jueves, 28 de noviembre de 2024


 

DENNIS ÁVILA

 


 

Luces indefensas

 


Un niño que podría ser mi hijo

me habla de dinosaurios,

dice sus nombres, describe los tamaños,

en su relato los veo por aire, tierra y mar.

 

Hace bien: estudia la vida desde el principio,

tiene cuatro años y algo en su mirada

lamenta su extinción,

dentro de mí transcurre un largo minuto de silencio.

 

Quiero hablarle a su generación,

decirle que la vida es una máquina del tiempo,

a su lado habrá pasajeros dispuestos a hacer daño,

humanos poco humanos,

piezas que se sueltan para ocasionar los accidentes.

 

La vida puede ser una estación

que trasciende voces o dinosaurios,

y mientras no caiga

el meteorito sobre nosotros

es posible tomar la justicia en nuestras manos.

 

Me encantaría llevarlo al mar,

al agua donde mis padres

me entregaron el sol y la espuma,

olas que rompí sin saber

que aquel animal grande

podía ser cálido y juguetón,

peligroso y traicionero.

 

Sería bonito construir castillos de arena,

no importa que el mar se los lleve.

 

Junto a la mujer que sueña ser su madre

podríamos pintar un cuarto

con los colores que dicte su imaginación,

subirlo a un avión y conocer, juntos, la nieve,

abrazar su alegría en un museo

frente a los huesos de un tiranosaurio rex.

 

Hacer lo mismo

por la niña que escala muebles

como si fueran edificios,

por los hermanitos rescatados

desde el fondo de la basura,

por el bebé de ojos pequeños

y lágrimas grandes.

 

Veo a estos niños y pienso en el muchacho

que me extendió su mano en Ciudad Juárez,

en una voz bajo los escombros de Siria,

en un latido que pierde las luces en el Mediterráneo.

 

Un niño abre sus brazos

y me sopla al oído las alas de un pterodáctilo,

me gustaría contarle que a su edad

quise ser un astronauta

y llegué a la poesía.

 

No estamos lejos,

se dice que venimos de las estrellas

y volveremos a ellas,

sería hermoso despejar

el mar, la selva y el aire para sus dinosaurios.

 

Antes que el tiempo fuera el tiempo

existieron los niños y sus manos en la tierra,

antes que el día llegara a la noche

ya había un sol que prometía amanecer.

 

 

 

PATRÍCIA LAVELLE

 

 

 

Nominar

 


Un crujir de alas en la palabra

cambia

de este lado de toda metamorfosis,

 

Adília Lopes dice:

 

“Mi Musa antes de ser
mi Musa me avisó
cantaste sin saber
que cantar cuesta una lengua
ahora te voy a cortar la lengua
para que aprendas a cantar
mi Musa es cruel
pero no conozco otra”

 

La barbarie de las transmisiones y de las pérdidas cortó aquí y allí partes de la historia que el poema de Adília subvierte y disloca, muchos siglos después de Ovidio y de la voz medieval anónima que se esconde en el nombre Chrétien de Troyes. De la fábula de Esopo, vestigio aún más antiguo, sobró una conversación entre Procne y Aedón la Golondrina y el Ruiseñor, en la mayoría de las traducciones. Pero antes de figurar el arte épico de los aedos, Aedón designaba otro pájaro de mentón rojo-sangre e hilo frágil de voz en un canto entrecortado, el tordo. El corte, anterior al cuento, escindió el mismo nombre en dos aves.

 

“Yo vacilo, decía Safo, pues siento un doble pensar en mí”.

 

En la lengua cortada de la poeta, una ausencia vacilante

nomina el corte en el canto

el canto en el

corte

la musa

en la plántula.

 

Filomela

es aquella que ama el canto

como la filósofa;

busca el saber

y la filóloga,

las bellas palabras

en sus palimpsestos

 

Versión de Jesús Montoya 

De: Sombras Longas

 

 

ZOFIA BAŁDYGA

 

  

 

30.

 



E.R.

Salir al frío y desaparecer. El frío
aparece en la comisura de los labios y no da el calor
solo inquieta. Salir y desaparecer in memoriam
como una mosca en el ámbar o gente atascada en un hielo.
Quedarse y desaparecerse. En estos gruesos muros de
Europa Central dejarse guiar por la naturaleza.

 

 

Versión de Krzysztof Katkowski

 

MARTA ELOY CICHOCKA

 

  

 

bucle 8.

/ préstamos /

 

 

hoy madres y esposas

vuelven a pedir préstamos

para enviar a sus hijos

y maridos a la muerte

 

 

SILVIO MATTONI

  


 

Miro el edificio donde vive un examigo

 


“Son lágrimas de cosas”, dijo alguien

en cuyo idioma no nace más gente.

¿Estamos muertos ya uno para el otro?

Nunca termino de escribir los restos

de amistades cansadas, conocidos

que se van a ignorar después, en cada

nombre se esconde un larvado rencor.

Solo y póstumo, me explico los años

de un tal Silvio que hablaba demasiado

y creía en la posibilidad

de que la inteligencia ajena fuera

de una sinceridad inhumana. Pero

mira atrás el poema y se hunde

en sensaciones falsas. Hace poco

pasé por la revista en internet

de un viejo amigo al que un juego retórico

hizo enojar –sobre universitarios

que quisieran escribir de verdad

y al final llegan a ser figuritas:

un versificador o una promesa

de prosista–. Me insultó tanto entonces

que me asaltó como una sombra oscura

que ahogaba mi ironía y de repente

me despertaba frío en el desierto

literal donde nunca nadie te

daría nada. No me puse a ver

qué había en ese espacio cultural

igual que paso frente al edificio

donde vive y vivió cuando lo visitaba,

miro hacia arriba el ventanal metálico

de color ocre, recuerdo aún el piso

y la letra de un portero que nunca

volveré a presionar. Lo único cierto

es que su dueño recibió una herida

pero no me ve ahora realmente

ni en su casa virtual. Alguna vez

desde allá adentro observé la ciudad

mientras analizábamos lecturas

y pensábamos en todo lo que había

que escribir todavía. Ni él ni yo

sabíamos que la única obediencia,

alegre o triste, era una forma absurda:

el nombre indivisible, lo demás

no importa nada, y cueste lo que cueste

uno lo sigue, como sin saberlo

pasé de largo, usé, y convertí

al amigo lejano en personaje,

también voy a seguir, me falta mucho

para volver al fin a mi cuaderno

donde me tocan las cosas mortales,

media ciudad hasta llegar a casa.

 

 

 

 

GEMA SANTAMARÍA

 

 


 

 

te he de decir que me extingo. que alzo la mano desde el asiento trasero para que no pase sin mí la próxima estación. que la sal me pica por las noches y me hago una piedra verde, brillando sobre la almohada como sobre el árbol duerme el reptil. que se me ha ido olvidando el llanto, su ladrido desesperado dejando escaleras por mi garganta. que me crecen gritos como pequeñas arañas de patas neuróticas, pero mi boca, cosida-cruzada-cerrada, no los deja salir. que desayuno rutinas y me invento relojes de arena por los cuales me dejo caer como marioneta descalza. que colecciono espejos quebrados para verme rota, mujer rota, mujeres rotas como las de Simone. que duermo con las ventanas cerradas, la sábana en alto y el olor de algún libro que nunca acabé de leer. te he de decir que me voy poniendo triste. me extingo, me extingo. pero he perdido las ganas, la destreza, para poderme doler.