viernes, 17 de marzo de 2017


VICENTE QUIRARTE




Preludio para desnudar a una mujer



Que esté, de preferencia, muy vestida.
Por eso es importante que las medias
sigan cada contorno de sus muslos; que disfruten
la pericia, el estilo del tornero
que supo darles curva de manzana,
maduración de fruto al punto de caída.
Goza de la tela perfumada
encima de los jabones y los ríos.
Acaríciala encima: su vestido
es la piel que ha elegido para darte.
Primero las caderas:
es la estación donde mejor preparas
el viaje y sus sorpresas. Cierra los ojos.
Ya has pasado el estrecho peligroso
que los manuales llaman la cintura
y tus manos se cierran en los pechos:
cómo saben mirar, las ciegas sabias,
el encaje barroco de la cárcel
que apenas aprisiona dos venados
encendidos al ritmo de la sangre.
Si los broches y el tiempo lo permiten,
anula esa defensa: mientras miran sus ojos
deslízale el sostén. Y si protesta,
es tiempo de estrecharla.
Acércala a tu boca y en su oído
dile de las palabras que son mutuas.
En un ritmo creciente, pero lento,
trabaja con los cierres, las hebillas,
los bastiones postreros de la plaza.
Aléjate y admírala: es un fruto
que pronto será parte de tu cuerpo
y tu sed de morderla es tan urgente
como la del fruto que anhela ser comido.
Has esperado mucho
y tienes derecho a la violencia.
Deja que la batalla continúe
y que el amor condene a quien claudique.


ENRIQUE CASARAVILLA LEMOS




El patio extraño



—Yo tengo el patio solitario
de densa piedra no mirada...

Que en él desciendan los demonios...

Ni una flor —vaga vejez; sin nada...

(arde un planeta contra un pilar!)

Liso y abierto —sin sombrero—
que habituar sepa a los demonios
que surgen bajo el firmamento.



MANUEL CALVILLO



  
Apuntes

Para Manuel Quijano Narezo



¿Decir lo sé?
Aquí y en esta hora, cuando una figura, uno entre los setenta y ocho naipes, entre los cincuenta y seis o entre los cuarenta y ocho, un as, ¿importa?
¿Florear las cartas o esperar a espadas, pique, grun, espadas?
Sí, y al fin en la mano, en las manos entre el índice y el pulgar como una forma en el instante de la
consagración, frente a un saldo de fichas negras,
blancas, rojas, verdes.

Sí, tal vez.

Tirarlo sobre la mesa y musitar el epitafio: se acabó, al carajo. Y recoges las últimas posturas –nuestros restos– se dice.
Afuera, a través de los nublados cristales, un día más e inmutable la aurora de hermosas trenzas, como otro día cualquiera, como aquél en los cerros dorados del otoño después de la tempestad en las playas de Esqueria.
Más, ¿a qué mencionarlo?
Yo, el ganador, recojo los restos con el mismo habitual y moroso ademán.
El precio de unas horas, si para todas hay alguno superior a treinta monedas.
Y de nuevo un día más y un día menos, para discurrir clandestino bajo un nombre y un oficio honorables y precarios.
¿Pero hasta cuándo?
Y recuerdo.
Alcinoo pregunta, o su Católica y Real Majestad,
o nadie.
Las relaciones de los vencidos, algunos libros sagrados, las historias narradas por un ciego y otras relegadas de amor y fortuna, rinden en parte el testimonio.
Un solitario autobús acelera hacia el norte, se propaga el gorjeo de los pájaros en la alameda. Al oriente las torres alineadas y la cúpula de la catedral se perfilan en gris y en acero los volcanes. A mi espalda me dicen adiós y golpean la puerta.
Un soplo frío y puro llega por la ventana. Aunque en verdad nada concluye en una hora, en una fecha, o nunca, volvemos hoy como otro día, ayer, al azar –respetando la volte, e triste impera...
Al fin del último crucero, olvidado de cuanto padecí, bajo su protección y la del dios de los suplicantes, en la playa y a la vista del olivo frondoso, el día de mi retorno era ya el extranjero.
Lo fui después de encontrarme en tus ojos una tarde de Ea, y desde antes, en aquellos días cuando ostentamos nuestra furia, nuestra indigencia y nuestra astucia ante los inaccesibles muros.
Otro día, el de la noche que cayó sobre nosotros en Hadeby, vimos partir mi nave –con tu rostro y tus senos esculpidos en la proa– hacia el norte, su vela amarilla en el crepúsculo, y llegar del occidente y el sur al enemigo.
En la ciudadela nadie sobrevivió, y la empuñadura de mi espada con su Jelling permanece aún como trofeo en un distante sepulcro normando en la costa de Sussex.
A través del olvido y la esperanza, de la violencia, la gloria y el desastre, apenas y siempre una única y antigua historia de amor.
De Babilonia a Cincinnati y a Ceylán y el acaso, yo, el desertor, este resto de mí, llegó para ascender de nuevo por los peldaños hacia tus ojos.
Mas, cómo reconocernos después de borrar nuestros rostros y sólo recordar una melodía –la dices cuando extraña para ti misma, yacente, perezosa, la escuchas y te abandonas.
Y no obstante, turbada en el silencio y desnuda ante el espejo, esperas, como en Ur y en Jerusalén una noche
de saqueo y revelaciones, como en Cartago y en
Tenochtitlan a la sombra de mi destino, como otras, y
quizá como una víspera de Navidad en México.

