"Un poema si no es una pedrada -y en la sien- es un fiambre de palabras muertas" Ramón Irigoyen
viernes, 3 de octubre de 2025
NELSON ROMERO GUZMÁN
La venta mayor
Aquí
estoy en la plaza del mercado, me ofrecen
al mejor postor, la lengua ya está vendida,
es lo que más se pelean los mercaderes
porque según parece no todo en ella es despreciable,
pasan y tocan, miden y pesan, y el grito del que me vende
hace que todos vuelvan a mí sus miradas.
Se acercan otra vez, dudan ante la oferta, piden rebaja,
algunos se detienen a tocar una parte de mi cuerpo
como si lo despreciaran y se van, menos mal
no causo mayor atracción a los compradores,
pero llega un señor gordo con un canasto
y pide que le corten una cierta cantidad de aquí,
pasa el cuchillo llevándose lo que le corresponde.
Es más torturante ser vendido por cortes
que si llevaran la presa entera, alguien se interesa
por las apetecidas criadillas con las que se hace
un caldo redentor, el hombre las corta
con un silbido de satisfacción en su batola blanca.
Esta mañana me trajeron hombres alegres
que hacen de la venta y de la muerte su felicidad,
eso sí, cantaban, mientras alzaban
a la altura del pecho los cuchillos
sacándole filo al corazón, hoy hacemos la venta,
decían mientras me descargaban sobre el mesón.
Son terribles los ruidos en el mercado
cuando se vende a un hombre, desaparece el consuelo,
la justicia se esconde detrás de guacales
de tomates podridos y la confianza se vuelve brutal.
Todos estamos solitarios en una plaza,
los gritos desolados que oyes
son los de las almas de los carniceros
que andan desesperadas por las garitas
pasando, con sus dedos sangrientos,
hojas de biblia y riñones de vaca
mientras el cielo se pone a la entrada de la caja registradora.
No hay rebaja cuando se vende a un hombre
porque, incluso, cebar órganos como el corazón
y el cerebro, cuesta,
y cuando la lengua y el corazón ya están vendidos
no se puede chistar, oigo que recogen, lavan,
depositan, y el mercado se va quedando solo,
como si todas las cosas a la vez fueran vendidas
en un mismo instante y queda reinando el vacío.
Solo rondan entre huesos unos perros
peleándose algún despreciado tasajo de carne
que comen con rabia y celo,
mientras el emperador Bruto, bajando por las escaleras del Senado,
viene con manos sangrientas a cerrar la puerta del mercado
y de nuevo reina la oscuridad
a espaldas del mundo.
JOSÉ MANUEL LUCÍA MEGÍAS
Manos
No
recuerdo cómo eran las manos de mi padre.
No
recuerdo el tacto de sus dedos en mi cara
ni
el rojo de los pocos cachetes que tuvo que darme.
Las
manos de mis tíos eran fuertes,
grandes,
endurecidas.
Acostumbradas
a la escarcha de los amaneceres
y al
sudoroso calor de las eras circulares.
Las
manos de mis tíos eran parcas en saludos y en caricias,
desconfiaban
del contacto si no era el de la tierra,
el
del viento de la madrugada,
o el
del trigo y la cebada.
No
imagino las manos de mis tíos en las mejillas de sus mujeres,
acariciando
sus pechos o entrelazando sus dedos por la noche.
Manos
como una herramienta: la prolongación de la azada.
Manos
para atar las hierbas nacidas de la guadaña.
No
recuerdo cómo eran las manos de mi padre.
Las
manos de mi madre son pequeñas y de uñas rojas.
Manos
para embellecer el mundo con sus gestos,
con
el balanceo marítimo de su máquina de coser.
Las
manos de mi madre se adentran en los vestidos
con
la precisión microscópica de un cirujano.
Manos
como agujas que se clavan en el pañuelo del recuerdo,
manos
para hilvanar, para iluminar el misterio de las costuras
más
allá de los pespuntes, los bajos y las hombreras.
Escribo
que no recuerdo las manos de mi padre
cuando
siento la caricia de las manos de mi madre
sobre
mis manos.
Dos
gotas de agua encima de la mesa.
Dos
manos que están envejeciendo juntas,
que
comienzan a compartir enfermedades heredadas
y un
mismo perfil y unas mismas uñas.
De: “El hombre que yo amo”
JUAN JOSÉ CEREZO MANCHADO
Mi tristeza
Esta
honda tristeza
–que me domina siempre que te escondes–
se diluye en las cosas cotidianas
y, acaso, no la trato
como ella se merece,
pues su lamento es luz donde descubro
que el brillo de tu amor llegó a mis ojos.
Al
final, la confundo, nombrada en otros sitios
que no le corresponden:
la pérdida constante del curso de los años,
deseos que no aguardan lugar para cumplirse,
o, a veces, simplemente,
la apatía del otro cuando esperas
su mano o su consuelo.
Aunque intuyo la forma de hacerla más presente,
y no es otra que amarla sin reparos
–desnuda en mi interior–
como un niño asustado que se acuna
y se acoge con celo hasta llamarla
despacio por su nombre:
Mi querida tristeza, reflejo cristalino
de mi ignota nostalgia por tu rostro.
Ella
es mi única verdad;
el sólido bastión que me permite
descubrir tu existencia indemostrable
en este mundo incierto
que duda confundido a cada paso.
De: “El canto del Ney”
DARÍO RUIZ GÓMEZ
Poema
quien
araña la pared no sabe que
a este lado de ella no hay nada: ni
el vacío, ya que éste supondría la
desocupación de algo: los gastados
procesos de una intimidad: una llave, un
trozo de servilleta, un clavo. O sea, rastros
de sentimientos, ácidos desperdicios de
cuerpos que se odiaron huyendo de la
mirada que hubiera podido salvarlos
del horror final. Y quien toca aún la
puerta ignora que ya no hay casa detrás
de ella: un árido campo de extramuro a
quien redimen la ortiga y la campánula
¿Quién puede arañar la pared?
¿Quién puede tocar a la puerta?
DORA ALONSO
Tomeguín
El
tomeguín del pinar
con su collar amarillo
ya pica en el alpistillo,
ya rápido echa a volar.
Y va
del ateje al güin,
y del jobo al aromal,
como chispa de cristal
el canto del tomeguín.
Torito
camagüeyano
Torito
camagüeyano
y de la sabana rey,
he venido de muy lejos
queriéndote conocer.
Debajo
del algarrobo
donde descansando estés
podré mirar en tus ojos
el campo de Camagüey.
Yo
sé cómo tus bramidos
llaman al amanecer;
que al beber en el arroyo
deja el agua de correr;
en
sus espejos te copia,
torito de Camagüey,
y luego corre de nuevo
para llevarte con él.
JUANA BORRERO
Última rima
Yo
he soñado en mis lúgubres noches,
en mis noches tristes de penas y lágrimas,
con un beso de amor imposible
sin sed y sin fuego, sin fiebre y sin ansias.
Yo
no quiero el deleite que enerva,
el deleite jadeante que abrasa,
y me causan hastío infinito
los labios sensuales que besan y manchan.
¡Oh,
mi amado!, ¡mi amado imposible!
Mi novio soñado de dulce mirada,
cuando tú con tus labios me beses
bésame sin fuego, sin fiebre y sin ansias.
Dame
el beso soñado en mis noches,
en mis noches tristes de penas y lágrimas,
que me deje una estrella en los labios
y un tenue perfume de nardo en el alma.
