sábado, 11 de marzo de 2017


VICENTE QUIRARTE




Encuentro con la nieve

A Nelson De Vega



Nevó toda la noche y amanece
la tierra inmaculada.
Quién pudiera decir que bajo el manto
prepara su verdor la primavera.
Si la pureza existe,
qué semejante es a la nieve:
hoja blanca cedida por el mundo
para probar que nada permanece.


ENRIQUE CASARAVILLA LEMOS




Signo



Mi vida está en los hombros
como está la de un Ángel en las alas.

Yo llevo los hombros desnudos,
desnudez en la que alguna estrella
con punta de fuego
pueda herir libremente,
y el aire divino
sin obstáculos correr
como sobre duro campo ciervo...
como el agua corre,
sobre la inclemencia potente
de desnudo mármol.



MANUEL CALVILLO




Segundo fragmento

Para Paul Blackburn



Hoy escribo su nombre, y él, mi perseguido, el implacable,
irrumpe, lo grita sordamente, y me enfrenta.
(Lo reconocí hace tiempo, a lo lejos, mudo y solitario
sobre el talud en la cima de la montaña,
lo reconocí una noche, jadeante y enconado a través del
desierto,
lo reconocí una mañana en Praga, a las puertas del Hrad,
en un mendigo edificante y astroso,
y otro día en un patíbulo de Madrid, consumido,
indomable ante la abyección y el tumulto.
Me llama hoy, como aquella tarde en los muelles de
Génova.

Quizá deba narrarlo.

Zarpamos. Su eminencia lucía cota, yelmo y espada, e
impartía suntuosas bendiciones hacia el bauprés.
La noche encendió los fuegos de San Telmo, y el
Mediterráneo bullía acuchillado por nuestra proa.
Lo trajeron al alba. Había destrozado con sus puños el
rostro de su compañero de banco y de cadena.
En el muelle, un día antes, oí gritar mi nombre desde la
fila de los galeotes. Y era él. Nos miramos Me
enfrentó sobre las cabezas sucias,
y sus ojos tenían una expresión insobornable de ansiedad
y rebelión.
La misma de aquel día, en otro mundo y en otro tiempo,
cuando esperó en lo alto de las fortificaciones, y era
el último,
no el sobreviviente, pero sí el último con el arco en la
mano, y me miraba, a través del incendio de la
destrucción, a través de toda esperanza me miraba
ascender,
y mi ejército y su pueblo nos miraban, y los muertos
fueron testigos.
Esculpido contra la luz me esperó.
Cuando llegué a él, me enfrentó en silencio, y su derrota
y mi victoria no existían en sus ojos.
A su lado, a unos pasos, la tarde sembraba el más bello
rostro de la doncella.
Sí, en los ojos de él no existían su derrota y mi victoria.
¡Nadie fue nunca investido de tal orgullo!
Me enfrentó, y me reconocía. Entonces la señaló, y en
su lengua extraña pronunció tierna y lentamente su
nombre. Ella y yo nos miramos, y la reconocí.
Después, como un dios proscrito se lanzó de lo alto sobre
las humeantes ruinas.
Esa noche, los hombres y las mujeres de su pueblo se
arrancaron los ojos.
Torné a mi padre, sin rehenes, sin botín ni trofeos, y él
nos contempló, a ella, a mí, en silencio;
convocó al pueblo e hizo ofrendas nocturnas en la luna
nueva, sacrificó siete jaguares al sol y una doncella
noble en el crepúsculo.
—Lavamos nuestros cuerpos con su sangre—,
y la tercera noche la poseí. Estuve en ella, en su frenética
docilidad, anegado en el humor ritual de su deseo.
En los escombros del Palacio de los Adivinos, cinco
estelas de piedra perpetúan esta historia, y la de mi
reinado, en la selva de Tabasco,
y mi perfil acuña el perfil del invicto en su perfil, el suyo
en la tarde última sobre las fortificaciones.
Lo trajeron al alba. Me decían su falso nombre y le
acusaban. Miré tan sólo su hombro izquierdo
el signo indeleble que llevo en el mío desde mi
nacimiento,
el de un nombre indescifrable y su linaje perseverante, tan
remoto como nuestra vocación de amor y
sufrimiento.
Ordené que desataran sus manos.
No rehuía mis ojos, y no obstante, lo descubrió bajo el
astrolabio –el camafeo de ónix y su rostro, el de ella.
Llevó una mano a su costado, hurgó, y con vehemente
lentitud tiró sobre mi mesa un tejo de obsidiana con
su rostro, también el de ella, en relieve,
y pronunció de nuevo, con obstinada y áspera ternura,
el mismo nombre, como en la tarde de su derrota y
de su muerte.
Él, que preservó su virginidad para el aniversario de las
Fundaciones y abdicó de su privilegio funeral para
entregarla a mi custodia,
emergía a través del océano y del tiempo con el estigma
de su renunciación, y no a demandarme sino a abolir,
en un designio más inclemente que todo cuanto yo
podía tolerar.
Una violencia inmemorial nos poseyó al acecho de nuestro
amor y de nuestra muerte.
Pero en el Mediterráneo, el alba, contra el Hado y el Azar,
ante él, a quien sólo el amor y la humillación intimidaban,
asumí para siempre nuestro irreconciliable destino.
Y no podía ceder.
Desde la puerta me enfrentó al partir, y le ahogaban su
orgullo y una salvaje resignación.
Yo no podía ceder.
Mi furia arrasó las islas y los puertos del Egeo bajo los
ineficaces exorcismos de Su Eminencia,
y entre sus agobiadas oraciones rescaté en Nicea la Túnica
inconsútil y en San Juan de Acre la venera perdida de
Godofredo.
Dejé a mi espalda la victoria y la devastación. Me precedía
la fama en su leyenda de crueldad y de coraje hacia
una gloria efímera.
Y regresé a ella, a mi lecho nocturno, a su cuerpo, a los
ritos secretos de nuestro amor, a nuestro deseo
incorruptible).
Hoy escribo su nombre, y él, mi perseguidor, irrumpe,
lo grita sordamente, y me enfrenta.
A vida y muerte en nuestro destino encarnizado, la
eternidad se consume un día más,
y no existe una hora para mi renuncia y la restitución.
Contra el Azar y el Hado, contra una piedad irredimible,
yo no puedo ceder.