Alguna vez decías: I have remembrances of yours
That I have long longed to
redeliver

Y erigida en ti lo demandabas ante mi postración y mi extravío.
Hoy, bajo la fría lámina de estaño del horizonte,
lívidos por las calles destellan el carbón y el mercurio en
los hilos de la madeja, donde ciertamente no existe una
salida sino todas las salidas hacia ninguna parte.
Sobre el laberinto el tiempo se cierra.
En la esquina
de Madero y Letrán, de espaldas contra el muro de
cemento, yergue el rostro desde su fatiga de siglos, y
a través del smog frío del crepúsculo se ilumina bajo el
mechón hirsuto y ralo.
Su voz hipa las vacuas cifras de la fortuna.
Ofrece
los dones de la incertidumbre y no más una máscara de oro al usurpador.
Su mano sarmentosa blande los verdes billetes de la lotería bajo incoherentes salmodias.
Y en sus ojos,
como antes, veo los pertinaces fulgores,
al sol y entre el polvo y los
escudos de pluma, y en la penumbra a orillas del
Usumacinta velando la fresca piel de una cautiva púber,
con su mano, la mía, sobre el terso vientre,
y en
lo postrero de aquellos días, los de la abolición y las
profanaciones, en la noche última, en la hora de la
aniquilación no en la de la renuncia, y de nuevo, aquí,
sobreviviente a su propio funeral sin preservar su olvi-do.
Nuestros ojos se encuentran,
y me conmina.
En el centro del círculo, en el ápice de la noche el día del solsticio, en un silencio incandescente sobre las yemas de los dedos, pronunciamos un nombre como un eco o una cifra, como una efigie, como un rostro inescrutable, y en ese instante, en éste, sabemos.
Porque todo está previsto,
tú y yo entre ellos, a salvo de la amenaza y el riesgo de su felicidad o su desprecio y su condenación, conmovidos, impuros, repudiando sus redenciones, cumpliendo
nuestra sola perseverancia.
Mas no escuches, recuerda.
Una palabra en el ávido enjambre, una entre las setenta y ocho veces setenta y ocho, entre las cincuenta y seis veces cincuenta y seis o entre las cuarenta y ocho veces cuarenta y ocho de cada una posible, inmemorial y súbita.
La espero y acecho hasta su captura
para pronunciarla y jugar con ella nuestra predestinación.
Si, respetando la volte... a una palabra, la primera y la última en su consumación y holocausto, entre el índice y el pulgar como quien la consagra

GUILLERMO FERNÁNDEZ




La palabra a solas



I

Algo se mueve en tu cansancio,
algo. Y no lo crees. La misma espina blanda
en el alto palomar de la zozobra,
la desnudez interna
—torre de marfil, agua del alba,
orilla del deseo, columna del poema.

