miércoles, 12 de enero de 2022


 

LEÓN ZAFIR

 


 

Romance de las ofrendas

 

 

Portando estelar ofrenda
desciende por la colina
la noche que va llenando
de silencio las campiñas:

Es un gajo de luceros
temblorosos como espigas.

Despertaron las luciérnagas
que hicieron siesta en el día,
y formaron en tu honor
una comparsa lumínica.

Hay un insomnio de luna
sobre las montañas lívidas.
Aire premuroso y fresco
llegá á darte su caricia,
perfumado de rosales
y de azules teresitas,
y de jazmines del Cabo,
de pensamientos y lilas.

Para asistir a tu triunfo,
de sus jaulas comprimidas
se salieron los ariscos
pájaros de la alegría.

Locas están de alborozo
por volar las serpentinas.

Arlequín, galante y joven,
arrebujado en la fina
sedería de su traje,
recorre las avenidas;
hila romances el viento,
cantan cigarras amigas;
hay un estremecimiento
de trepadoras floridas
y, cual pétalo de lirio,
en una ventana antigua,
asoma la cara pálida
y dulce, de Colombina.

Y o soy poeta, señora,
y para tu frente altiva,
y tersa como cristales
que copian gélidas linfas,
traigo dos coronas: una
hecha con piedras que brillan
y desaparecen, luego,
como estrellas fugitivas;
y otra que· no ha de brillar
ante tus claras pupilas,
porque la· tejió mi ensueño
con hebras de fantasía.

Tiene el fulgor de mi verso,
la elegancia de mi rima,
y habrá de. ser perdurable
hasta que yo sueñe y viva;
que es así como el poeta
sabe ofrendar las primicias
musicales, que se esconden
en las cuerdas de su lira.

Carmenza Primera, Reina
por la gracia indefinida
de Dios, y por voluntad
de este pueblo que te admira.
Sobre la fronda armoniosa
de tu cabeza morisca,
pongo esta breve corona
hecha de piedras que brillan
y desaparecen luego
como estrellas fugitivas.

Corona que sí es triunfal,
pero también es efímera.
En tus ojos se ha apagado
volcán que lanzaba chispas:
desgrana perlas tu boca
cuando suelta la sonrisa;
en tu pecho se han dormido
dos alondras pensativas.

Carmenza Primera, Reina
de ilusión y de alegría;
ciño la fronda armoniosa
de tu cabeza morisca
con mi estrofa, que es corona
y en alabanzas rutila.
Esta es la corona real
que no verán tus pupilas
porque la tejió mi ensueño
con hebras de fantasía.

Y a tus pies pongo rendido,
después de mi ofrenda lírica,
mi corazón encendido
como el zarzal de la Biblia!

 

TOMÁS VARGAS OSORIO

 

  

Instante

 

 

Ya el trémulo campo de mis voces
yo te entregara a criba sometido;
linderos —un recuerdo y un olvido—
para el frío trabajo de tus hoces.

Manos, labios, pupilas, los feroces
deseos y mi sueño escarnecido,
el corazón que ya es de ti transido
y la casa sellada de mis goces.

Manos, labios, pupilas, lo que amas,
para tus negros yelos y tus llamas
yo te entregara, oh muerte, dulce o fiera;

pero una nueva voz está cantando,
gota al borde de ti, mío, temblando,
y los dos esperamos a que muera.

 

 

CARLOS VÁSQUEZ TAMAYO

 

 

Pequeña luz

 

 

esta pequeña luz, a veces interior a veces externa,
este anillo que se cierne en torno mío
el vuelo a esta hora, el sonido de
alas que parecen santas, el sosiego, el aprecio,
el casi amor de acercarme a mí
por todos mis bordes,
esta delgada luz que ya no padece,
sin lucha, sin adversidad, amigable,
este hilo que urden todos los dedos,
la mano espléndida, la sabiduría solar
de todas las horas, y mi voz,
invitada a quedarse entre los nombres,
este dejo de agua, este esplendor, aún la amenaza
de una lluvia creciente,
esta maravillosa estación que a todos acoge,
la ignorancia, la indiferencia, la dicha,
este mínima luz que todavía calienta,
luz del último día, esplendor del minuto que queda,
para decirnos, en la delgada sombra de no tener
que entendernos, y quedarnos hasta el final,
hasta que se vaya, esta diminuta luz
que se lleva todo.

