"Un poema si no es una pedrada -y en la sien- es un fiambre de palabras muertas" Ramón Irigoyen
martes, 24 de noviembre de 2020
INGEBORG BACHMANN
Nuestro campo es el cielo,
arado con el sudor de los motores,
frente a la noche,
bajo la intervención del sueño.
Soñado sobre calvarios y piras,
bajo el tejado del mundo, cuyas tejas
se ha llevado el viento -y ahora, lluvia, lluvia, lluvia
en nuestra casa y en los molinos
los ciegos vuelos de los murciélagos.
¿Quién vivía allí? ¿Quién tenía límpidas las manos?
¿Quién resplandecía en la noche,
fantasma a los fantasmas?
Al abrigo del plumaje de acero, interrogan
instrumentos el espacio, relojes y escalas,
la maleza de nubes, y roza el amor
el lenguaje olvidado de nuestro corazón:
corto y largo largo... Durante una hora
bate granizo el tímpano del oído,
que, desafecto a nosotros, escucha y distorsiona.
No ha desaparecido el sol ni la tierra,
solo se han movido como astros, irreconocibles.
Nos hemos remontado de un puerto
en que no cuenta el retorno,
ni la carga ni la pesca.
Las especias de la India y las sedas del Japón
les pertenecen a los comerciantes,
como los peces a las redes.
Pero se percibe un olor
que se anticipa a los cometas,
y el tejido del aire
desgarrado por el cometa caído.
Llámalo estado de los solitarios
en que se lleva a cabo el asombro.
Nada más.
Nos hemos remontado, y los conventos están vacíos
desde que toleramos, una orden, que no salva ni enseña.
Actuar no es asunto de los pilotos. Tienen la vista fija
en las bases y extendido sobre las rodillas
el mapa de un mundo al que nada hay que añadir.
¿Quién vive ahí abajo? ¿Quién llora...?
¿Quién pierde la llave de la casa?
¿Quién no encuentra su cama, quién duerme
sobre los umbrales? ¿Quién, cuando llega la mañana,
se atreve a interpretar la estela de plata: mirad, por encima de mí...?
Cuando el agua impulsa de nuevo la rueda del molino,
¿quién se atreve a recordar la noche?
De: "El tiempo postergado"
Versión de Arturo Parada
JUAN BAUTISTA ARRIAZA
Recuerdos de amor
Suave sería el labio de mi musa
modular solitario sus congojas,
al son del agua y silbo de las hojas
de selva y río en variedad confusa;
tal vez allí la ilusa
copia de mis pesares,
en tan nuevos cantares
sanara que envidioso a mis recreos
el ruiseñor, en circulares giros
bajara y repitiera entre gorjeos
lo que yo le cantara entre suspiros.
La vi deidad, y me postré a adorarla,
y por volver el ídolo benigno,
la prosa olvido, y me dedico a hablarla
en el lenguaje de los dioses digno.
De entonces fue mi signo
pintar en mis canciones
sus dulces perfecciones;
¡y cuánto, oh cielos, su beldad me humilla!
que es a su lado mi elocuencia parca.
Un hilo de agua que en el campo brilla,
y el ancho mar que casi el mundo abarca.
Hijos mis versos, Silvia, de tus ojos,
cuando mi amor mirabas indecisa,
tras de mil que engendraron tus enojos
volaron mil nacidos de tu risa;
Oh, cómo se
divisa
en unos
aquel frío
de tu
ingrato desvío,
y en otros un calor que al mismo exceda
con que el torno del eje diamantino
la gran masa del sol rápido rueda,
ardiendo en fervoroso remolino!
Tú los cantabas, Silvia, ¡en qué lugares!
¿Te acuerdas de la selva en que habitamos,
que remedaba el ruido de los mares
con el sordo susurro de sus ramos?
Muramos, ¡ay! muramos
de vergüenza
y disgusto;
que
aún en algún arbusto
se ve escrito que en todo el universo
fuerza no habrá que a separarnos baste;
y aún está allí tu letra, allí mi verso;
¿y dónde está la fe que me juraste?
Los sauces pintarán con elegancia,
bajo el imperio de los euros roncos,
en sus fugaces hojas tu inconstancia,
y mi tristeza en sus desnudos troncos;
destemplados y broncos
murmurarán los vientos
de aquellos juramentos
cuando desafiaste a aquella roca
a firmeza... ¡oh dolor! ¡y ahora es aquella
en la que sólo estampo yo mi boca,
porque sólo tu nombre encuentro en ella.
Tal lo dispuso irremisible el hado;
encubra el velo lúgubre y espeso
que oculta el porvenir, lo ya pasado.
