domingo, 29 de enero de 2017


JOAQUIN PASOS




CUANDO LLEGUÉIS A VIEJOS, respetaréis la piedra,
si es que llegáis a viejos,
si es que entonces quedó alguna piedra.
Vuestros hijos amarán al viejo cobre,
al hierro fiel.
Recibiréis a los antiguos metales en el seno de vuestras
familias,
trataréis al noble plomo con la decencia que corresponde a
su carácter dulce;
os reconciliaréis con el zinc dándole un suave nombre;
con el bronce considerándolo como hermano del oro,
porque el oro no fue a la guerra por vosotros,
el oro se quedó, por vosotros, haciendo el papel del niño
mimado,
vestido de terciopelo, arropado, protegido por el resentido
acero...
Cuando lleguéis a viejos, respetaréis al oro,
si es que llegáis a viejos,
si es que entonces quedó algún oro.

El agua es la única eternidad de la sangre.
Su fuerza, hecha sangre. Su inquietud, hecha sangre.
Su violento anhelo de viento y cielo,
hecho sangre.
Mañana dirán que la sangre se hizo polvo,
mañana estará seca la sangre.
Ni sudor, ni lágrimas, ni orina
podrán llenar el hueco del corazón vacío.
Mañana envidiarán la bomba hidráulica de un inodoro
palpitante,
la constancia viva de un grifo,
el grueso líquido.
El río se encargará de los riñones destrozados
y en medio del desierto los huesos en cruz pedirán en vano
que regrese el agua a los cuerpos de los hombres.

Dadme un motor más fuerte que un corazón de hombre.
Dadme un cerebro de máquina que pueda ser agujereado
sin dolor.
Dadme por fuera un cuerpo de metal y por dentro otro
cuerpo de metal
igual al del soldado de plomo que no muere,
que no te pide, Señor, la gracia de no ser humillado por tus
obras,
como el soldado de carne blanducha, nuestro débil orgullo,
que por tu día ofrecerá la luz de sus ojos,
que por tu metal admitirá una bala en su pecho,
que por tu agua devolverá su sangre.
Y que quiere ser como un cuchillo al que no puede herir
otro cuchillo.

Esta cal de mi sangre incorporada a mi vida
será la cal de mi tumba incorporada a mi muerte,
porque aquí está el futuro envuelto en papel de estaño,
aquí está la ración humana en forma de pequeños ataúdes,
y la ametralladora sigue ardiendo de deseos
y a través de los siglos sigue fiel el amor del cuchillo a la
carne.
Y luego, decid si no ha sido abundante la cosecha de balas,
si los campos no están sembrados de bayonetas,
si no han reventado a su tiempo las granadas...
Decid si hay algún pozo, un hueco, un escondrijo
que no sea un fecundo nido de bombas robustas;
decid si este diluvio de fuego líquido
no es más hermoso y más terrible que el de Noé,
sin que haya un arca de acero que resista
ni un avión que regrese con la rama de olivo!

Vosotros, dominadores del cristal, he ahí vuestros vidrios
fundidos.
Vuestras casas de porcelana, vuestros trenes de mica,
vuestras lágrimas envueltas en celofán, vuestros corazones
de baquelita,
vuestros risibles y hediondos pies de hule,
todo se funde y corre al llamado de guerra de las cosas,
como se funde y se escapa con rencor el acero que ha
sostenido una estatua.

Los marineros están un poco excitados. Algo les turba su
viaje.
Se asoman a la borda y escudriñan el agua,
se asoman a la torre y escudriñan el aire.
Pero no hay nada.
No hay peces, ni olas, ni estrellas, ni pájaros.
Señor Capitán, ¿a dónde vamos?
Lo sabremos más tarde.
Cuando hayamos llegado.
Los marineros quieren lanzar el ancla,
los marineros quieren saber qué pasa.
Pero no es nada. Están un poco excitados.
El agua del mar tiene un sabor más amargo,
el viento del mar es demasiado pesado.
Y no camina el barco. Se quedó quieto en medio del viaje.
Los marineros se preguntan ¿qué pasa? con las manos,
han perdido el habla.
No pasa nada. Están un poco excitados.
Nunca volverá a pasar nada. Nunca lanzarán el ancla.

