"Un poema si no es una pedrada -y en la sien- es un fiambre de palabras muertas" Ramón Irigoyen
jueves, 1 de septiembre de 2016
CARLOS APREA
El
agua y el aceite
En
las manchas del colchón
habita,
oculto, el pasado.
Mientras
vamos a la escuela,
las
putas de la vuelta de casa,
madre
e hija, salen a saludarnos
desde
la tapera del fondo,
una
pintura de Molina Campos,
ballenas
voluptuosas, pintarrajeadas,
con
toda la resaca de la madrugada.
En el
recreo, los más grandes
dicen
que la rubia tiene la uterina,
Martita,
desde su pupitre
se
ladea, levanta el guardapolvo
y
pide que nos despidamos de ella
autografiándole
los glúteos.
Doña
Martina ve nuestros pecados
en el
aceite vertido sobre el agua.
Las
gotas se estiran sobre el plato.
–Estás ojeado, nene. Te lo están mirando
mucho las mujeres, Teresa.
ANTONIO GARCÍA TEIJEIRO
Yo
quiero reír
Yo
quiero reír.
No quiero llorar.
Yo quiero sentir
el verde del mar.
El verde del mar
y el azul del cielo.
Yo quiero, yo quiero
tal vez navegar.
Sí, sí, navegar
arriba, en el cielo.
Tratar de volar
de espaldas al suelo.
Un pájaro, un pez,
yo quisiera ser
y poder cruzar las nubes y el mar
No quiero llorar.
Yo quiero sentir
el verde del mar.
El verde del mar
y el azul del cielo.
Yo quiero, yo quiero
tal vez navegar.
Sí, sí, navegar
arriba, en el cielo.
Tratar de volar
de espaldas al suelo.
Un pájaro, un pez,
yo quisiera ser
y poder cruzar las nubes y el mar
MARINA KOHON
Dublín
Todo
es volver al límite
de nieblas
de
una ciudad donde se brota
y se muere
a la
abrumadora belleza
de sus faros
a su
gesto como incendio
de tréboles
a tu
voz que no encuentra un lugar
para escurrirse
tu
mirada que mantiene el orden de todo
lo
visible e invisible
el
círculo en el que estoy encerrada
en sus claves
todo
abona el mismo oxímoron de lo lejano
dentro mío.
De: “Banshee”
SANDRA CORNEJO
Tríptico
de Santiago
I
Bajo los árboles entrelazados, una paloma. Cierta y gris.
En el Parque Forestal
cerca de la calle Monjitas
Lila y la mejor de las suertes
me confían este Infarto del alma
que leo sobre un banco.
No reconozco los humores de aquellos
que parecen desdoblar
sus gustos. O cambiar de frase en frase.
Sé que este libro
buscado por años
en su primera hoja dice:
“Te escribo.
¿Has visto mi rostro en alguno de tus sueños?”
Y eso basta.
Puede que nadie sea reconocible
pero aquí, entre las hojas,
se afianza una íntima paz.
II
Me gustaría hablar con alguien
alguien que se acerque
que se siente junto a mí en este banco del parque
y me hable
en un idioma amigo
sosegado
como esta paloma que abajito me mira
y me conversa.
III
A veces, ser otra es una buena costumbre.
Inmigrante en una misma.
Los ojos como si fueran nuevos.
La mano que aprieta levemente
lo ajeno en una mano propia.
La otra que anda por ahí
sola, abandonada de una.
Esa que
retirándose del sitio que le dio cobijo
junta las palmas, agradece
observa el espacio, memoriza
conserva la inmensa prontitud
su presencia
cuando la paloma se lanza hacia la copa
del árbol trenzado sobre su cabeza
y se va
abrigadísima de Dios.
A Diamela Eltit, su Presencia
Bajo los árboles entrelazados, una paloma. Cierta y gris.
En el Parque Forestal
cerca de la calle Monjitas
Lila y la mejor de las suertes
me confían este Infarto del alma
que leo sobre un banco.
No reconozco los humores de aquellos
que parecen desdoblar
sus gustos. O cambiar de frase en frase.
Sé que este libro
buscado por años
en su primera hoja dice:
“Te escribo.
¿Has visto mi rostro en alguno de tus sueños?”
Y eso basta.
Puede que nadie sea reconocible
pero aquí, entre las hojas,
se afianza una íntima paz.
II
Me gustaría hablar con alguien
alguien que se acerque
que se siente junto a mí en este banco del parque
y me hable
en un idioma amigo
sosegado
como esta paloma que abajito me mira
y me conversa.
III
A veces, ser otra es una buena costumbre.
Inmigrante en una misma.
Los ojos como si fueran nuevos.
La mano que aprieta levemente
lo ajeno en una mano propia.
La otra que anda por ahí
sola, abandonada de una.
Esa que
retirándose del sitio que le dio cobijo
junta las palmas, agradece
observa el espacio, memoriza
conserva la inmensa prontitud
su presencia
cuando la paloma se lanza hacia la copa
del árbol trenzado sobre su cabeza
y se va
abrigadísima de Dios.
A Diamela Eltit, su Presencia
De: “Bajo los ríos del cielo”
ÁLVARO GARCÍA
Para
Lourdes Alda y Sebastián Navas
Yo sigo el rastro de la tinta oscura
para encontrar palabras que sean lo que son y al mismo tiempo
lo que no pueden ser, lo que transita.
