En la vieja historia
(Una versión libre de
lo que ya se conoce)
al maestro Rafael
Lara-Martínez
En
aquellos días
yo era un pipil medio tranquilo en el Señorío de Cuzcatlán.
Dedicado al cultivo de maíz de lunes a viernes
y a la pesca los fines de semana.
Descansando a la sombra de un guanacaste me veían
preocupado nada más por terremotos,
inundaciones y alguna que otra erupción inoportuna.
Mi padre era de Xilopango
y mi madre de Yopicalco, para mejor referencia: del Centro;
dedicados a la guerra
y a la casa, respectivamente.
Me educaron con la sabiduría de la tierra
y el misterio de los astros.
Pero a mí
me decían cosas más importantes el viento
y las hormigas muertas a la orilla de las piedras.
A mí me decía más… el humo de mi hierba.
Tuve un hermano:
Topilzin, oruga cósmica.
Buen tipo, nada pedante,
muy simpático en las reuniones y ceremonias.
Guerreaba como nuestro padre.
Aunque muy cerca del templo mayor
tenía un negocio clandestino de chicha y otras aguas locas.
Pobre hermano que tuve.
“Soy muy sano”, me decía; me decía: “soy muy fuerte”.
Al pobre hermano mío que tuve
se lo llevó, entre agonías, la terrible viruela de Tenochtitlan.
En verano
llegaban las fiestas a la comarca.
¡Ah, qué tiempos!
El maíz brotaba
y brotaba con él la música y la danza,
y en ocasiones,
se organizaban torneos relámpagos:
el juego de pelota era a muerte.
Algunos de mis amigos
se dedicaban a sacarle lucro a las artesanías:
jarrones, vasijas, taparrabos importados;
collares y pulseras: todo era buen negocio;
otros compas, daban plumas de quetzal raza pura
a cacao y medio. toda una ganga.
Constantemente me escapaba de casa
e iba a ver las estrellas en el firmamento;
me hablaban mis ancestros en la voz de las lechuzas y jaguares,
pero a mí me decían cosas más importantes el viento
y el humo de mi hierba.
Por último:
nunca creí en los dioses,
iba a los rituales solo a ver a mi vecina.
Soñaba con ella echado en la mano de las flores,
escribía a sus ojos de pájaro dormido
en hojas que una hoguera hacía del sueño de nuestra huida.
“Hija de cacique no se queda con gato de monte”,
me dijo el tata y no entendí por las buenas.
Nunca creí en dioses, repito,
hasta que me enamoré de aquella mujer de cielo.
Y rogué a los dioses por quedarme con ella.
Y de escondidas nos vimos cierta tarde
a orillas del hermoso y cristalino Acelhuat(e)
Ella, adornada con plumas de torogoz y de cenzontle,
nos vimos a espaldas de todo su linaje.
Cuando se hizo de noche tomé su mano.
Y los dioses me escucharon
porque ella escuchó mi corazón,
pero me dijo, contenta, complacida, muy emocionada:
“No puedo quedarme contigo
Óscar Cacahuaitique, amor mío,
¡¡¡mañana me sacrifican!!!
De aquellos días
ya no queda nada para mis sueños.
Ese cielo de mi mundo
es ceniza violenta del mañana.
Ayer llegó un tal Pedro de Alvarado
a poner su franquicia de hamburguesas y papitas fritas.
Todos se han largado a las montañas y a los cerros.
Por mi parte, dejo las palabras de esta vieja historia
en el oído del viento que tanto me ha dicho,
que tanto me ha confiado,
y me voy en cayuco por el río,
escapando maldito
de esta tierra maldita.