Invisible, rumor de hierba,
sientes crecer su paso entre los muros,
dialogando consigo. No el paso que conoces,
como el hombre, a solas,
sino el eco de tus pasos tras los suyos,
la sombra que no vive sin su sombra.

(La ausencia es un monstruo adormecido
en lo más hondo de tu antigua noria.)

Este temblor sagrado —lo sabes—
es el viento ya visible de sus pasos,
el movimiento de su ser
o de las estaciones que sorprendes
y ensilas para mirarlas a solas.

Algo se mueve en tu memoria…
"Recuerdas aquel atardecer en la avenida,
tierna aún la noche, en el jardín del Carmen."

Contigo fue la hora atardecida,
el espanto de no saberte solo
frente a la ventana abierta a un horizonte sin colinas.

Algo se mueve.
Óyela venir
habitando el hueco inmenso de la hora,
el día interminable a solas.

Esta gracia —di— no la esperabas.
Lo vivido termia aquí,
el cansancio de estar cansado
oyendo los ladridos de los perros
si tu ternura fue más allá de la ventana.

No te preguntas más
quién va cambiando el rostro de las cosas,
quién canta esta canción desconocida
a la pluma incansable y mediodía:
el tiempo existe fuera de tus párpados.

Di que el ave florece
bajo un árbol imposible,
que el espejo ha dejado de mirarse
a sí mismo. Di, canta al arcángel,
a la espesura transparente de su cuerpo,
al henil que te aguarda para el fin del viaje.

A mano abierta, deslumbrante,
esta otra y misma primavera
que se abre paso entre los muertos,
reintegra eternidad al sueño.


II

Habita tu memoria ese silencio
derramado sobre la casa a oscuras.
De otros tiempos imágenes concitan
a la gótica danza del insomnio.
La hora es una cueva submarina
donde yerra un ejército de sombras olvidadas.

No sabes en qué rumbo de tu cuerpo
duele la espina vaga de tu infancia
que huyó, como las nubes, a la nada.

Traspuesta ya la linde de su manso imperio,
bajo un sol ignorado, te remuerde
el tiempo que has vivido entre tus muertos;
las mariposas yertas cuando el alba
sorprendió tu tristeza en la ventana
insomne y sola en la impiedad del viento.

Húmedo aún del río envejecido,
la sal entre la herida travesía,
la fidelidad noble con su empeño
en traducir el largo memorial
de su caída, viva en sus tatuajes;
libre ya de sus aguas ateridas
y el engaño vernal de sus reflejos,
tu oído crea su orilla a tu deseo:

Tú, mi tierna verdad, poema mío,
alientas hondo y suave bajo el sueño
en la alcoba contigua. Un puente angosto
resplandece su viaje entre la sombra,
hacia el lirio, corola de tu aire
ya intocable, final puerto de escala.

Si pudieras oírme, te diría:

"La eternidad es tierna
cuando miro tu piel de hierba fina
que en las luces del sueño se rebana;
yo estaré contigo
cuando la luz levante sus andamios
en la llanura azul de la mañana."

Yo soy el embozado destino de tu sangre,
el último pabilo que habrá de consumirse
tras el sencillo andar de tu mirada.


III

Afuera, la segura lentitud
del alba desembarca en la aridez
de la ciudad aún dormida entre sus ruinas.

Sólo al alcance de tu oído
sientes que el tiempo no transcurre
bajo la lluvia casi ausente
en este amanecer de rostro envejecido.

Dentro, sobre tu sola muerte, un mismo mundo.
Dos lagos ya como aires ateridos
contra el tiempo de nadie: tuyo.

La soledad de que me hablas
está rodeada por su muro,
en su límite de viento endurecido,
mas claro y largo como el desencanto.
Di que tu voz se afila en su sombra,
en ésa, amada sobre todo.
Cogida de su mano reconoce
sus propias huellas en las suyas,
en un mismo camino a solas.

