguna parte.
Bajo
el cielo no redondo
no
hay partes.
Sólo
la anárquica partición
del
mediodía,
la
catastrófica desmesura
de
lo histórico.
Aquí,
donde todo es medida,
reina
la alucinación perpetua
del
homo.
La
historia coincide
con
el gran vacío
del
cielo
que
se repite en el embudo dejado
por
cada edificio.
Todo
fuga, continuo.
Todo
se descamina sin regreso.
La
falla o corte
no
destruyó nada
sino
que lo mostró todo,
ni
falso
ni
verdadero.
Abierto
a lo abierto, fugacidad continua
de
lo sólido.
Los
ojos golpeados por la luz
son
como los cuerpos grandes ruedas.
El
cielo rueda y fuga.
Los
campos ruedan y fugan.
Los
pasajeros apresurados
ruedan
y fugan
centrifugados
por
la velocidad,
alzados
y diseminados
por
los infuturos.
La
sombra de la gran máquina
desciende
con los desesperados
despojada
de sí misma
a
donde todo es despojo.
Todo
continúa
enlistado
por la falla
ni
cerrada ni abierta.
Lo
fabuloso es esta
prostituta
que espera
en
pleno día
ni
cerrada ni abierta.
Oh
homo, grita el humo
tan
lejano del homo.
El
cielo abierto grita
y no
hay tragedia,
no
hay historia ni rostro.
Sólo
la pequeña música que susurran
las
ruedas dentadas.
El
cuchicheo-mordisqueo
al
fondo de los teatros.
Los
vastos paisajes
desmenuzados
por el viento.
El
golpe de semen de la gota
contra
la ventana.
Los
rieles, los rieles, los rieles.
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