"Un poema si no es una pedrada -y en la sien- es un fiambre de palabras muertas" Ramón Irigoyen
domingo, 29 de septiembre de 2019
ROBERTO AMÉZQUITA
Sibila de la luz ausente
En lectura de la ausencia queda la niebla,
el coleteo penúltimo de luces alfabéticas
que llenan la calle de sueño abandonado.
el coleteo penúltimo de luces alfabéticas
que llenan la calle de sueño abandonado.
Se entrevé un agujero nebular,
un pasadizo por el que invocar
los nombres de la duda,
y hacerse al fin con el presagio de levante.
los nombres de la duda,
y hacerse al fin con el presagio de levante.
Todos los días del sol
los pájaros incitan a la melancolía.
Todos los minutos de la noche
las nubes alimentan en silencio.
los pájaros incitan a la melancolía.
Todos los minutos de la noche
las nubes alimentan en silencio.
Los ojos
perciben luces cuando la luz misma se ha perdido.
El mundo respira mirando las estrellas
y nada es demasiado aterrador
para quien camina la noche con sosiego.
perciben luces cuando la luz misma se ha perdido.
El mundo respira mirando las estrellas
y nada es demasiado aterrador
para quien camina la noche con sosiego.
CLAUDIA MASIN
La helada
Quien fue dañado lleva consigo ese daño,
como si su tarea fuera propagarlo, hacerlo impactar
sobre aquel que se acerque demasiado. Somos
inocentes ante esto, como es inocente una helada
cuando devasta la cosecha: estaba en ella su frío,
su necesidad de caer, había esperado
-formándose lentamente en el cielo,
en el centro de un silencio que no podemos concebir-
su tiempo de brillar, de desplegarse. ¿Cómo soportarías
vivir con semejante peso sin ansiar la descarga,
aunque en ese rapto destroces la tierra,
las casas, las vidas que se sostienen, apacibles,
en el trabajo de mantener el mundo a salvo,
durante largas estaciones en las que el tiempo se divide
entre los meses de siembra y los de zafra? Pido por esa fuerza
que resiste la catástrofe y rehace lo que fue lastimado todas las veces
que sea necesario, y también por el daño que no puede evitarse,
porque lo que nos damos los unos a los otros,
aún el terror o la tristeza,
viene del mismo deseo: curar y ser curados.
como si su tarea fuera propagarlo, hacerlo impactar
sobre aquel que se acerque demasiado. Somos
inocentes ante esto, como es inocente una helada
cuando devasta la cosecha: estaba en ella su frío,
su necesidad de caer, había esperado
-formándose lentamente en el cielo,
en el centro de un silencio que no podemos concebir-
su tiempo de brillar, de desplegarse. ¿Cómo soportarías
vivir con semejante peso sin ansiar la descarga,
aunque en ese rapto destroces la tierra,
las casas, las vidas que se sostienen, apacibles,
en el trabajo de mantener el mundo a salvo,
durante largas estaciones en las que el tiempo se divide
entre los meses de siembra y los de zafra? Pido por esa fuerza
que resiste la catástrofe y rehace lo que fue lastimado todas las veces
que sea necesario, y también por el daño que no puede evitarse,
porque lo que nos damos los unos a los otros,
aún el terror o la tristeza,
viene del mismo deseo: curar y ser curados.
EMILCE STRUCCHI
XVI
La mujer oculta sus cicatrices,
lamenta las sobras de su hambre.
Ella descubre que la poesía es un pantano
y siempre la emboscada
con su olor a muerte.
Una ilusión de nombre.
Yo alcanzaré mi aldea en lo callado.
Sentenciada a fiesta y a dolor
me ofreceré
para esta ceremonia.
YEMIRA MAGUIÑA
La mosca
El silencio de esta mañana a solas
un estornudo simple cambiando el rumbo de esa mosca
que vuelve siempre al rincón incómodo de la mesa.
Un enjambre de fotos elocuentes que no combinan con esta
mañana
el zumbido de la mosca en la oreja rota de la vida aplastada
por batallas malgastadas
y vuelve a zumbar de hambre y de miedo
que la mosca es siempre mosca malhecha para las moscas de
verdad.
Y qué si esta mesa cobija a la mosca y a sus patas sucias
y a sus ojos y a su zumbido
y qué si esta mañana se empolva de melancolía tardía
y qué si también zumbo de hambre y de miedo
qué importa otro mosco gigante acurrucado a la mesa
acurrucado asustado llorándole a una foto antigua.
MAGDALENA CAMARGO LEMIESZEK
Cruzando el río Leteo
Para ascender desde el último peldaño en la penumbra,
dicen que ocupamos el talento de los artesanos
que forjan sus herraduras sobre el polvo,
martillando sin detenerse
hasta alcanzar la música del hierro,
maleando junto a la huella
también la forma del camino.
Ahí invocaremos la fortaleza
de aquellas manos que sumergieron los metales en el agua
para apagar la furia
que nació en el centro
de todo lo que arde.
Algunos reconocerán las señales de la calma
en el vapor que se deshace encima del paisaje
mientras un manojo de grullas migra hacia lo ignoto.
Al agitarse la sombra del abeto en la corriente,
el yo que somos irá mutando
en el antifaz que cubre el rostro del vacío.
Un turbio alfabeto se revelará ante nosotros
y dejaremos atrás las antiguas pertenencias
junto al mismo miedo que hace siglos
tuvimos la osadía
de dejar abandonado
frente al fuego
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