No había que buscarla en las cartas del naipe ni en los
juegos de la cábala.
En todas las cartas estaba, hasta en las de amor y en las
de navegar.
Todos los signos llevaban su signo.
Izaba su bandera sin color, fantasma de bandera para ser
pintada con colores de sangre de fantasma,
bandera que cuando flotaba al viento parecía que flotaba el
viento.
Iba y venía, iba en el venir, venía en el yendo, como que si
fuera viniendo.
Subía, y luego bajaba hasta en medio de la multitud y
besaba a cada hombre.
Acariciaba cada cosa con sus dedos suaves de sobadora de
marfil.
Cuando pasaba un tranvía, ella pasaba en el tranvía;
cuando pasaba una locomotora, ella iba sentada en la
trompa.
Pasaba ante el vidrio de todas las vitrinas,
sobre el río de todos los puentes,
por el cielo de todas las ventanas.
Era la misma vida que flota ciega en las calles como una
niebla borracha.
Estaba de pie junto a todas las paredes como un ejército
de mendigos,
era un diluvio en el aire.
Era tenaz, y también dulce, como el tiempo.

Con la opaca voz de un destrozado amor sin remedio,
con el hueco de un corazón fugitivo,
con la sombra del cuerpo,
con la sombra del alma, apenas sombra de vidrio,
con el espacio vacío de una mano sin dueño,
con los labios heridos,
con los párpados sin sueño,
con el pedazo de pecho donde está sembrado el musgo del
resentimiento
y el narciso,
con el hombro izquierdo,
con el hombro que carga las flores y el vino,
con las uñas que aún están adentro
y no han salido,
con el porvenir sin premio, con el pasado sin castigo,
con el aliento,
con el silbido,
con el último bocado de tiempo, con el último sorbo de
líquido,
con el último verso del último libro.
Y con lo que será ajeno. Y con lo que fue mío.

Somos la orquídea del acero,
florecimos en la trinchera como el moho sobre el filo de la
espada,
somos una vegetación de sangre.
Somos flores de carne que chorrean sangre,
somos la muerte recién podada
que florecerá muertes y más muertes hasta hacer un
inmenso jardín de muertes.

Como la enredadera púrpura de filosa raíz
que corta el corazón y se siembra en la fangosa sangre
y sube y baja según su peligrosa marea.
Así hemos inundado el pecho de los vivos,
somos la selva que avanza.

Somos la tierra presente. Vegetal y podrida.
Pantano corrompido que burbujea mariposas y arcoiris.
Donde tu cáscara se levanta están nuestros huesos llorosos,
nuestro dolor brillante en carne viva,
oh santa y hedionda tierra nuestra,
humus humanos.

Desde mi gris sube mi ávida mirada,
mi ojo viejo y tardo, ya encanecido,
desde el fondo de un vértigo lamoso
sin negro y sin color completamente ciego.
Asciendo como topo hacia un aire
que huele mi vista,
el ojo de mi olfato, y el murciélago
todo hecho de sonido.
Aquí la piedra es piedra, pero ni el tacto sordo
puede imaginar si vamos o venimos,
pero venimos, sí, desde mi fondo espeso,
pero vamos, ya lo sentimos, en los dedos podridos
y en esta cruel mudez que quiere cantar.

Como un súbito amanecer que la sangre dibuja
irrumpe el violento deseo de sufrir,
y luego el llanto fluyendo como la uña de la carne
y el rabioso corazón ladrando en la puerta.
Y en la puerta un cubo que se palpa
y un camino verde bajo los pies hasta el pozo,
hasta más hondo aún, hasta el agua,
y en el agua una palabra samaritana
hasta más hondo aún, hasta el beso.

Del mar opaco que me empuja
llevo en mi sangre el hueco de su ola,
el hueco de su huida,
un precipicio de sal aposentada.
Si algo traigo para decir, dispensadme,
en el bello camino lo he olvidado.
Por un descuido me comí la espuma,
perdonadme, que vengo enamorado.
Detrás de ti quedan ahora cosas despreocupadas, dulces.
Pájaros muertos, árboles sin riego.
Una hiedra marchita. Un olor de recuerdo.
No hay nada exacto, no hay nada malo ni bueno,
y parece que la vida se ha marchado hacia el país del
trueno.
Tú, que viste en un jarrón de flores el golpe de esta fuerza,
tú, la invitada al viento en fiesta,
tú, la dueña de una cotorra y un coche de ágiles ruedas,
tú que miraste a un caballo del tivovivo sobre la verja
y quedar sobre la grama como esperando que lo montasen
los niños de la escuela,
asiste ahora, con ojos pálidos, a esta naturaleza muerta.
Los frutos no maduran en este aire dormido
sino lentamente, de tal suerte que parecen marchitos,
y hasta los insectos se equivocan en esta primavera
sonámbula sin sentido.
La naturaleza tiene ausente a su marido.
No tienen ni fuerzas suficiente para morir las semillas del
cultivo
y su muerte se oye como el hilito de sangre que sale de
la boca del hombre herido.
Rosas solteronas, flores que parecen usadas en la fiesta
del olvido,
débil olor de tumbas, de hierbas que mueren sobre
mármoles inscritos.
Ni un solo grito. Ni siquiera la voz de un pájaro o de un niño
o el ruido de un bravo asesino con su cuchillo.

