sábado, 24 de febrero de 2018


JAIME TORRES BODET





Civilización



Un hombre muere en mí siempre que un hombre
muere en cualquier lugar, asesinado
por el miedo y la prisa de otros hombres.

Un hombre como yo; durante meses
en las entrañas de una madre oculto;
nacido, como yo,
entre esperanzas y entre lágrimas,
y -como yo- feliz de haber sufrido,
triste de haber gozado,
hecho de sangre y sal y tiempo y sueño.

Un hombre que anheló ser más que un hombre
y que, de pronto, un día comprendió
el valor que tendría la existencia
si todos cuantos viven
fuesen, en realidad, hombres enhiestos,
capaces de legar sin amargura
lo que todos dejamos
a los próximos hombres:
El amor, las mujeres, los crepúsculos,
la luna, el mar, el sol, las sementeras,
el frío de la piña rebanada
sobre el plato de laca de un otoño,
el alba de unos ojos,
el litoral de una sonrisa
y, en todo lo que viene y lo que pasa,
el ansia de encontrar
la dimensión de una verdad completa.

Un hombre muere en mí siempre que en Asia,
o en la margen de un río
de África o de América,
o en el jardín de una ciudad de Europa,
una bala de hombre mata a un hombre.

Y su muerte deshace
todo lo que pensé haber levantado
en mí sobre sillares permanentes:
La confianza en mis héroes,
mi afición a callar bajo los pinos,
el orgullo que tuve de ser hombre
al oír -en Platón- morir a Sócrates,
y hasta el sabor del agua, y hasta el claro
júbilo de saber
que dos y dos son cuatro...

Porque de nuevo todo es puesto en duda,
todo se interroga de nuevo
y deja mil preguntas sin respuesta
en la hora en que el hombre
penetra -a mano armada-
en la vida indefensa de otros hombres.
Súbitamente arteras,
las raíces del ser nos estrangulan.

Y nada está seguro de sí mismo
-ni en la semilla en germen,
ni en la aurora la alondra,
ni en la roca el diamante,
ni en la compacta oscuridad la estrella,
¡cuando hay hombres que amasan
el pan de su victoria
con el polvo sangriento de otros hombres!


IBN ZAYDUN





Cásida LX



Cuando al romper el día nos encontraos en la despedida,
las banderas ondeando en el patio del palacio,
reunidas las tropas de corceles, los címbalos
resonando, y aparecieron las señales de la separación,
lloramos sangre, como si nuestros ojos
con lágrimas tan rojas estuvieran cubiertos de heridas.
Esperábamos el regreso después de un plazo breve,
pero ¡cómo si ya nos parecía largo!


—Ibn Zaydún (m. 463 h / 1070 n.e.) Córdoba—



JOSÉ MANUEL CABALLERO





A batallas de amor, campo de plumas



Ningún vestigio tan inconsolable
como el que deja un cuerpo
entre las sábanas
                             y más
cuando la lasitud de la memoria
ocupa un espacio mayor
del que razonablemente le corresponde.

Linda el amanecer con la almohada
y algo jadea cerca, acaso un último
estertor adherido
a la carne, la otra vez adversaria
emanación del tedio estacionándose
entre los utensilios de la noche.

Despierta, ya es de día, mira
los restos del naufragio
bruscamente esparcidos
en la vidriosa linde del insomnio.

Sólo es un pacto a veces, una tregua
ungida de sudor, la extenuante
reconstrucción del sitio
donde estuvo asediado el taciturno
material del deseo.

                              Rastros
hostiles reptan entre un cúmulo
de trofeos y escorias, amortiguan
la inerme acometida de los cuerpos.
A batallas de amor campo de plumas.



HILARION CABRISAS





Sed de ti



¡Qué sed tengo de ti!  Eres la fuente
que corre cristalina ante mis ojos,
y son inútiles mis brazos flojos
para hacer que se tuerza la corriente.

Inútilmente domo mis antojos,
y trato de olvidarte inútilmente:
sueña mi mente con tu tersa frente
y con el vino de tus labios rojos.

¿Qué daño habré hecho yo, que en mi camino
todo me llega tarde? Si es mí sino
cargar el fardo de mi vida trunca,

¡que no te vuelva a ver! Yo te lo pido
por Dios... ¡Cuánto mejor hubiera sido
que no te hubiera conocido nunca!


ANASTASIO DE OCHOA





Carta


A una persona de confianza.



De aquí de este lugar donde me aleja
Enemiga fortuna,
Te mando la salud, que a mí me deja;
No porque de importuna
Enfermedad el flaco cuerpo sienta
Dañado en parte alguna;
Mas porque la tristeza macilenta,
Que tiene aquí su asiento,
Más que horas tiene el día me atormenta.
Sumido en mi aposento,
Cual si fuera filósofo sesudo,
Todo soy pensamiento.
Y es mi silencio tanto que ya dudo
Si el hablar se me olvide,
Y venga con el tiempo a quedar mudo.
No el hablar se me impide,
Más que callado lleve siempre el pico
La soledad lo pide.
No hay quien hable conmigo, y te suplico,
Si no quieres que muera,
Que para hablar me mandes un perico.
Dirás que bien pudiera
Salir de casa, pues hacerlo puedo,
Y divertirme afuera:
Te engañas, que por fuerza me estoy quedo,
Y si salir procuro,
Al intentarlo vuélvome de miedo.
Además te aseguro
Que a clausura tan lóbrega me obliga
El frio aquí seguro.
Cual encerrada y temerosa hormiga
Que asoma al agujero,
Descontenta, y del ocio poco amiga,
Queriendo del granero
Salir, más viendo el cielo muy opaco
Tórnase á su hormiguero;
Así yo a veces la cabeza saco
De mi estrecha morada,
Por ver si fuera, mi tristeza aplaco;


RAMON DE CAMPOAMOR





Los dos miedos




Al comenzar la noche de aquel día,
ella, lejos de mí,
«¿Por qué te acercas tanto? - me decía -,
¡Tengo miedo de ti!»

II 

Y, después que la noche hubo pasado,
dijo, cerca de mí:
«¿Por qué te alejas tanto de mi lado?
¡Tengo miedo sin ti!»