domingo, 5 de marzo de 2017


VICENTE QUIRARTE




Elogio del Vampiro



Para qué perseguirlo,
clavarle una estaca de madera,
condenar de antemano su apetito,
lamentar su presencia en nuestra vida:
el Vampiro no pasa
si nosotros no abrimos la ventana.

Escucha su canción,
no sólo desde el páramo o el bosque:
en el agua turquesa de los trópicos,
en los cuartos de hoteles,
en la tela de loro del mercado,
dondequiera que el hombre reconoce
el brillo de otro cuerpo y necesita
el marfil del Vampiro en su garganta.

Inocente, el Vampiro:
le decimos que es cruel cuando nos hiere,
e invocamos a Dios cuando el diluvio
que nuestra propia sangre ha conjurado
mantiene a la deriva hasta los muebles,
a pesar de las leyes y de Newton.

El Vampiro es tan bello
que el azogue se niega a reflejarlo.
Si su sombra te alcanza,
olvidarán tu nombre los espejos,
pero hallarás un eco en la hermosura
de quien has elegido como doble.

Quisiera amar la luz pero ya sabe
que el amor sabe a sombra perseguida,
al vahído final de los ahorcados,
a todo lo que termina en arrebato.

Ábrele tu ventana.
Cuando pruebes su vino,
sentirás que la vida se prolonga
y el agua de sus copas es de vidrio.
Acepta sus mentiras:
nunca estarás más vivo que en sus brazos.

*

Y jamás le reproches su abandono.
Te mordió porque es bestia,
y su sed es la sed del mar vencido
que mitiga su rabia con naufragios;
su pasión, la del niño traicionado
porque el reino se pierde.
No pienses en que dijo “para siempre”:
el huracán no deja un tronco entero
ni cambia sus azotes por caricias.
Si de algo te sirve, los vampiros
aman sólo a los fuertes y a los locos,
pero nada los ata.
Dirás que nunca más, que ya no quieres.
El Vampiro es un vicio refinado
y esperará, paciente, tu retorno.



ENRIQUE CASARAVILLA LEMOS




Nocturno del trueno



I

—Relámpagos me bañan...—
¡Los ojos miran, sierpes
transparentes y vagas!

El trueno habla,
espacios tiemblan; tono del Señor
tremendo que el león
desde el desierto imita...!

El trueno dice lo sobrenatural...
(¿tarde o temprano... qué acontecerá?)

Aprendemos de sus fauces
sagradas
el conocimiento de las estrellas
de sus dolencias o borrascas, vagas:
de los Cielos —de Cólera primera—
y de los reinos bíblicos, analfabetos
(para los que hecha ciencia hoy van labrándose
como una nueva torre de Babel).



MANUEL CALVILLO




Primer fragmento

Denn die Liebe sie öffnet den
kreis der Zeit in Jedem nenen Leben
in dem wir uns weidererkennen…

Achim von Arnim, I'erlorene Schriften




I

Cómo recordar,
cuando los cuerpos y el amor —sí, el amor—
entre los muros altos y las pulidas luces
se deslizan y ocultan en el rincón postrero.
Cómo, si escudriño los rostros
y sólo uno, esculpido años, milenios atrás,
lo preservó el destino abrumado de olvido y de belleza.
En la ciudad,
cuando ningún juez revoca las condenas
y el más alto magistrado niega el indulto
y se expían pecados memorables,
a lo lejos, doncellas y nimbadas,
ellas descienden en sigilo al borde del amor.
Los ojos las cercan,
las pupilas acuosas, habituales, reptan, mancillan el deseo.
Pero ningún rito prevalece. La proscripción es la más alta
muralla de la ciudad.
Toda la gloria y toda la clemencia fueron abolidas.
— ¡Una virgen para un condenado a muerte!
Nadie responde.
Y la noche, ocaso tras ocaso, clama por siglos:
— ¡Una vestal para un perjuro!
Nadie responde.
— ¡Una doncella expósita para un incestuoso!
Nadie responde.
— ¡Una púber sin mácula para un apóstata!
Nadie responde.
— ¡Una hetaira para un delator!
Nadie responde.
— ¡Una adolescente casta para un sacrílego!
Nadie responde.
— ¡Una diosa para un hijo de hombre!
Nadie responde.
A riesgo del amor, de un amor implacable y único,
¡oh dios, oh dioses, nadie responde!