¡Qué dieras hoy por tener manchado de sangre el vestido!
¡Qué dieras por encontrar habitado algún nido!
¡Qué dieras porque sembraran en tu carne un hijo!

Por fin. Señor de los Ejércitos, he aquí el dolor supremo.
He aquí, sin lástimas, sin subterfugios, sin versos,
el dolor verdadero.
Por fin, Señor, he aquí frente a nosotros el dolor parado
en seco.

No es un dolor por los heridos ni por los muertos,
ni por la sangre derramada ni por la tierra llena de lamentos,
ni por las ciudades vacías de casas ni por los campos llenos
de huérfanos.
Es el dolor entero.

No pueden haber lágrimas ni duelo,
ni palabras ni recuerdos,
pues nada cabe ya dentro del pecho.
Todos los ruidos del mundo forman un gran silencio.
Todos los hombres del mundo forman un solo espectro.
En medio de este dolor, ¡soldado!, queda tu puesto
vacío o lleno.
Las vidas de los que quedan están con huecos,
tienen vacíos completos,
como si se hubieran sacado bocados de carne de sus
cuerpos.
Asómate a este boquete, a éste que tengo en el pecho,
para ver cielos e infiernos.
Mira mi cabeza hendida por millares de agujeros:
a través brilla un sol blanco, a través un astro negro.
Toca mi mano, esta mano que ayer sostuvo un acero:
puedes pasar, en el aire, a través de ella, tus dedos!
He aquí la ausencia del hombre, fuga de carne, de miedo,
días, cosas, almas, fuego.
Todo se quedó en el tiempo. Todo se quemó allá lejos.




BERTALICIA PERALTA




La única mujer



La única mujer que puede ser
es la que sabe que el sol para su vida empieza ahora

la que no derrama lágrimas sino dardos para
sembrar la alambrada de su territorio

la que no comete ruegos
la que opina y levanta su cabeza y agita su cuerpo
y es tierna sin vergüenza y dura sin odios

la que desaprende el alfabeto de la sumisión
y camina erguida

la que no le teme a la soledad porque siempre ha estado sola
la que deja pasar los alaridos grotescos de la violencia

y la ejecuta con gracia
la que se libera en el amor pleno
la que ama

la única mujer que puede ser la única
es la que dolorida y limpia decide por sí misma
salir de su prehistoria.




SUSANA CHÁVEZ




Cuerpo desierto



Algunos cargan mi cuerpo desierto
tras su espalda
como si fuera el sendero
un día cruzado hacía mí.
Mientras, me mezclo inclemente
con cenizas de todas las calmas
convirtiendome en mar de tormentas,
de huesos perdidos.
En algo indistinguible,
mitológico,
aún más errante que CRISTO,
que el llanto.
Más insolente que la ceguedad,
más enfebrecido que miembro erecto de perro,
más cotidiano que la mano dentro
de la falda infantil,
más prestado que el dinero.
Me convierto en pena clavada
        en carne vacía,
en perseguido persiguiéndote,
    cavador de gritos,
en habitante
de este cuerpo
desierto.



MARINA CENTENO





Soliloquio



Se gasta el agua de las ingles
atormentada en piedra
que se parte dulcísima en fragmentos

Nace un sonido libido en la atmosfera
que arranca el tuétano de la memoria
en prontitud de púrpura

El paisaje es danza de venado que aparea en soliloquio

Las moscas se entretienen en el aire –fugacidad de muerte-
en generosa vacilación de alas
con mieles esparcidas
por rotunda congregación de ritmos

El estallido busca la explanada para morirse en líquido

El rostro de los mil rostros que me ejercen
es una pausa brusca del instante
con poemas de júbilo en los labios


ROSA IGLESIAS






Cuando caen los ángeles


"Morirse a tiempo es consolador
cuando van cayendo los ángeles..."

