viernes, 29 de mayo de 2015

GUADALUPE AMOR

 

Me acerqué…

 
Me acerqué hasta tu puerta
temerosa intenté tocar la aldaba
Fue una tarde desierta
En el muro dejaba
esplendores la flor de la guayaba

 

 

ALFONSO CORTÉS

 


Cuadro

 
 
El pajarito, cuyas alas eran caricias,
que tiraba el carrito del divmo Flechero
y que me trajo a diario manojos de delicias
que dejaba a mi cuarto, —ha vuelto ahora, pero

fatigado ha caído junto a mí; alcé los ojos
y vi sus alas rotas, el pecho desplumado,
y en el carrito, dulces y muertos, los despojos
del niño, y el cadáver de una serpiente al lado.

 

 

ANTONIO COLINAS


 

Encuentro con Ezra Pound

 

debes ir una tarde de domingo,
cuando Venecia muere un poco menos,
a pesar de los niños solitarios,
del rosado enfermizo de los muros,
de los jardines ácidos de sombras,
debes ir a buscarle aunque no te hable
(olvidarás que el mar hunde a tu espalda
las islas, las iglesias, los palacios,
las cúpulas más bellas de la tierra,
que no te encante el mar ni sus sirenas)
recuerda: Fondamenta Cabalá,
hay por allí un vidriero de Murano
y un bar con una música muy dulce,
pregunta en la pensión llamada Cici
donde habita aquel hombre que ha llegado
sólo para ver gentes a Venecia,
aquel americano un poco loco,
erguido y con la barba muy nevada,
pasa el puente de piedra, verás charcos
llenos de gatos negros y gaviotas,
allí, junto al canal de aguas muy verdes
lleno de azahar y frutos corrompidos,
oirás los violines de Vivaldi,
detente y calla mucho mientras miras:
Ramo Corte Querina, ése es el nombre,
en esa callejuela con macetas,
sin más salida que la de la muerte,
vive Ezra Pound

 

MARTIN ADÁN


 

Punto
At length the man percives it dieb away
And fades into the ligth of common day 
Wordsworth

 
                                 
Pues la rosa venidera,
Próspero seno errabundo,
Fruto y flor y amante y mundo,
Lírica, acoge si espera.
Punto en que pulula esfera
De épico tacto, futura,
La facción de la Hermosura
Va, derechera y estable,
Derrota inconmensurable
De celestial singlatura.


 

 

 

IVÁN CARVAJAL


 

Si oí mi nombre

 

Si oí mi nombre fue en antigua cabala
cavando fosas nuevas para cadáveres lejanos
dejados en los puentes sin defensa

rientes mujeres escoltaron el valseo
el entierro

                            en una noche
más de una vez revolvieron las Termopilas
fugaz es el tiempo gastado en las escaramuzas
y no hay otra realidad del tiempo que no sea el instante

entre dadivosas diosecillas de puerto
abandonado a sus musitaciones
a las mutaciones de una sala baldía
de un cielo de huríes
desencantado
de una buena vez pierde las llaves de la memoria
me dije
no es de la floristería de donde llegan las rosas
no
en las pajareras desplumarán las aves

incurro en la rapiña
discurro
que tremen afuera las máquinas
entre nubes
en cadalsos
que truenen rujan pujen
impulsen sucumban
ronroneantes
mi oreja se presta a las fabulaciones
muero tal vez
tal vez me estoy muriendo en esta ciudad de provincia
a las ocho corren las aldabas
en este cuarto
con el plato de garbanzos
y el garbo
y la radio
revolotean las moscas

¡ah!
roto el encanto
maneja el alboroto a su arbitrio
y si un paso se ha de dar
que sea al acaso
bajo el acoso del azar
que el dedo se deje en la huella
no puesto en la llaga
allega la pluma de pavorreal
a la esquirla
acerca
acerca la llama
al ala de la libélula
y con triquiñuelas
has de pasar un camello
por el ojo de una aguja
o el hilo uncirá retazo a retazo
la página

roto el encanto
maneja el escarnio
y nada o poco ayuda la convicción
la metafísica te encierra en casa
la máscara te da ventajas
y qué decir
un tiempo hubo largo para el ocio
y otro que fue heroico
fatuo
y otro quizás de vino y lecho