II

Errante, con apasionada perseverancia,
porque mi hermano el Arúspice murió en el siglo II
y la más anciana de Delfos olvidó su lengua,
discurro, no atribulado, no, anhelante.
Lo sé. En la hora prevista llega.
La reconozco entre mil.
Perpetúa su nombre desde los antiguos días inmortales.
¿Recordará?:
Alto cielo corintio.
Verdea el golfo cuando en la mañana
un mercader en el Ágora vocea el más lejano país del sur y el
precio de cien dracmas por la hija del rey apuñalado:
Mirad su cabeza sobre el tallo crecido de sus hombros
y sus brazos como sensibles ramas.

Probad el sabor de sus labios y su lengua,
el salino sudor en sus costados
y las frescas redomas de su pecho para toda la sed.
Mirad su no tocado vientre, su pubis de virgen
sobre la aguda clave de sus muslos
eregidos en una cálida arquitectura aérea
desde sus pies como pequeños racimos,
y su pelvis, miradla, digna de acunar a vuestro
primogénito,
a vuestro hijo póstumo.

¡Cien dracmas por la hija del rey!

Alto cielo corintio. El golfo hierve bajo los crepúsculos.
En la colina y frente a ella,
yo, el vagabundo pródigo,
a través de un trozo de mármol esculpo la diosa.


III

Giovanni Cartusiano
—mi nombre hacia el fin de aquel siglo—
el arrogante hereje quemado entre disturbios en Ravenna,
en su Historia Verissima de Colomba della Domenica
narra nuestro amor, y el de Columba dici Dominicae en la
antigua Roma,
el de aquella vestal amante del liberto que ejercía la magia
—aquel año permutaba y vituperaban mis nombres.
Leedle, es un libro veraz.
Lo escribió un siglo después de que la repudiada esposa
de Girolamo, el turbulento y desdichado
pretendiente Abruzo
—mi fortuna de entonces—,
destrozó la estatua de la Peristerá
porque su rostro era el de Colomba — ¡Y de quién podía ser!
Sólo de sí y de Colomba, la descendiente de Colomba, y
de sus propios desatinos, no escribió.
Y de nuevo el tiempo y nosotros.
Las negras vestiduras del Inquisidor
compareciendo, aquí, ante el tribunal de la Nueva España
—la impiedad de mi sino
entre el intolerable olor de los cirios, de la infamia
y de la humedad,
en no contrito holocausto de su juventud y su lecho
al dictar, palabra a palabra y callando su nombre, la
confesión.
Pero los días se precipitan.
En L'Île de France Colombe du Dimanche muere en la
guillotina,
y yo, el calumniado, me doy muerte a las puertas del
Club de los Jacobinos.

¿Cómo recordarlo? ¿Y a quién?

Sólo a ella, en la hora prevista,
al mirarnos bajo la tarde, como siempre, como antes,
como a la eternidad, como aquel día entre un confuso
clamor de Arcontes, de marinos y de
esclavos en el Ágora.


IV

Sí, en la hora prevista, el odiado,
y no como un hombre mortal sino como un ser
indomable e invencible,
avasallando el tiempo, impenetrable a la muerte.
En este lugar sin horizontes,
en la ciudad en donde se prohíbe los festivales del deseo,
y los Augures indagan sólo el nombre del futuro Cónsul,
una figura color de ágata llega inadvertida,
extraviada en la luz y no entre las hogueras de antaño
emerge y la contemplo en su apasionado orgullo.
Cuando aparece cubierta con un flámeo
y asume el atavío y la potestad de sus atributos
la preserva de agravios su invulnerable fragilidad.
Y pregunto:

— ¿Recuerdas!

Ella vuelve el rostro. Mirándome
mi frente marcada por la temeridad me salva
al concederme sus dones inminentes,
inicia el más leve ademán, como en la tarde de Corinto
ante aquel vagabundo a quien redimió en el deseo y el
amor.

