La
Habana
(en la casa de Lezama Lima)
Qué
impresionante silencio en la angosta saleta,
en
el exacto lugar donde la voz atronadora
reclamaba
cada tarde su café, en fina taza china,
colado
y servido con amor de madre. Remedio certero
para
aplacar el ritmo entrecortado, entre risotada y risotada,
y
recomendar a Góngora, leer cada día a los franceses,
los
de la rosa. Adorando a Casal, maldiciendo a Virgilio,
logró
ensalzar las sombras ante la oscura ventana,
oh
los mayas, Ariosto, la impertérrita herencia española.
La
ventana ahora clausurada es un tokonoma del vacío.
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