Manos
No
recuerdo cómo eran las manos de mi padre.
No
recuerdo el tacto de sus dedos en mi cara
ni
el rojo de los pocos cachetes que tuvo que darme.
Las
manos de mis tíos eran fuertes,
grandes,
endurecidas.
Acostumbradas
a la escarcha de los amaneceres
y al
sudoroso calor de las eras circulares.
Las
manos de mis tíos eran parcas en saludos y en caricias,
desconfiaban
del contacto si no era el de la tierra,
el
del viento de la madrugada,
o el
del trigo y la cebada.
No
imagino las manos de mis tíos en las mejillas de sus mujeres,
acariciando
sus pechos o entrelazando sus dedos por la noche.
Manos
como una herramienta: la prolongación de la azada.
Manos
para atar las hierbas nacidas de la guadaña.
No
recuerdo cómo eran las manos de mi padre.
Las
manos de mi madre son pequeñas y de uñas rojas.
Manos
para embellecer el mundo con sus gestos,
con
el balanceo marítimo de su máquina de coser.
Las
manos de mi madre se adentran en los vestidos
con
la precisión microscópica de un cirujano.
Manos
como agujas que se clavan en el pañuelo del recuerdo,
manos
para hilvanar, para iluminar el misterio de las costuras
más
allá de los pespuntes, los bajos y las hombreras.
Escribo
que no recuerdo las manos de mi padre
cuando
siento la caricia de las manos de mi madre
sobre
mis manos.
Dos
gotas de agua encima de la mesa.
Dos
manos que están envejeciendo juntas,
que
comienzan a compartir enfermedades heredadas
y un
mismo perfil y unas mismas uñas.
De: “El hombre que yo amo”
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