R.I



Y así es cómo van los ángeles cayendo,
como siglos y siglos de bondades abortadas.
Pero hay una luz de sensibilidad
que mientras transcurre, silba.
Yo me quisiera morir muy despacito a veces...
Como un pajarillo triste,
como un halo de vapor que se disipa
en su propia levedad
para ser causalidad del aire.
Pero es esta pesadez en el alma,
este plomo de gravedad y de sombra
el que va aceptando su nueva densidad
de piedra...
Si al menos pudiera alguien decirme
cuál es el peso exacto de la oscuridad
o el calibre de la nubes cuando sufren
penitencias de lastre y acero.
Perdonadme si me agobio
por tener que admitir, que la verdad
no es siempre una valentía útil,
que la he visto sangrar
en manos de iconoclastas obtusos,
que aunque la divisé gloriosa, elevándose
con vuelos arriesgados
también la vi caer, precipitándose inservible,
contra las terribles aristas de algún corazón de roca.
Pero ya no hay necesidad de llorar
inconsolables por ella
ni existe otra expectativa prioritaria
que la de aprender a asumir la libertad,
del mismo modo
que aun aprenden los niños
a colisionar con la muerte.






JOSÉ ÁNGEL VALENTE




Ahora, amiga mía...



Ahora, amiga mía
que una flor de papel preside el aire,
que el aire se deshace en dulces pétalos
de jadeante miel en tus rodillas,
ahora que no hablamos del otoño
ya nunca más
para no tropezar con tu mirada,
ahora que te adentras por la vida,
ligera, según dices,
desposeída al fin de prejuicios,
ideas recibidas, tiempo estéril,
incomprensibles normas y principios,
ay -ahora
que la virginidad navega todavía
como un barco vacío por oscuros telares,
por intactos desvanes y sueños sin sentido,
qué hacer en medio de la tarde,
cómo entregarse sin terror de pronto
y cómo confesar que detrás de tu lecho
odiosa la inocencia,
inservibles los claros pensamientos,
traicionan palabras aprendidas
en revistas de moda, tópicos de vanguardia,
digo, tópicos que tan libre te hacen,
aunque no de ti misma,
aunque no de tu vientre inopinado
donde súbito baja,
feroz y sofocante, el duro golpe
del corazón.

Qué tierna insensatez la de estar solos,
la del estremecimiento vergonzoso
ante la voz del hombre
Y el no estar a la altura de las propias palabras
con esfuerzo aprendidas,
pues ahora
bien sencillo sería el acto del amor
sin aquel eco
soez de sumergidas tradiciones
no expurgadas a tiempo,
ahora que la misma indiferencia
de las frases audaces y ante oídas
del loro varonil tan propicia parece,
si la conversación no fuera ya pretexto,
argumento de un miedo mal oculto
a no saber qué hacer en este trance.

Demasiado tarde vuelves
a recaer en frases y agudezas,
mientras escondes el temblor que sube,
absurdamente provinciano y burdo,
de niña de agua dulce,
desusada y antigua, hasta tus labios,
mientras repites al pic-up la misma
canción francesa que nos gusta tanto,
que nos hace sentir más al corriente,
casi no necios ni burgueses tristes.

Qué fácil fuera ahora desnudarse,
dejar caer el velo simplemente
sin el terror oscuro que te ata
a los núbiles senos,
qué fácil fuera acaso si no fuera
por la flor jadeante de papel amarillo
que preside la tarde,
por el desasosiego súbito que oprime
hasta el dolor tu tímida cintura
por la imposible confesión aciaga
de tu añeja inocencia,
por el urbano gesto
de loro aclimatado a otras regiones
con que el varón disfraza su animal procedencia,
por los pasos de alguien que se acerca,
por el timbre que suena
como un ángel guardián ( te ruboriza
sin poder evitarlo el pensamiento )
y la ocasión disuelve, mientras tú más segura
recuperas ingenio y frases hechas,
piensas que, al fin y al cabo, volverá a repetirse,
prefabricada como es, y entonces
no dudarás en entregarte,
entonces-
es decir, sin que llegue
el deseo a pasión ni la pasión a amor
ni el hálito terrible del amor
al abrasado borde de tu cuerpo.