 

 

SAMUEL VÁSQUEZ

 

  

Llega a la tierra prometida



Llega a la tierra prometida y no levanta allí su casa;
reconoce que dios la ha engañado de nuevo. Llega a la
belleza y quiebra su espejo; sabe que ese no es su
destino. Llega a la verdad y no se amaña allí; echa sobre
sus hombros la pesada carga e inventa un sendero hacia
lo inefable con su lámpara de oscuridad. Llega al
domingo y no descansa entonces; ama su pie errante.
Adelantada a sus propios pasos, invisible y umbría, no
posee luz propia pero sabe encender el fuego. Sin fe en
el camino, cuanto más se aleja más cerca está del
comienzo, hasta alcanzarse a sí misma por la espalda,
pero no se reconoce. No mira hacia el horizonte que la
llama. No vuelve la cabeza para reconocer el sendero de
sal. Su rostro desaparece entre la bruma. Su equívoco
pie importa nada. Camina con zapatos de felpa entre el
simún, para que su rastro no pueda ser seguido. Sólo el
orden del polvo que ha levantado en su errancia
estremecida es lo que queda. Para evitar explicaciones se
defiende con olvido. La poesía.

 

 

JORGE ZALAMEA

 

  

La queja del niño negro

 


-Las tortillas de maíz no me saben a nada, madre.
Los níqueles no me sirven de nada, madre.
El traje nuevo no me alegra nada, madre.
Nada me sirve de nada porque soy un niño negro.
-¡Pero si estás hecho de miel y leche, hijo!
-¿De miel negra, madre?
-¡No! De miel…
-¿De leche negra, madre?
-¡No! De leche…

-Aprendí a leer y de nada me sirve, madre.
Aprendí a escribir y de nada me sirve, madre.
Aprendí a contar y de nada me sirve, madre.
Nada me sirve de nada porque soy un niño negro.

-¡Pero si estás hecho de carne y hueso, hijo!
-¿De carne negra, madre?
-¡Ay!
-¿De huesos negros, madre?
-¡No! De huesos…

-Lo que tengo no me sirve de nada, madre.
Lo que doy no me sirve de nada, madre.
Lo que sueño no me sirve de nada, madre.
Nada me sirve de nada porque soy un niño negro.

-¡Pero si estás hecho de sangre, hijo!
-¿De sangre negra, madre?
-¡No! De sangre roja… Mira, como ésta… ¡Mírala! ¡Quieras o no, tienes que mirarla!

 

RAMÓN COTE

  

 

Panteón pagano

El catálogo melancólico de la memoria
Juan Luis Panero

  

Es serena y sagrada la lenta caí­da del sol
cuando el atardecer del verano detiene el tiempo
y su luz dorada acaricia como un ciego la superficie
de todas las cosas que están a su alcance,
reconociéndolas como suyas,
amándolas más que nunca con sus hábiles manos
de orfebre, livianas y puras, demorándose en ellas
como si fueran la más hermosa de sus filigranas.

El ejército rojo del sol final va incendiando los lí­mites
de toda la ciudad. Los muros de ladrillo antes solitarios
y anónimos, los altos edificios de cemento gris
y las inválidas cabinas telefónicas,
parecen por su fulgor acumulado monumentos que el verano eleva
a la altura de los templos, a la contundencia
metálica de lo eterno, como si todas las calles al atardecer
con sus rejas y vitrales y terrazas
se convirtieran en un enorme panteón pagano.

En la noche y a la distancia
la memoria y su tinta solitaria realizan
el catálogo melancólico de sus ruinas doradas,
desenterrando bajo los dí­as lo suyo de los veranos,
los dioses que también fueron suyos,
en la más desolada y ardiente de las profanaciones.

De la inútil reclamación por sus pertenencias
sólo queda un resto de polvo de oro entre las uñas
y por el aire un fugitivo perfume de magnolias.