¡Oh dios, oh dioses!



(1957)

GUILLERMO FERNÁNDEZ




Ahora este silencio

A Thelma Nava



I

¿En qué archipiélagos del día
anda la sombra de mi sombra?

¿Quién escribe el adiós,
quién ha partido de una ciudad que no conozco?

¿Quién pesa más en el agua:
tu nombre en el ala de un pájaro
o el pan de la tristeza?

Sucede que mi oído se desliza
por la curva infinita de la ausencia
como un rumor a la medida de tus pasos.

Estoy en el crucero de todos los caminos
plantando signos o árboles extraños,
escuchando el tatuaje del eco
que el viento trae como flor en los labios.

(Ya no sé si se ahoga la tarde o la espera;
si es tu paso el que cruza la llanura
o la sombra de una nube de verano.)


II

Bajo tu planta voy,
bajo tu planta miro un cielo de palomas,
el viaje hacia la fábula
durmiendo en las amarras de los muelles.

Ante mis ojos pasas con un aire de abismos inminentes,
lasca de soledad o herida ciega
de mis manos huyendo cuando el alba.

Se ha quedado una espina en la garganta
y resuena su lampo adormecido
en todo lo que digo o lo que callo.

Se cierran las ventanas de la espiga
que afiló su milagro de verdor ebrio,
en el itinerario del viento y sus naufragios.


III


Ahora este silencio; su esbeltez
de palomar en los desiertos del agua.

Se queda la hora hablando a solas.
La amplitud de la tarde gira y se ahonda
en coágulos de palidez inconstante.

Sólo tú estás aquí,
pisándole la sombra a mi tristeza;
presente en la afilada veladura
que media entre mis ojos y las cosas.

Y mi verdad se mueve a ciegas…
Perro sin dueño,
anda y desanda la llanura
en busca de otro cielo claro y justo.

La tarde resucita
un viaje de agua oscuro entre la hierba,
peso de palomas en el pecho,
tus ojos derramados en horizontes diminutos
y el equilibrio exacto de tu sangre
como una flor inclinada hacia el olvido.


De: La palabra a solas


CESAR MORO




El agua en la noche



II

Infalible mariposa
Luz nocturna
A mi insomnio favorable salida
Miel de la ávida urna del día
Horno extinto y voluble
Muerto bajo el sol
Lamparón de sombra
Sobre el muro
Grieta de la noche
Sin estrellas
Vienes a mi morada
Fantasma familiar del silencio
Y abres el nuevo ciclo
Del duro reino solitario.


III

Siempre el agua en su rumor ideal
eco dolido del muro transparente
deja ir hacia tu rostro sus ramajes
leer la música
urdir reteniendo su aliento
la historia antigua
los ladrillos esmaltados
y esa pendiente que las estrellas delatan
como de alto lizo
para tu sombra cantante.


Version de Guillermo Sucre


GONZALO ROJAS




Versículos




A esto vino al mundo el hombre, a combatir
la serpiente que avanza en el silbido
de las cosas, entre el fulgor
y el frenesí, como un polvo centelleante, a besar
por dentro el hueso de la locura, a poner
amor y más amor en la sábana
del huracán, a escribir en la cópula
el relámpago de seguir siendo, a jugar
este juego de respirar en el peligro.

A esto vino al mundo el hombre, a esto la mujer
de su costilla: a usar este traje con usura,
esta piel de lujuria, a comer este fulgor de fragancia
cortos días que caben adentro de unas décadas
en la nebulosa de los milenios, a ponerse
a cada instante la máscara, a inscribirse en el número de
los justos
de acuerdo con las leyes de la historia o del arca
de la salvación: a esto vino el hombre.

Hasta que es cortado y arrojado a esto vino, hasta que lo
desovan
como a un pescado con el cuchillo, hasta
que el desnacido sin estallar regresa a su átomo
con la humildad de la piedra,
cae entonces,
sigue cayendo nueve meses, sube
ahora de golpe, pasa desde la oruga
de la vejez a otra mariposa
distinta.