Descienden
taciturnas las tristezas
al fondo de mi alma,
y entumecidas, haraposas, brujas,
con uñas negras
mi vida escarban.
De
sangre es el color de sus pupilas,
de nieve son sus lágrimas,
hondo pavor infunden... Yo las amo
por ser las solas
que me acompañan.
Aguárdolas
ansioso, si el trabajo
de ellas me separa,
y búscolas en medio del bullicio,
y son constantes,
y nunca tardan.
En
las fiestas, a ratos se me pierden
o se ponen la máscara,
pero luego las hallo, y así dicen:
-¡Ven con nosotras!
vamos a casa.
Suelen
dejarme cuando sonriendo
mis pobres esperanzas
como enfermitas, ya convalecientes,
salen alegres
a la ventana.
Corridas
huyen, pero vuelven luego
y por la puerta falsa
entran trayendo como nuevo huésped
alguna triste,
lívida hermana.
Ábrese
a recibirlas la infinita
tiniebla de mi alma,
y van prendiendo en ella mis recuerdos
cual tristes
cirios
de cera pálida.
Entre
esas luces, rígido, tendido,
mi espíritu descansa;
y las tristezas, revolando en torno,
lentas
salmodias
rezan y
cantan.
Escudriñan
del húmedo aposento
rincones y covachas,
el escondrijo do guardé cuidado
todas mis culpas,
todas mis faltas.
Y
hurgando mudas, como hambrientas lobas,
las encuentran, las sacan,
y volviendo a mi lecho mortuorio
me las enseñan
y dicen: habla.
En lo
profundo de mi ser bucean,
pescadoras de lágrimas,
y vuelven mudas con las negras conchas
en donde
brillan
gotas
heladas.
A
veces me revuelvo contra ellas
y las muerdo con rabia,
como la niña desvalida y mártir
muerde a la
arpía
que la maltrata.
Pero
enseguida, viéndose impotente,
mi cólera se aplaca.
¿Qué culpa tienen, pobres hijas mías,
si yo las
hice
con sangre y
alma?
Venid,
tristezas de pupila turbia,
venid, mis enlutadas,
las que viajáis por la infinita sombra,
donde está
todo
lo que se
ama.
Vosotras
no engañáis: venid, tristezas,
oh mis criaturas blancas,
abandonadas por la madre impía,
tan
embustera
por la
esperanza!
Venid
y habladme de las cosas idas
de las tumbas que callan,
de muertos buenos y de ingratos vivos...
Voy con
vosotras,
vamos a
casa.