sábado, 4 de diciembre de 2021


 

JAVIER VICEDO ALÓS

 

 

Inmensidades

 


Todo aquello que vivimos conmocionados graba inmenso su fogonazo en nosotros, como inmensas quedaron las primeras visiones del niño. Pero nunca quiso un niño volver en cuerpo al lugar de las visiones, sino desterrarse de él para que permanezcan vivas, incorruptibles. Y como el niño, algo en nosotros, cuando somos temblor irrepetible, quiere preservarnos. Y así huimos del hartazgo de nuestros ojos, queremos vivir lo que el recuerdo nos dicta, embarcarnos en un exilio contra la realidad geométrica del adulto, contra la vista que crece empequeñeciendo. La mirada nostálgica es aniñar los ojos, volverlos diminutos para que todo sea infinito en su recuerdo. Al calor lejano sólo ha de volverse con la mirada desproporcionada del que fue feliz, protegiendo de nuestros ojos crecientes aquello que pudo ser pequeño y ha de ser colosal en la memoria de los ojos.

 

ROBERTO ARIZMENDI

 

 

 

En presente y porvenir, tu nombre

 


Para tu asombro, el tiempo; para tu voz mi tacto.

Que no nos deje la historia sueños truncos

y que la circunstancia no altere los presagios

para construir con precisión los signos de tu nombre.

 

Nadie podrá negarme, ni negarte

el vendaval de sombras que nos marcan.

Tu palabra es mi voz de viento eterno

y la historia se escribe con tu nombre.

 

El insondable océano de discordias

deja huella imborrable en el espacio,

y es signo de aliento al porvenir

la sola mención exacta de tu nombre.

 

Impreciso en el camino, recorro este tiempo de zozobras.

Hay quien se asume redentor del mundo y lo desangra

y no atino cómo construir con precisión un mundo nuevo

porque me falta a veces, el impulso decidido de tu nombre.

 

Tejeremos redes de viento para inundar el mundo

con el sonido preciso del pasado lacerante.

Que despierte la gente de su letargo inútil

a entretejer el porvenir, a la sombra de aliento de tu nombre.

 

De: “Tu piel en la memoria”

 

 

BEATRIZ RUSSO

 

 

 

El pasado

 


Cada día me levanto y no sé que ha ocurrido durante la noche. Abro los ojos y pienso:

¿Qué me he perdido?

Cada noche me acuesto y no sé qué ha ocurrido durante el día. Cierro los ojos y pienso:

¿Qué me he perdido?

 

 

CHRYSTIAN ZEGARRA

 

 

Resurrección

 


Guardo entre mis objetos personales

los clavos que dejó en mi lecho

el resucitado

 

El madero crucifica la pared vacía

ante la vela oval

te asombras por las sandalias de cuero

por la mochila de piel

por la osamenta de hombre o lagarto

y yo que no sé del misterio de la carne

sólo puedo mirar la reja abierta

los tres clavos de sangre clavados

en el horizonte de mis ojos de hierro

 

Antes de la cena escuchamos lejanas voces

ecos de ancianos que abandonaban su querencia

para irse a clamar el caos al desierto

(cuentan los niños desnudos de la plaza

que a las tres de la tarde

bajo un sol carnicero

una silueta humana desolló las aves de la iglesia

vistiéndose de cuerpo con despojos recogidos

en el cementerio animal)

 

Toda sacralidad es un acto de locura

 

Ahora yacemos en esta cama de estacas

esperando un cadáver que llega nunca

un cadáver que—según falsos testimonios—

escupe en la mudez de su boca divina

palabras de humo

en el corazón de sus muertos

 

De “El otro desierto”

 

 

JOSÉ MÁRMOL

 

 

El tedio

 


Te arropa como polvo mecido por el aire. Hace que mastiques ajenjos del insomnio. No lo detiene el muro de un acierto. No lo despeja el brillo de una gota de rocío. Su tiempo es el instante durando para siempre. Su lágrima no cabe en el hueco de ambas manos. Te pudre hasta el dintel de las entrañas. Te lava con su bilis tu armario de rubores. Te sueña. Te pesadilla. Te misteria. Te despierta y sepulta. Te Lázaro y te da la última cena. Te rumia con esencias de torpeza y de abulia. Cae, porque sí. Se resbala en cauto movimiento de infortunio. Se lanza sobre ti y cae a tu centro, más allá, mucho más allá de la ley de la caída y sus efectos. Te cuece lavativas en la yema del temor. Te agita. Te sumerge y exhuma. Te precipicio alto como el cielo. Te friza como a todo lo que acoge en su línea el horizonte. Rosa putrefacta de ceniza y fuente nutricia de todos los siniestros.

 

De: “Torrente sanguíneo” 

 

ROBERTO COREA TORRES

 

 

 

antes de llegar a tu esquina

  


Canto en la fiesta de la carne

a mi vieja e inolvidable ramera

los susurros de una canción

que compuse apurado por el tren de los días,

casi se detiene,

más es dúctil e implacable,

quédate donde estás,

hazle como siempre

el milagro al adolescente,

déjalo sin respirar en su primicia,

permítele escarbar los dibujos del lecho,

déjalo asomarse más allá

de las estrellas rojas.

 

Déjale el corazón translúcido

donde cualquiera pueda ver

el furioso chocar de olas

sobre la mansa tierra acostada.

Pido porque nadie altere tus pasos por ningún tiempo

y puedas sustraer de sus tristezas

a los que caminan agachados,

a los que viajan sin ver,

a los renegados,

a los que bajan tardíamente del monte

a lamer la miel de tus panales,

y cuando creen ser invisibles

arrojar sus fluidos

cual torrentes,

y ya huérfanos de la incandescencia

vuelven a esconderse

a desoír la canción.

Pero los sabes estériles,

les conoces ese espíritu de laureles podados en parques pueblerinos:

ornato, sólo ornato a la vista,

semilla que no crece.

  

Sigue mi canción al aire,

festina el color,

maldice tu soledad,

en el quicio de las cantinas se detiene y baila contigo

los boleros del ron.

  

Después de todo, las crudas diarias

son acaso paisaje simple de una melancolía

aposentada en las esquinas

donde siempre estás

viendo pasar a la gente envuelta en sus caretas,

no importa el frío de la madrugada

ni el ardor de los pies,

no te importa el reiterado vacío de las calles,

la maldición del obtuso

en su ansia por abrazarte.

 

Tu aroma se repite,

vierte en cada encuentro la espesa transpiración

del cansancio,

a pesar de ello, alguien va hacia ti

acuciado por el viento de una caricia,

entonces se agranda tu regazo

es sol

con ardor de mandarinas en el día

intimidad apacible

en el abrazo de la noche.

Carnada olorosa de jaguares.

en ese instante de leche y céntimos

 

tiene razón el futuro

cuando te impone el velo,

igual que ayer.

 

Transfiguraciones

amanece,                    como es ahora.

 

El hombre muda ropa y años

pero tú sabes que es el mismo,

aquél cuyo retrato aparece en la revista

a la que siempre acudes

cuando el cuarto te arropa

con su inevitable fragor de ausencia,

y su inquietante aroma de tabaco seco.

 

De: “Ahora que ha llovido”