miércoles, 2 de marzo de 2022


 

GRACIELA REPÚN

 


 

En mi calle

 

En mi calle
Hay una casa
En la casa
Hay un altillo
En el altillo
Un fantasma
Que pasea
En calzoncillos…

Me da miedo,
Me da risa,
El fantasma
Sin camisa.

 

JEANNE KAREN

 

  

Uno es el lugar donde habita

 

 

una calle que contiene el mar
la basura que escapa entre las escaleras
o esa mujer que corre hacia la rompiente de los días

Uno es toda la ciudad
con sus ataques de polio o sífilis
y el abrigo color grasa y carbón del invierno
que protege la piel de pavimentos y drenajes

Nada sirve fuera del laberinto
El sentido es esa soga ceñida
que nos lleva a través del tiempo: espacio
entre espejos que se besan

Los pensamientos se evaporan como el canto
de las chimeneas que se alzan
destrozando el silencio ganado a lo largo del día

Al Norte las vías del tren nos parten la cabeza

 

CLÍMACO SOTO BORDA

 

  

El último amigo

 

 

A la luz de una vela lee el anciano
Su querido Quijote, aquel testigo
De sus años alegres y el amigo
De su vejez más firme y más cercano.

Vuelve las hojas con temblorosa mano
Que saca de los pliegues de su abrigo,
Y al entrar juguetón por el postigo
Retoza el aire en su cabello cano.

En la sumida boca, sin un diente,
Una infantil sonrisa se remeda.
Inclina el viejo la rugosa frente…

Se le cierran los párpados… Se queda
Dormido… y por sus piernas, lentamente,
La carcajada de los siglos rueda.

 

 

JORGE ETCHEVERRY ARCAYA

 

  

Últimos versos

 

 

Hasta luego amigos camaradas
Desde una celda en 1942
Con una aurícula surrealista
Un ventrículo comunista
Media materia gris demócrata
Miguel Hernández da sus últimos poemas
a sus carceleros
Pliega sus alas y se apresta a emprender
El Gran Vuelo
Sobre los tejados del mundo
Mientras otros nidos empollan
A Javier Heraud
Roque Dalton
Víctor Jara
Y los que vendrán

 

 

NATALIE DIAZ

 


 

Cuando mi hermano era un Azteca

 

 

vivía en el sótano y sacrificaba a mis padres
cada mañana. Algo espantoso. Imperdonable.
Pero ellos volvían por más. Lo amaban, era cuanto podían decir.

Todo comenzó con él rebotando por la Avenida de los Muertos,
mis padres caminando detrás como efigies en una procesión,
él podía arder sobre el piso en cualquier momento. Ellos no sabían

qué mas hacer salvo estar ahí para recogerlo cuando muriera.
Olvidaron quién estaba muriendo, quién estaba ya muerto. Mi hermano
dejó de ponerse la camisa cuando un carnaval de mujeres de pechos sucios

lo convirtió en su líder, siguiéndolo arriba y abajo de las escaleras.
Eran acróbatas, ondulaban, sacudiéndose como serpientes. Lo alimentaban
con diamantes molidos y fuego. Él devoraba sus regalos. Mis padres

le suplicaban que les arrancara los ojos. Él se creyó
Huitzilopochtli, un dios, mitad hombre, mitad colibrí. Mis padres
a sus pies, eran rotos chupadores de miel. Él les acercó su boca como espada,

los engulló, sacándoles el color hasta que las cejas les quedaron blancas.
Mi hermano los estrujó y descuartizó en el altar de sus celebraciones,
agitó en los puños sus corazones temblorosos,

mientras perros pulguientos corrían arriba y abajo de las escaleras lamiéndose el culo,
tirándose mordiscos. Los vecinos se sorprendían de que los corazones de mis padres
volvieran a crecer. Decía mucho de mis padres, o de los corazones de los padres.

Mi hermano los sumergió en cenotes, los tiró de los acantilados,
agujereó sus cráneos como vasos o jarras inservibles que fueran,
los despedazó para alimentar a los dioses que gobernaban

los coños de rata de las putas picadas de viruela
abriéndose de piernas en casas colgantes sin luz. Dormía
con la ropa oliendo a durazno podrido y cerillos, se enamoró

de las cucharas burbujeantes con las que lo alimentaban las mujeres-perro. Mis padres
perdieron el apetito de comida y de hijos. Como todos los reyes malvados, mi hermano,
el Azteca, llevaba una corona, una gorra de béisbol puesta hacia atrás

con la bandera de México bordada. Cuando la usaba
en el patio de la casa, que consideraba su Zócalo personal,
su rebaño sabía que él tenía el poder ese día, que poseía todas las joyas

que un monarca puede comer, fumar o inyectarse. Las esclavas
se aproximaban a la cerca y comían de su mano. Les daba para su maiz
por entre los eslabones de sus cadenas. Mis padres miraban desde la ventana,

lloraban de ver su casa convertida en un zoológico, y era su hijo el que estaba
encerrado en una jaula oxidada. El Azteca encontró su corte en un matorral
al otro lado de la calle, entre pavorreales. Mis padres cruzaban los dedos

para que no volviera, le ponían veladoras
para que sí. Siempre regresaba con plumas de jade y turquesa,
oliendo a la mierda de los pavorreales. Mis padres levantaban

lo que él dejó de sus cuerpos, intentaban sostenerse sin piernas,
eludir sus golpes con brazos ausentes, buscándose los dedos
para juntarlos y rezar, para salir de cualquier vientre negro al que mi hermano,
el Azteca, los hubiese arrojado.

 

 

ESTHER DE CÁCERES

 

  

El ángel del jardín

 

 

Cuando el verano sueña ardientes pausas
entre los árboles,
el ángel del jardín me acerca los jardines
y hace cantar el agua.

Las flores amanecen
porque aquel ángel pasa,
me acerca los jardines
ardientes pausas
pasa…

Él las mira; me mira…
¡todas las flores son una mirada
y ojos y rosas cruzan
su luz de alma!

Ángel, flores y yo sólo soñamos
el jardín de jardines
descendido hasta mí cuando en la tarde
este ángel canta.