tiempos hubo para embarcar en el cascote
aventurar recortes del mundo novedosos
un ruido de tambor
sonando en el corazón del África Negra
¡no!
un tobogán al límite
¡no!
la maldición de las viejas sabidurías
yo sólo sé que me levanto al nuevo día
con mi pereza de angelote rubicundo
ya una mañana caminaba por la ciudad de Brujas
o en otra parte vieron a estribor el humo de tabaco
de nosotros los extraños sentados a la ribera
de un gran río interiorano

eché a andar a bajar y a subir escalinatas
¡cómo están los laberintos de fáciles
de franquear!
                       y en una tienda de esquina
miré los anaqueles
                                           pero no
yo sé que nada de esa historia
viene saltando sobre estos zapatos de goma

hoy me atrae el jolgorio
de un barrio de putas
al anochecer
el grito de las lavanderas
al mediodía
entre las sábanas
¿y qué me importa aquél
que sollozaba
en medio de la estepa
por la loba que perdía sus huérfanos
en la primera ciudad?
¿acaso me levanté para andar
con cánticos de fraile y el jubón del soldad
y usurpé en la posada el lugar
del fornicador al fin arrepentido
y en la plaza una jornada del verdugo?

ahí
en ei mercado
comprando fruta
oí mi nombre
en la confusión
en vano
                   en vano
ningún rostro es cabal
en el desván será posible
sorprenderse aún
con más de un descubrimiento
de un fingimiento

a la luz del día
mudo mi linfa
enfático
por una sola vez
en el ajedrez paso de alfil a peón
de máscara a máscara
cáscara
cara que horada una mancha
de tinta

aproxima espermas
en la noche de los gatos pardos
ara en el mar y en la loza
espera del vidrio la multiplicación
de los panes
¿obrará este canto?
¿abrirá un prodigio?
prodigar hijos pródigos que no retornen a casa
prohijar a los huérfanos del carnaval
especular contra los espejos

¿oí mi nombre alguna vez?
alguna voz
¿he edificado una ciudad
escondida en las sierras?
¿llevé grandes piedras a Sagsayguamán?

al otro lado de la isla solitaria del pensamiento
graba la uña: “Francis Drake, pirata isabelino”
y en la cueva de la ensenada
guardan aún los duros camastros apoyados contra la roca
allí donde debieron dormir los fascinantes facinerosos
pero hoy para mí es un sueño espléndido
después de las chanzas y las hazañas
no la piratería sino el carraspeo
de la tristeza holgando por los pasillos

nada
nada ayuda la convicción
aleja los vericuetos de la memoria
pero avanzaremos con la hoguera
arrastrándonos por las dunas
abriendo las brumas a escopetazos
que otros polvos recogerán nuestros abrigos
otras aguas salpicadas

y que traten de pasar
clavos por aldabas aldabas
por puertas puertas
en jaurías jaurías
a cuchillo pueblos exaltados
orquestados
encaramados en sus banderas

¿oí mi nombre?

repiquetean gritos
ecos
altavoces
repiquetean
murmullos
de una mujer a mi costado
en un cuartito azul
en el barrio Aguarico
una mujer reposa a tu costado
mis gigantescos olvidos
tus muertos pasados
la miseria dantesca en
una mujer contigo
tu muerte en la pequeña ciudad provinciana
la muchedumbre afuera y el ruido
que ha abolido de una buena vez
tu nombre.

 

JOSÉ CARLOS BECERRA




El halcón maltés
                                                            A Carlos Monsiváis



Ahora, cuando tus sistemas de flotación se han reducido a
    tus retratos,
a las vías por donde vas desapareciendo de ti mismo,
    borrándote de aquello que querías;
a tu resurrección le crece el mismo musgo que a tu cuerpo
    invisible atrapado por la visibilidad de tu retrato,
    y todo aquello
que pensaste que amabas o simplemente odiaste de paso,
resplandece de nuevo fuera de ti en la piedra angular de
    otro escalofrío,
mientras alguien que cruza la puerta de salida de tus
    retratos, siente cómo la noche rebosa tu muerte en uno
    de esos bares situados
en el subsuelo de cualquier viejo edificio de la Tercera
    Avenida
al mismo tiempo que en otro lugar vuelven a encenderse
los reflectores que te iluminaban
o acoplaban la sombra de alguno de tus gestos, de tus
    meditados descensos al infierno,
donde el olor de la pólvora recubría a la figura que emerge
    del espejo
frente al cual disparabas tu pistola.

