jueves, 30 de diciembre de 2021

ILARIE VORONCA

 

 

 

Las casas y los hombres

para Auguste Marin

 

 

Vi a lo lejos
a hombres conspirando alrededor de una casa en
construcción,
algunos caminaban lentamente cargados con ladrillos,
otros soñaban con las paredes
que aún no eran más que el pálido dibujo de sus miradas,
si hablaban, su voz entre los andamios
tenía un sonido extraño, casi irreal,
sus gestos eran graves, iluminaban sus caras
con una luz como de primavera subterránea.

¡Oh! Albañiles subiendo a las escaleras, ajustando
los materiales, midiendo las formas, al buscar
el equilibrio de la piedra y la madera no hacéis más
que extender la red donde cogeréis en la trampa
la Casa invisible cerniéndose en el aire, la Casa
que es el pensamiento
cuyos ladrillos, puertas y escaleras, son las palabras.

La Casa deviene poco a poco humo, nube.
sus contornos se precisan, desciende
entre los hombres como un barco que se pone a flote,
los albañiles son, en efecto, magos,
saben escoger el lugar donde se puede poner una trampa
también saben a qué horas pasa por el aire
el convoy de las casas que solo ellos reconocen.

Ellos les quitan los signos demasiado celestes
las hacen parecerse a la tierra
y quizá es a un muerto
a quien ofenden así. Pues las casas que pasan
son veladas por los muertos.

¡Oh! A menudo me ha sido dado
ver como un halo al muerto de cada casa
esperar pacientemente que esta recobre
sus adornos de sombra. Los vivos rencorosos, hoscos,
discutían, se enfrentaban,
la angustia, la envidia, daban grandes golpes de cincel
en sus rostros,
el verdadero trabajo comenzaba cuando la forma invisible era
atrapada,
entonces se hacían prisiones, cuarteles, fábricas,
tribunales donde se levantaban las actas de propiedad,
palacios, ciudades enteras,
algunos estaban contentos,
orgullosos: No dejaban de decir:
“Todo esto es nuestro.”

Yo, el vagabundo, el desocupado,
admirando los escaparates suntuosos
las avenidas de las grandes capitales,
era el único en mantenerme aparte.

Y en el instante en que el día se confundía con la noche,
cuando hasta el hombre más rudo se atreve a soñar
y deja caer su cabeza sobre el hombro de la fatiga,
cuando las calles como ríos que salen de su lecho
se alargan en la bruma y derraman en el cielo,
yo veía las casas, sobre todo las catedrales,
soltarse de sus amarras, devenir vastas
cernerse como murciélagos en el espacio
con su vuelo de ceniza y terciopelo.
¿Adónde iban así?
El amanecer las encontraba en sus lugares
como si nada hubiese ocurrido.

¡Ah! Un día, a una señal de los muertos
las casas se convertirán para siempre en humo
empujadas aquí y allá por el viento
por encima de las ciudades desiertas y desoladas.

 

 

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