(1966)


GUILLERMO FERNÁNDEZ




Esquema de viaje (I)



Sino la noche.
La persuasión viva y segura
de una locura silenciosa.

Por todos los caminos
—tuyos, míos, de nadie—
un sueño que perdió su rostro
en otro extraño y enemigo.

Aún palpita el sapo de la vida
consciente sólo en su soberbia de aire

Abriremos los ojos tras el día
como un vaho
en un cristal que no alcanzamos.


De: La palabra a solas



CÉSAR MORO




Renombre del amor



El amor dedica al amor
Los días sin lluvia
Y como debe ser los días de buen tiempo
Para el amor y sus preferencias
Al renombre del más viejo amor
A la lluvia de la palabra amor
Al único amor sin lamento sin dicha sin retorno
Al porvenir de los locos
A los sepultureros a los alegres compañeros de galera
Al punzante al quemante recuerdo del tatuaje
A mi querida muerte
A los que dudan todavía
A los tesoros de los ciegos
A las lágrimas
Al agua al viento al fuego al amor
Al tormento de fuego y de hielo
A los primeros acontecimientos que anunciarán la rebelión y
la sangre
A las sábanas de los crímenes pasionales
A las bellas sábanas de los suicidas
A la culata más tierna de lo que podía esperarse del revólver
A las separaciones que quitan hasta el aire
A las desgarradas mañanas de quien el amor rechaza
Al plomo de las balas
Para que los que no son tocados mueran
Como perros envenenados
A los dolores de los que despiertan
A las noches vacías
A mi vida perdida
A la pérdida sin lamento sin retorno sin dicha de la vida
Para que los que aman y se estancan en su felicidad
Se levanten y lancen las primeras maldiciones
Al huracán
A las mañanas más tristes que todo
Para borrar mejor mi nombre
Para sacudir el polvo y volver a ser polvo
Para maldecir los instantes supuestamente felices
Para el despertador cargado de pólvora
A las estatuas desnudas de noche
Al mármol perdido
Para tener un lecho de mármol
Para no tener tumba
A las señales de fuego del puñal
A los solos los únicos recuerdos sexuales
A la boca de piedra del amor
Al frío del agua en la noche
Para no volver a empezar
Al más tierno amor


Traducción de Guillermo Sucre



GONZALO ROJAS




Transtierro




1

Miro el aire en el aire, pasarán
estos años cuántos de viento sucio
debajo de los párpados cuántos
del exilio,


2

comeré tierra
de la tierra bajo las tablas
del cemento, me haré ojo,
oleaje me haré


3

parado
en la roca de la identidad, este
hueso y no otro me haré, esta
música mía córnea


4

por hueca.
parto
soy, parto seré,
parto, parto, parto.