El corazón que llueve
desatado
y pierde su armazón, su compostura,
su normativa estricta de compuerta
o dique, retentiva y contención,
sorprende en su violencia y se desata
mientras una muchacha incendia una cabina
y grita su dolor humedecido;
así crecen las hojas de los árboles
en la humedad primera del dolor
y el barro ennegrecido de la tierra
se ayunta al llanto oscuro en cada gota
para hacer vertical la geología.
Llueve también sobre mi corazón dormido
como si no pensase concluir
el tiempo en que los nombres se hacen de agua,
y cada gota tiene su porción
alícuota de hierro y de pesar.
Por eso cuando llueve los mamíferos,
los lóbregos mamíferos contamos
despacio y varias veces nuestros huesos,
las piedras de cristal de cada hueso
y su sermón de luz resplandeciente
para llorar de pronto con escarnio,
visibles, necesarios y maduros
ante el día que juzga y nos ampara.
De:
“La ausente”
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