Las horas que gastamos en pensar;
la exactitud de lo que no es exacto;
el margen de equilibrio que evita que los dedos del presente nos mancillen.
La sensación de estar donde no estamos
y también la contraria:
no ser jamás del todo lo que somos.
Materia y consistencia y transparencia:
como una fina lámina de mármol
deja pasar la luz
Yo sigo el rastro de la tinta oscura
para encontrar palabras que sean lo que son y al mismo tiempo
lo que no pueden ser, lo que transita.
Las horas que gastamos en pensar;
la exactitud de lo que no es exacto;
el margen de equilibrio que evita que los dedos del presente nos mancillen.
La sensación de estar donde no estamos
y también la contraria:
no ser jamás del todo lo que somos.
Materia y consistencia y transparencia:
como una fina lámina de mármol
deja pasar la luz
De: "Para lo que no existe"
ALFONSO CANALES
Casilla de Blas
Entrada ya la noche,
empapado el desmonte por la lluvia reciente,
trepábamos por él, y el mismo ramo
vencido de mimosas nos despeinaba. Luego,
siempre, en silencio, hacíamos
en el repecho un alto, y te miraba,
enamorada cómplice, mientras tomaba aliento
(¿necesitaba aliento entonces yo?) y fingía
actitudes seguras. Revelaban las cosas,
desasidos los ojos de la luz, los detalles
precisos, y la puerta de pino marchitado
gritaba levemente. Entrábamos. El suelo
era terrizo y sin mullir, y nunca
era adoptado de improviso para
aquello que veníamos
a hacer. Se demoraba nuestra entrega a su duro
(¿pero había dureza en algún sitio entonces?)
regazo. Nos amábamos,
nos abrazábamos de pie, ajustaban
con frenesí los cuerpos las esperas
vencidas, como si de muy distantes
extremos nos hubiéramos lanzado
al encuentro. Encendíamos un fósforo
más tarde, y nos hacíamos los nuevos
en la reconstruida situación.
Las paredes
de tablas ripias siempre nos mostraban
las mismas vetas grises, los idénticos
nudos vaciados, las usuales lágrimas
de orín: cuerpo de Blas. ¿Quién había sido
aquel Blas que entregaba sus despojos,
su piel de ofidio puesto
a la moda de estío, a unos amantes
secretos? Ya murió. Pero vivíamos
por él ahora en su barraca hecha
a fuerza de morir. Y había gemidos
de goznes oxidados, saltos súbitos
de su leña secándose, palabras
de su antiguo contorno que asentían
a nuestro susurrado
decir.
Blas era un guarda
(¿a quién guardaba Blas?) de noche (¿de qué
noche?) a quien un mal día
se le acabó el trabajo. No pensemos
más en Blas.
Sobre el suelo de los pasos
de Blas pusimos telas y papeles,
caricias y manjares raros. Edificamos
sobre el suelo de Blas la retorcida
torre que somos hoy. Sobre la muerte
de Blas se han levantado nuestros hijos
de hoy: y cuando no se nos parecen,
cuando se ausentan de nosotros, bullen
en otras casas que improvisan, pienso
que tal vez sean los hijos
de aquel buen Blas que nos dejó la suya.
Entrada ya la noche,
empapado el desmonte por la lluvia reciente,
trepábamos por él, y el mismo ramo
vencido de mimosas nos despeinaba. Luego,
siempre, en silencio, hacíamos
en el repecho un alto, y te miraba,
enamorada cómplice, mientras tomaba aliento
(¿necesitaba aliento entonces yo?) y fingía
actitudes seguras. Revelaban las cosas,
desasidos los ojos de la luz, los detalles
precisos, y la puerta de pino marchitado
gritaba levemente. Entrábamos. El suelo
era terrizo y sin mullir, y nunca
era adoptado de improviso para
aquello que veníamos
a hacer. Se demoraba nuestra entrega a su duro
(¿pero había dureza en algún sitio entonces?)
regazo. Nos amábamos,
nos abrazábamos de pie, ajustaban
con frenesí los cuerpos las esperas
vencidas, como si de muy distantes
extremos nos hubiéramos lanzado
al encuentro. Encendíamos un fósforo
más tarde, y nos hacíamos los nuevos
en la reconstruida situación.
Las paredes
de tablas ripias siempre nos mostraban
las mismas vetas grises, los idénticos
nudos vaciados, las usuales lágrimas
de orín: cuerpo de Blas. ¿Quién había sido
aquel Blas que entregaba sus despojos,
su piel de ofidio puesto
a la moda de estío, a unos amantes
secretos? Ya murió. Pero vivíamos
por él ahora en su barraca hecha
a fuerza de morir. Y había gemidos
de goznes oxidados, saltos súbitos
de su leña secándose, palabras
de su antiguo contorno que asentían
a nuestro susurrado
decir.
Blas era un guarda
(¿a quién guardaba Blas?) de noche (¿de qué
noche?) a quien un mal día
se le acabó el trabajo. No pensemos
más en Blas.
Sobre el suelo de los pasos
de Blas pusimos telas y papeles,
caricias y manjares raros. Edificamos
sobre el suelo de Blas la retorcida
torre que somos hoy. Sobre la muerte
de Blas se han levantado nuestros hijos
de hoy: y cuando no se nos parecen,
cuando se ausentan de nosotros, bullen
en otras casas que improvisan, pienso
que tal vez sean los hijos
de aquel buen Blas que nos dejó la suya.
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