domingo, 16 de junio de 2013

RENATO SALES HEREDIA





Instrucciones para ver a superávit, bailarina:



Guarda el silencio de la caja del muerto,
enciéndelo rodeado de niños,
un viento de arándanos deletreará despacio
la ramadura de los clips. Silencio.
Superavit baila desnuda,
cinco veces abril mira su mano izquierda
para prenderla de ese vidrio azulado.

El aire se celebra en el latido de la tierra dispuesta;
detrás han quedado los valles,
ese verde esplendor.

Baila el apetito es un incendio calculado,
una variedad del soplete
en la nave de los hechizos que se hunde,
se prende a ella, vendida a los dioses,
a los reyes, a los mudos palafreneros
Y a los castos mecánicos de las leguas.

En las islas extrañas
ofrece siete veces siete sus encantos:
ahí venden los que vienen a pedir,
ahí se venden,
ahí se ven.

De: Para que partan los pájaros
Traducción de Felipe Sentelhas
 


DELMIRA AGUSTINI





El arroyo



¿Te acuerdas?
El arroyo fue la serpiente buena...
Yo muero extrañamente...
No me mata la Vida,
¿Te acuerdas?
El arroyo fue la serpiente buena...
Fluía triste y triste como un llanto de ciego
cuando en las piedras grises
donde arraiga la pena
como un inmenso lirio se levantó tu ruego.
Mi corazón, la piedra más gris y más serena,
despertó en la caricia de la corriente y luego
sintió cómo la tarde, con manos de agarena,
prendía sobre él una rosa de fuego.
Y mientras la serpiente del arroyo blandía
el veneno divino de la melancolía,
tocada de crepúsculo me abrumó tu cabeza,
la coroné de un beso fatal, en la corriente
vi pasar un cadáver de fuego... Y locamente
me derrumbó en tu abrazo profundo la tristeza.



JULIÁN DEL CASAL



  
5. Pax animae



No me habléis más de dichas terrenales
que no ansío gustar. Está ya muerto
mi corazón, y en su recinto abierto
sólo entrarán los cuervos sepulcrales.

Del pasado no llevo las señales
y a veces de que existo no estoy cierto,
porque es la vida para mí un desierto
poblado de figuras espectrales.

No veo más que un astro oscurecido
por brumas de crepúsculo lluvioso,
y, entre el silencio de sopor profundo,

tan sólo llega a percibir mi oído
algo extraño y confuso y misterioso
que me arrastra muy lejos de este mundo.



ANTONIA TORRES





Notas para el reencuentro


I

El despunte de tu rostro en la ventana
(una quebrada de Valparaíso al fondo)
es un gesto de romanticismo,
aquí en Valdivia o en cualquier parte.
El aire es uno solo entre las dos ciudades
y tu barba oxidada,
el viento marino quizás,
es la más bella poda de otoño a la que haya asistido.

II

Como tarde de domingo
entre café y los libros de siempre
un viento que trae pastosas canciones
(un viento literario, por cierto) lo desordena todo.
La vieja memoria confunde
tus recuerdos y los míos; un poco de nostalgia,
el cóctel perfecto.

III

La plaza es una fotografía
(la intervención de lo real)
el desembarco en la ciudad-puerto de los encuentros
mi hombre-muelle en quien llevar a cabo
la puesta en escena de esas metáforas
que imagino en mis viajes (imaginarios también),
algunas figuras de una retórica manoseada
(como las bancas del muelle)
que ensayo en mis sueños hasta el cansancio
la ansiedad de atracar en ti
fondear, primero, tu desánimo
y allí
en el centro,
otra vez,
recrear en la materialidad del abrazo
el lugar del poema.

De “Las estaciones aéreas”



ROSA LENTINI





Simbiosis



1

En tu oscuro rostro
muerte y hambre
se entretejen, madre,
pero basta un golpe
de tu mano hincada
para levantarnos de la fosa.

2

Nos roba quien nos mide,
nos vuelve el rumor
del poema que fuimos,
te detienes,
y al borde de la ciénaga
eternamente indefensa resbalas,
infinitamente engalanada,
desciendes como en un arpegio
que se adentra,
círculos que se disuelven,
y sin estatura
yo hacia ti a punto de morir,
solo una piel abajo,
escapando por poco de la infancia,
librando casi la acometida
donde otros se despeñan.

