martes, 24 de diciembre de 2019


LÉOPOLD SÉDAR SENGHOR





Mediterráneo



Y yo repito tu nombre: ¡Dyallo!
Tu mano y mi mano se demoran; y nuestros pensamientos
se buscan en la media noche de nuestras lenguas
hermanas.
Fue en el Mediterráneo, ombligo de razas claras, azul
como jamás océano han visto mis ojos
Que sonreían con millones de labios luminosos
Mientras que diez navíos de caña inflexible, como bocas
delgadas, bombardeaban Almería y estallando
Salpicaban con sangre de cerebros los muros negros, como
granadas, de las cabezas ardientes de los niños.
Hablamos de África.
Un viento tibio nos trajo su perfume más ardiente de
mujer negra
O de viento que sopla de un campo de mijo cuando chocan
las cargadas espigas y vuela por encima un polvo
dorado y pardo.
Hablamos de Fouta.
Noble era tu rostro y de sombra tus ojos y dulces tus
palabras de hombre.
Noble debía ser tu raza y bien nacida la mujer de Timbo
que te mecía en la tarde al ritmo nocturno de la tierra.
Y hablamos del país negro
En las jarcias de la noche, tan cerca uno del otro que
nuestros hombros se esposaba, fraternales el uno al
otro.
El África vivía allí, más allá del ojo profundo del día,
bajo su rostro negro estrellado
En las cajas agitadas, saturadas del rumor inquieto del
ciclón, que amenaza
Y se escapaban palpitaciones de tam-tam, con aleteos de
carcajadas y gritos de cobre en doscientas lenguas,
De bocanadas de vida densa que el viento dispersaba en el
aire latino
Hasta el puente de las primeras donde la joven mujer,
liberada de las subprefecturas y de sus calles estrechas,
Liberada de las últimas medidas del tango y de los brazos
de su danzante
Soñaba, al borde del misterio, bosque de olores viriles y
espacios que ignoraban las flores…
Una gran estrella se elevó, la última, alumbrando tu lisa
frente cuando nos separamos.
Y yo repito tu nombre: ¡Dyallo!
Y tú repites mi nombre. ¡Senghor!


Dakar, 1938



SILVIA EUGENIA CASTILLERO





Plaza Saint-Sulpice



Girasoles allí, tambaleantes,
rondando a los leones su color
amarillean y casi boquiabiertos.
En su rumor: letanía del caer y aglomerarse,
el agua se desprende de su ruta; ya sube,
ya bucea, canta por la piedra, entre la fauna,
hasta el fondo de su propio espiral.
Con espasmos se hunde, se alarga lejos,
de su respiración breve sabemos
cuando renace,
en ese dibujo insolente que no se alcanza.
Atajarlo, arrebatarle su delirio,
capturar del agua sus repliegues.
Pero sólo temblamos: girasoles mudos.


JULIO TRUJILLO





Péndulo



Ana es adicta al tiempo del columpio,
que marca un ritmo
pero nunca avanza
(¿quién soy para explicarle que se engaña,
que el sol se pone y las cadenas
se desgastan?).
Y exige siempre que yo esté a su espalda:
para que nada se interponga,
pienso,
entre el ansia y el vuelo.
No quiere la sonrisa de su padre
estropeándole el cielo.
Allá va una vez más,
es pura risa,
remonta el aire y luego lo conquista.
Y cada vez que vuelve yo agradezco
que me lleve en su péndulo,
que yo también desde los ojos crea
que en ese ir y venir
no pasa el tiempo.



LÍBER FALCO





Regresó al fondo, hueco y eco de la nada.



Allí el dolor antiguo le esperaba.
–Hijo, tú cerraste indiferente la puerta,
pero yo te esperaba.
¿Acaso crees que no me debes tu alegría?
Un hombre nace y de su dolor toma nombre.
Y luego su alegría, también de su dolor toma nombre.
Lo que fue tuyo siempre será tuyo.
Y lo que un hombre busca olvidar amando,
ni los demás lo saben, ni apenas tú lo sabes.

Si para huir de mí pones una losa
sobre el hueco y cantas y bailas,
no olvides que yo velo.
Tuya es la embriaguez,
pero yo soy tu padre y no te olvido.


PEDRO GANDIA





Sandro Boticelli
(1444-1510)



I

Un azul de cobalto transmuta la distancia
en santuario nocturno de cuyo laberinto
salva el hilo de luz del laúd de un arcángel.

Lírica línea, tu alma, miniada de lejanos
y misteriosos soles, cielos, lunas, avernos,
invoca en la pintura un jardín sideral
donde los dedos gustan arquitecturas frías
y deshojan los blancos jazmines de la carne.

Sangre en gemas, carbunclos; vocerío de hierbas,
la cabellera al aire de la Idea; hibisco
de fuego que introduce su enloquecido estambre
en la curva perfecta de un daimon imposible.

Yo no busco tu cuerpo traspasado de saetas
en el dulce y amargo combate del amor
que cuanto más fulgura más hiere, ni tu ser
de Centauro y Minerva, tierra y aire a mitad,
sino el pulso instintivo de tu daga o pincel
que eterniza un suspiro sacrificando su oro.

Luz-iris de Eros suave, sobre silentes labios.
Mancebo de marfil palidece el paisaje.
La materia hecha nube aproxima los mundos.

Al sentir en su torso el apremio de Céfiro,
fastuosa y virginal Flora enciende el vacío.
En los ojos de Venus, Amor azul. Mercurio
calza sus alas puras para beberse el éter.
La Belleza en tres voces aquilata manzanas.


II

A muerte, en el retablo, seduce el níveo virgen.
El pincel insistiendo en cabellera intonsa,
barnizando muy lento la azucena del sexo,
labrando los diamantes de la esperma primera.

Inocente verdugo de los idólatras
poseídos del filtro del color y la línea,
sueñas en la aparente laxitud de tu lucha
bajo el hermoso pie de la Victoria-Idea.

Si una granada cede su rubor a un dios niño,
no es su pulpa edén, sino la tierra entera.
El Carro de las Hora arrasará los labios,
pero el sabor del beso late infinitamente.

El tirso es lo fugaz; la columna, lo eterno.
Liturgia de los sueños para vencer la Sierpe.

Indefensas beldades por el tiempo cuarteadas
espejean el futuro. En él, ver reflejado
las muletas que arrastran la vejez de su artífice.

Ya no miras el mundo, que es falso. Haces que nazca
en el postrer instante un dios del lienzo. Todo
se ha cumplido. Y asciendes en un abrazo de ángeles.


De: "Columnata"



ANA MARÍA FUSTER





Oficios del otoño

Amo mi oficio crepuscular
de encender almas
y verlas extinguirse
Carlos Roberto Gómez



Sucede algunas veces que el espejo no miente,
que las arrugas recuerdan octubre;
cuando caen los pliegues como las hojas
y las tormentas son silencios húmedos de presagios.

El Patriarca también llegó a su Otoño,
una bruja lo asiló en su vejez,
previo a la muerte encadenada de otro héroe;
quizás Buendía, Ojeda, Albizu,
o, tal vez, uno anónimo y pobre.

Todos podemos ser como no ser,
pretender que nunca fuimos:
un él aspirando a ser presidente: aspiró y expiró;
una ella tan solo deseó ser libre: desnudarse y poseerse;
finalmente se pretende lo que se puede.

Sucede que mis dedos resbalan arrugas al final de las pisadas,
y recuerdan el suicidio,
así como los daños colaterales
del amor, de la locura y la muerte
pues mi oficio consiste en “encender almas y verlas extinguirse”.