Silvia, murió el amor; mas no por eso
te ofendas de que impreso
subsista en mi memoria;
que si hay alguna gloria
en conmover los bellos corazones
con dulces metros llenos de ternura,
y esto se diere a mí, serán lecciones
de tus gracias, tu fuego y tu hermosura.
Y como corren a la mar undosa
las claras aguas por el campo ameno,
a ti mis versos; bríndales, hermosa,
tu blanda mano y tu mirar sereno;
guárdalos en tu seno;
y al abrigo de aquellas
cimas del Pindo bellas,
verá, de aliento y no de furia escaso,
el monstruo vil que por morderlos lidia,
que no se oye en la cumbre del Parnaso
el ladrar de la cueva de la envidia.
RÉMY DE GOURMONT
Ángela
Ángela que mirabas a lo azul y sonreías:
Ángela que viste en el cielo una escala:
una larga escala roja por sonde subían
cadenciosas doncellas,
altas muchachas, bellas, vestidas de blanco;
Ángela en cuyo regazo
anidaba una aldehuela de palomas;
Ángela que ascendiste por la escala
de nieve y de coral:
Ángela que viajaste directamente al cielo
cuando volvías de Jerusalén;
y que tenías el poder de apaciguar la tempestad
con el solo ademán de tus manos:
Ángela, asomada al barandal del cielo:
¡calma las tempestades de nuestro corazón!
Versión de Eduardo
Carranza
MANUEL MAGALLANES
Ella:
Sus ojos suplicantes me pidieron
una tierna mirada, y por piedad
mis ojos se posaron en los suyos...
Pero él me dijo : ¡más!
Sus ojos suplicantes me pidieron
una dulce sonrisa, y por piedad
mis labios sonrieron a sus ojos...
Pero él me dijo : ¡más!
Sus manos suplicantes me pidieron
que les diera las mías, y en mi afán
de contentarlo, le entregué mis manos...
Pero él me dijo : ¡más!
Sus labios suplicantes me pidieron
que les diera mi boca, y por gustar
sus besos, le entregué mi boca trémula...
Pero él me dijo : ¡más!
Su ser, en una súplica suprema,
me pidió toda, ¡toda!, y por saciar
mi devorante sed fui toda suya
Pero él me dijo: ¡más!
Él:
La pedí una mirada, y al mirarme
brillaba en sus pupilas la piedad,
y sus ojos parece que decían:
¡No puedo darte más!
La pedí una sonrisa. Al sonreírme
sonreía en sus labios la piedad,
y sus ojos parece que decían:
¡No puedo darte más!
La pedí que sus manos me entregara
y al oprimir las mías con afán,
parece que en la sombra me decía:
¡No puedo darte más!
La pedí un beso, ¡un beso!, y al dejarme
sobre sus labios el amor gustar,
me decía su boca toda trémula:
¡No puedo darte más!
La pedí en una súplica suprema,
que me diera su ser..., y al estrechar
su cuerpo contra el mío, me decía:
¡No puedo darte más!
LUIS MARRE
Canción
Compañero, tus ojos
no pueden ser cerrados.
Que tú veas el sol
sin nubes, si yo caigo.
Compañero, mi madre
no ha de perder su patio.
Que no le falten rosas
ni albahaca, si yo caigo.
Compañero, el fusil
no temblará en tus manos.
Que no se quede mudo
mi fusil, si yo caigo.
MAROSA DI GIORGIO
Domingo a la tarde, y voy por el huerto sin recordar cómo
salí y llegué hasta acá. El cielo es de oro, deslumbrador, y de los naranjos
caen frutas y flores.
Trepo a uno, según mi costumbre antigua. Estoy un rato. Los pájaros saltan de
rama en rama. Desciendo. Subo. Tomo una fruta.
Al bajar, ya veo un cadáver. Vestido y tendido. Y más allá, otro. Y otro. Por
todos lados, aparecen. Vestidos y tendidos.
Y cada uno con el hígado destrozado o el corazón. Pero ¿quiénes son? Acaso, no
me percaté y hubo una rápida guerra?
En puntas de pie, voy hacia la casa; desolada paso el jardín de celedonias y
“conejitos”. Adentro, no queda nadie. Voy a gritar; para qué, si nadie oye.
Algunas mariposas chocan en los vidrios.
Sobre la mesa hay un álbum que no conocía; al entremirarlo, veo dibujada la
batalla, los cadáveres y las plantas. En blanco y negro. Y en colores. La noche
cae de súbito; las luces se encienden solas.
Y aparecen más cadáveres entre las plantas.