3

Y para no abandonar del todo
el peligro corro a tu lado,
mientras te deslizas
desde hace siglos
como quien retira la mesa,
una alargada figura
melancólica
rueda
en la arena.

4

Las cintas y la carne
más y más pesadas
-los extremos deshilachados-,
velos que beben en tus ojos;
ahora dibujo en oro
como grandes monedas
tus párpados,
quiero pintar el paraíso:
arco-iris, arco-iris,
y hacer de tu cintura
un camuflaje
con la espuma
de las conchas.

5

Achicaré el agua
para darte de beber
el sol de las arenas,
las retorcidas raíces
de los manglares
un fondo ornamental
que se te parece
y el peso de la noche
demasiado real,
incluso las llaves
en tu interior están echadas;
sube pequeña sombra,
mi muerta preferida,
una voz con una cuerda
hacia el polvo,
vuela, desaparece
donde nadie más
pueda herirla.


De “El veneno y la piedra”


RAFAEL DE LEÓN




Romance de aquel hijo



Hubiera podido ser
hermoso como un jacinto
con tus ojos y tu boca
y tu piel color de trigo,
pero con un corazón
grande y loco como el mío.

Hubiera podido ir,
las tardes de los domingos,
de mi mano y de la tuya,
con su traje de marino,
luciendo un ancla en el brazo
y en la gorra un nombre antiguo.

Hubiera salido a ti
en lo dulce y en lo vivo,
en lo abierto de la risa
y en lo claro del instinto,
y a mí... tal vez que saliese
en lo triste y en lo lírico,
y en esta torpe manera
de verlo todo distinto.

¡Ay, qué cuarto con juguetes,
amor, hubiera tenido!...
Tres caballos, dos espadas,
un carro verde de pino,
un tren con cuatro estaciones,
un barco, un pájaro, un nido,
y cien soldados de plomo,
de plata y oro vestidos.

¡Ay, qué cuarto con juguetes,
amor, hubiera tenido!...

¿Te acuerdas de aquella tarde,
bajo el verde de los pinos,
que me dijiste: -- ¡Qué gloria
cuando tengamos un hijo!?
Y temblaba tu cintura
como un palomo cautivo,
y nueve lunas de sombra
brillaban en tu delirio.

Yo te escuchaba, lejano,
entre mis versos perdido,
pero sentí por la espalda
correr un escalofrío,
y repetí como un eco:
-¡Cuando tengamos un hijo!...

Tú, entre sueños, ya cantabas
nanas de sierra y tomillo,
e ibas lavando pañales
por las orillas de un río.
Yo, arquitecto de ilusiones
levantaba en equilibrio
una torre de esperanzas
con un balcón de suspiros.

¡Ay, qué gloria, amor, qué gloria
cuando tengamos un hijo!...

En tu cómoda de cedro
nuestro ajuar se quedó frío,
entre azucena y manzana,
entre romero y membrillo.
¡Qué pálidos los encajes!
¡Qué sin gracia los vestidos!
¡Qué sin olor los pañuelos
y qué sin sangre el cariño!

Tu velo blanco de novia,
-por tu olvido y por mi olvido-
fue un camino de Santiago,
doloroso y amarillo.
Tú te has casado con otro,
yo con otra hice lo mismo...

Juramentos y palabras
están secos y marchitos
en un antiguo almanaque
sin sábados ni domingos.
Ahora bajas al paseo,
rodeada de tus hijos,
dando el brazo a... la levita
que se pone tu marido.
Te llaman... ¡doña Manuela!;
usas guantes y abanico,
y tres papadas te cortan
en la garganta el suspiro.

Nos saludamos de lejos,
como dos desconocidos;
tu marido sube y baja
la chistera; yo me inclino,
y tú sonríes sin gana,
de un modo triste y ridículo.

Pero yo no me hago cargo
de que hemos envejecido,
porque te sigo queriendo
igual o más que al principio,
y te veo como entonces,
con tu cintura de lirio,
un jazmín entre los dientes,
y la color como el trigo
y aquella voz que decía:
-¡Cuando tengamos un hijo!...-

Y en esas tardes de lluvia,
cuando mueves los bolillos,
y yo paso por tu calle
con mi pena y con mi libro
dices, con miedo, entre sombras,
arropada en el visillo:
-¡Ay, si yo con ese hombre
hubiera tenido un hijo!..."