lunes, 14 de marzo de 2016


ARLETTE LUÉVANO




Hay una ciudad que lleva tu nombre y no la conozco
Me he quedado aquí, junto a todo lo que abandonaste

y mis preguntas nunca habían sido tan inútiles como ahora que no hay respuesta posible
que no hay palabras suficientes para hacerlas
ni viento que las tome y las lleve hasta donde pudieran calmarse o cansarse de ser

Tampoco, de pronto, conozco lo que fuiste
Eres un recuerdo, un vislumbre

y me duele algo que no sé qué es.



ROBERTO CARRIL




Claro de luna



El sonido captura el tiempo,
nos lo otorga para amar.
En el Claro de Luna
los pájaros y sus reflejos,
Bohíos vegetales, sirenas en pétalos,
nuestro platónico cuento
en la ola de una nota.



JOSÉ AGUSTÍN GOYTISOLO



  
Llora conmigo, hermano...



Llora conmigo, hermano.
Era mujer y bella. No tenía
nieve sobre los años.

De ella, de mí, de todo
te separaron. Pero el tiempo
te ha devuelto a su abrazo.

A ella y a ti os pregunto
si es posible que todo lo que amé
sea sólo un engaño.

¿Sabéis que espero, a veces,
vuestra voz, y que tengo
los oídos tapados?
¿Sabéis
que niego el pie de vuestros pasos?

Pero no importa. vivo
sobre las ruinas. Amo.

Decidme, sí, decidme,
-aunque no pueda oírlo,
aunque nunca lo crea -
que nada ha terminado.


HÉCTOR DE PAZ




(A su debido tiempo)



A su debido tiempo
será el deseo
flor de sangre y neblina

hierba calcinada
en el jardín marchito

de estos papeles
que te nombran.


De: “Ahogada lumbre la sangre”



JOSÉ LEZAMA LIMA





Octavio Paz



En el chisporroteo del remolino
el guerrero japonés pregunta por su silencio,
le responden, en el descenso a los infiernos,
los huesos orinados con sangre
de la furiosa divinidad mexicana.
El mazapán con las franjas del presagio
se iguala con la placenta de la vaca sagrada.

El Pabellón de la vacuidad oprime una brisa alta
y la convierte en un caracol sangriento.
En Río el carnaval tira de la soga
y aparecemos en la sala recién iluminada.
En la Isla de San Luis la conversación,
serpiente que penetra en el costado como la lanza,
hace visible las farolas de la ciudad tibetana
y llueve, como un árbol, en los oídos.

El murciélago trinitario,
extraño sosiego en la tau insular,
con su bigote lindo humeando.
Todo aquí y allí en acecho.

Es el ciervo que ve en las respuestas del río
a la sierpe, el deslizarse naturaleza
con escamas que convocan el ritmo inaugural.
Nombrar y hacer el nombre en la ceguera palpatoria.
La voz ordenando con la máscara a los reyes de Grecia,
la sangre que no se acostumbra a la tenaza nocturnal
y vuelve a la primigenia esfera en remolino.

El sacerdote, dormido en la terraza,
despierta en cada palabra que flecha
a la perdiz caída en su espejo de metal.
El movimiento de la palabra
en el instante del desprendimiento que comienza
a desfilar en la cantidad resistente,
en la posible ciudad creada
para los moradores increados, pero ya respirantes.
Las danzas llegaron con sus disfraces
al centro del bosque, pero ya el fuego
había desarraigado el horizonte.

La ciudad dormida evapora su lenguaje,
el incendio rodaba como agua
por los peldaños de los brazos.
La nueva ordenanza indescifrable
levantó la cabeza del náufrago que hablaba.
Sólo el incendio espejeaba
el tamaño silencioso del naufragio.



ENRIQUE GONZÁLEZ MARTÍNEZ




¿Te acuerdas de la tarde en que vieron mis ojos



¿Te acuerdas de la tarde en que vieron mis ojos
de la vida profunda el alma de cristal?...
Yo amaba solamente los crepúsculos rojos,
las nubes y los campos, la ribera y el mar...

Mis ojos eran hechos para formas sensibles;
me embriagaba la línea, adoraba el color;
apartaba mi espíritu de sueños imposibles,
desdeñaba las sombras enemigas del sol.

Del jardín me atraían el jazmín y la rosa
-la sangre de la rosa, la nieve del jazmín -
sin saber que a mi lado pasaba temblorosa,
hablándome en secreto, el alma del jardín.

Halagaban mi oído las voces de las aves,
la balada del viento, el canto del pastor,
y yo formaba coro con las notas suaves,
y enmudecían ellas y enmudecía yo...

Jamás seguir lograba el fugitivo rastro
de lo que ya no existe, de lo que ya se fue...
Al fenecer la nota, al apagarse el astro,
¡oh sombras, oh silencio, dormitabais también!

¿Te acuerdas de la tarde en que vieron mis ojos
de la vida profunda el alma de cristal?
Yo amaba solamente los crepúsculos rojos,
las nubes y los campos, la ribera y el mar...