Reconstruyendo, pues, lo que te iba rodeando,
lo que ibas rodeando con la misma sobriedad de que se vale
    un alcohólico
para rastrear la soga de su miedo,
valiéndote del polvo que en tu mirada iban depositando los 
    puñetazos
y la confusa humedad del amor;
el vaso de whisky en el centro de lo que callabas,
el viaje de la noche que alguno de aquellos reflectores
    reproducía en tu rostro,
el frío cañón de una 38 automática apoyado en la boca del
    estómago mientras la boca de la nada parecía
    mordisquear el cañón,
y esa mujer de larguísimas piernas y rostro anguloso y voz
    recién salida del amor o simplemente del humo de un
    cigarro,
contemplándote desde la penumbra del bar,
mientras era en su cuerpo donde el infinito desmadejaba el
    laberinto
que sustituye a veces al disparo de una pistola.

Ah sí, lo que tú codiciaste;
aquello que dejabas que tu rostro inventara,
aquello que no pasaron por alto tus puños y tu pistola, tu
    mueca y tu sonrisa interminablemente mezcladas,
obsesionadas la una de la otra como dos locos puestos a tu
    servicio.
Sí, nada quedó de aquello
y tampoco de aquel despacho desde cuya ventana
podían mirarse, entre los rascacielos, los muelles de San
    Francisco.

Eran tus caprichos de luchador derrotado, era tu burlona
    mirada,
eran los espacios ocultos donde no cesabas de cicatrizar,
en cualquiera de aquellas escenas donde estabas a punto
    de cerrar la puerta a tus espaldas anulándolo todo;
con el rostro magullado por los golpes y por las patadas,
buscando tú también aquel Halcón Maltés en el que nunca
    creíste,
porque tal vez era de mala suerte para encontrarlo creer
    en él,
o porque quizás la esperanza te hubiera conducido más
    rápidamente a esa derrota
que, pese a todo, nunca esperaste.

Sí, todas aquellas,
enfundadas en sus medias de seda,
enfundadas en su ronda de carne cuya espuma es necesario
    detener,
en sus vacíos de botella encontrada en el mar sin el
    imaginado mensaje,
todas aquellas se perdieron en otras que ya no te
    contemplan ni te esperan,
imágenes donde la penumbra de la sala de cine construye
    su nublada y salitrosa reunión,
allí donde el dolor corrompe al asombro.

Ah, qué viejo, pero qué viejo se ha vuelto ese ring
donde tanto luchaste,
qué cansado se ha vuelto aquel heroísmo,
cuántos pasteles se elaboran con ello, y ya nadie
se los estrella a nadie en la cara como tú sabías
sutilmente hacerlo.
Pero observemos con atención ese ring vacío,
evitando la luz universal de los reflectores, observemos
esa blanca superficie vacía. Observemos,
simplemente los dados echados sobre esa superficie o mesa
    de juego,
simplemente los dados echados,
y los jugadores que acaso queden, ocultos
en la sombra, mirando los dados.
Y en esa inmovilidad, que es además la única explicación
    del movimiento, el único molde del movimiento;
podremos sentirte a ti desapareciendo,
abandonado por tus sistemas de flotación y transcurso;
desapareciendo sin cesar por todos los límites y las
    colocaciones de esa mesa o superficie que va a
    iluminarse,
a una distancia infinita de esa mesa
donde el movimiento vuelve a comenzar sin que el molde
    desaparezca por ello.
A una distancia infinita del ruido donde esos dados repiten
    la jugada,
asociando otra vez los hundimientos del sueño
con la suma donde los dados crían
ese vacío adherido a lo que va apareciendo.

Atrapado por el agujero en que te has convertido,
sin poderte salir vas pasando a través del ruido de esos
    dados que siguen rodando por la mesa cuando tú ya te
    has levantado,
cuando sólo derivas hacia el lugar donde el vacío se hace
    visible;
a una distancia infinita de esa mujer que canta un viejo fox,
    Night and day, por ejemplo,
junto al piano de un bar
—si es que dicha escena puede repetirse—
a una distancia infinita de esa canción y de esa voz
    elaborada “con lo mismo que se fabrican
los castillos en el aire…”
 

De “La venta”