Le hablas. Irremediablemente escucha.
No ignoras que sus ojos son ahora
una vaga violeta sumergida
en el secreto ensimismado de una loma,
bajo la mano oscura de otra vida.

Otra se mueve en ti, en tu memoria.
La breve eternidad de un surtidor
en su columna de agua clara y alta,
caída en el hondón amargo de tus manos,
tan jóvenes aún para entenderla.
Desnuda tu alma ahora va tras ella
como un niño extraviado, sola.

Su nombre es el destello en otros cuerpos
desgajados a ciegas,
bajo el lívido engaño de las horas baldías.

El tiempo se te va buscando
la forma inconocida a tu deseo,
la morenía tierna de la espiga
que has mirado en el eco de tu sueño.

Y te cansa el cansancio del hombre,
la soledad de la bestia derrumbada
por el don poderoso de la gracia;
la invención maligna de otra vida
como si ésta que hiere no bastara.

Pudieras olvidar tu paso incierto
de niño; la inocente estupidez
familiar limitando los contornos
de la luz, que ya no conocerás.

Una noche sin nombre te dijo:
"La caricia es mentira,
el amor es mentira,
la amistad es mentira."
Vas, contra todo, intentando el amor
una vez más…


IV 

Hablo ahora del aire,
del cristal frío de tu ausencia,
donde apoyo mi frente y mi cansancio.

Torre del alba. Puertas de humo.

Ruedan mis ojos a la zaga de tus pasos.

Sin ti la brevedad del sueño
y la vigilia en espacios sumergidos
son un largo balcón deshabitado.

El corazón es viento a la deriva,
la tempestad entre inaudibles resplandores,
el fruto que cayó de sus andamios.

Desde cualquier rincón del mundo
has de librarme del exilio
si tu palabra me tiendes y la mano.


V

Tras la ventana, la indiferencia de las flores.
El vocerío agudo de los niños
cubre las amenazas de la muerte.
Bestias puras, ignoran la caída
oculta en el breñal que les espera;
sus manos son el aire mismo
cabe la luz liberada de sus redes.

Con los primeros goterones huyen
los soles diminutos y la dicha.
Tu alma persigue con su oído
los postreros jirones amarillos
que jadean por no sabes qué rincones.

Con la lluvia llegó la soledad
y el tesoro escondido de su nombre.
En las nubes habita la esperanza
y la felicidad en el viento,
en ese abismo donde nada permanece.

Cantarás al arcángel,
a la orilla más cierta
de tu sueño improbable;
al árbol más cercano,
agua lustral,
nimbo cerrado;
al aire sólo oído
en el pecho de un pájaro.

No te importa saber:
olvidas el recuerdo y el olvido.


VII

Tras de tus pasos, todo.
A la espera que un día
te vuelvas y me digas:
"He perdido mi rostro."


De: “La palabra a solas”


CESAR MORO




Viejo discípulo del aire



Más que una silla menos que un asiento
Más que un hombre en la cama menos que un hombre
deshecho
El corazón, amado sirve el árbol del unicornio
En el día rural la fruta

Para que el agua versátil
Atrajese la noche
Si uno duerme ante la mesa venerable
Con un ojo pintado con un ojo abierto

Bueno para todo
Al rayar el alba en el cielo
Los circundantes cebaban incomparables aves
De risa redactando las leyes
De nuestra dinastía

Oh gallinetas: ¡perlas!
El otoño desenfrenado acude al amorfo antropomorfismo
Del calabozo

¡Vaya! Calafateas calcinas
Nacen
Cálidos mimos de septiembre



GONZALO ROJAS




Arenga en el espejo



Fascinación mortal la del azogue; qué
yambos irrisorios, placeres cuáles;
yo,
no soy Epicteto, ni fui esclavo, ni
cojo,
ni pobre
como Iro,
ni grato
a los Inmortales.
Soy la vejez
yo que hace al hombre
feo,
y malo.