viernes, 3 de octubre de 2025

JOSÉ MANUEL LUCÍA MEGÍAS

 

  

Manos

 

 

No recuerdo cómo eran las manos de mi padre.

No recuerdo el tacto de sus dedos en mi cara

ni el rojo de los pocos cachetes que tuvo que darme.

 

Las manos de mis tíos eran fuertes,

grandes,

endurecidas.

Acostumbradas a la escarcha de los amaneceres

y al sudoroso calor de las eras circulares.

Las manos de mis tíos eran parcas en saludos y en caricias,

desconfiaban del contacto si no era el de la tierra,

el del viento de la madrugada,

o el del trigo y la cebada.

 

No imagino las manos de mis tíos en las mejillas de sus mujeres,

acariciando sus pechos o entrelazando sus dedos por la noche.

 

Manos como una herramienta: la prolongación de la azada.

Manos para atar las hierbas nacidas de la guadaña.

 

No recuerdo cómo eran las manos de mi padre.

 

Las manos de mi madre son pequeñas y de uñas rojas.

Manos para embellecer el mundo con sus gestos,

con el balanceo marítimo de su máquina de coser.

Las manos de mi madre se adentran en los vestidos

con la precisión microscópica de un cirujano.

Manos como agujas que se clavan en el pañuelo del recuerdo,

manos para hilvanar, para iluminar el misterio de las costuras

más allá de los pespuntes, los bajos y las hombreras.

 

Escribo que no recuerdo las manos de mi padre

cuando siento la caricia de las manos de mi madre

sobre mis manos.

Dos gotas de agua encima de la mesa.

Dos manos que están envejeciendo juntas,

que comienzan a compartir enfermedades heredadas

y un mismo perfil y unas mismas uñas.

 

De: “El hombre que yo amo”

 

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