"Un poema si no es una pedrada -y en la sien- es un fiambre de palabras muertas" Ramón Irigoyen
jueves, 29 de marzo de 2018
LILIANA BELLONE
Jaculatorias
Te
encontré
Aquella
tarde dorada del otoño
Y desde
aquella tarde
Todas
las tardes
En tu
celda
Amada
Jardín
cerrado
Dijiste
Y tu
voz me enseñó la poesía
Definitiva
De la
luz
Encienden
las velas
Atardece
Ahora
la luz todo lo invade
¿Oyes
las plegarias?
Estamos
acá aguardándote
GABRIELA D’ARBEL
…luego me sentí muy
triste
como si todo el mundo
se
hubiera muerto por mi
culpa…
Antonio Pérez
Todo visto desde el carrete.
Película
de16 fotos por segundo,
acampó
en mi mente
con
movimientos acelerados.
Es como
si un trak amenazador
se
hubiera escuchado dentro
del
reloj biológico.
24
cuadros por segundo y la llaga
brota
desfasada. El arañazo de
un gato
en la cara. Una
corriente
eléctrica. (…) Nada.
JEANNETTE CLARIOND
El viento
desmoronaba el barro,
vértigo, dolor era ese viento
en su descenso:
el encuentro
con la primera voz:
la muerte.
El muro de raíz sedienta
rasga cielos
de aquella hora.
De nuevo brotarán
salmos
palabras destejiendo
sobre el espejo.
Apenas el agua circundó la tierra
en su centro
se abrieron cavidades:
el viento devoró las copas de los cedros,
los nidos, el rostro de aquella voz.
Creer, crear la oración
que nombre su presencia,
el misterio
de su alma desprendida.
Cielo esta boca, hojas
la orilla,
el río congelado
y la tierra del recuerdo
evaporando
su fragmento de piel.
Mi ser,
mi ser errante,
mi ser,
miseria entrando,
mi ser
silueta.
Lo que no fui, siendo
afina su sombra.
Ceguera: ahí estarás.
Desde lo hondo
al viento
la dispersa ruina.
Morir, morir dentro
del árbol
al aire y lumbre
florecido.
Hija del hambre,
tus pasos segará
la pétrea luna.
Voces, voces distantes,
espejos,
palabras piedra:
Todo antes de la noche.
Hay una luz
en su aliento
de árbol,
pájaros
de aquella tarde
en fuego revestida
sobre los huertos.
Luz
el aliento del árbol.
Pájaros,
hombres,
en esa estancia herida.
Amar la luz
de aquella nube de ceniza,
los once túneles,
las huellas de las bestias,
caminos que entre las humaredas
caen del cielo.
Tierra dispersa de semilla,
guarda la salvación,
el silencio en la piedra,
la mirada del río en su sollozo.
Tierra dispersa de ceniza,
guarda la salvación,
ama la luz de aquella nube,
los límites,
el alba.
Van los hombres y las cosas
hacia la estancia primera.
La travesía es la voz.
Del monzón de arenas
emerge lo olvidado,
el polvo se levanta
en pequeños círculos.
Van a la entrada
del silencio.
A lo largo
la quietud,
la sagrada quietud
del sueño que los sueña.
ALFREDO R. PLACENCIA
El Cristo de Temaca
I
Hay en la peña de Temaca un Cristo.
Yo, que su rara perfección he visto,
jurar puedo
que lo pintó Dios mismo con su dedo.
En vano corre la impiedad maldita
y ante el portento la contienda entabla.
El Cristo aquel parece que medita
y parece que habla.
¡Oh…! ¡qué Cristo
éste que amándome en la peña he visto...!
Cuando se ve, sin ser un visionario,
¿por qué luego se piensa en el Calvario...?
Se le advierte la sangre que destila,
se le pueden contar todas las venas
y en la apagada luz de su pupila
se traduce lo enorme de sus penas.
En la espinada frente,
en el costado abierto
y en sus heridas todas, ¿quién no siente
que allí está un Dios agonizante o muerto
¡Oh, qué Cristo, Dios santo! Sus pupilas
miran con tal piedad y de tal modo,
que las horas más negras son tranquilas
y es mentira el dolor. Se puede todo.
II
Mira al norte la peña en que hemos visto
que la bendita imagen se destaca.
Si al norte de la peña está Temaca,
¿qué le mira a Temaca tanto el Cristo?
Sus ojos tienen la expresión sublime
de esa piedad tan dulce como inmensa
con que a los muertos bulle y los redime.
¿Qué tendrá en esos ojos? ¿En qué piensa?
Cuando el último rayo del crepúsculo
la roca apenas acaricia y dora,
retuerce el Cristo músculo por músculo
y parece que llora.
Para que así se turbe o se conmueva,
¿verá, acaso, algún crimen no llorado
con que Temaca lleva
tibia la fe y el corazón cansado?
¿O será el poco pan de sus cabañas
o el llanto y el dolor con que lo moja
lo que así le conturba las entrañas
y le sacude el alma de congoja…?
Quien sabe, yo no sé. Lo que sí he visto,
y hasta jurarle con mi sangre puedo,
es que Dios mismo, con su propio dedo,
pintó su amor por dibujar su Cristo.
III
¡Oh mi roca…!
la que me pone con la mente inquieta,
la que alumbró mis sueños de poeta,
la que, al tocar mi Cristo, el cielo toca!
Si tantas veces te canté de bruces,
premia mi fe de soñador, que has visto,
alumbrándome el alma con las luces
que salen de las llagas de tu Cristo.
Oh dulces ojos, ojos celestiales
que amor provocan y piedad respiran;
ojos que, muertos y sin luz, son tales
que hacen beber el cielo cuando miran.
Como desde la roca en que os he visto,
de esa suerte,
en la suprema angustia de la muerte
sobre el bardo alumbrad, Ojos de Cristo.
I
Hay en la peña de Temaca un Cristo.
Yo, que su rara perfección he visto,
jurar puedo
que lo pintó Dios mismo con su dedo.
En vano corre la impiedad maldita
y ante el portento la contienda entabla.
El Cristo aquel parece que medita
y parece que habla.
¡Oh…! ¡qué Cristo
éste que amándome en la peña he visto...!
Cuando se ve, sin ser un visionario,
¿por qué luego se piensa en el Calvario...?
Se le advierte la sangre que destila,
se le pueden contar todas las venas
y en la apagada luz de su pupila
se traduce lo enorme de sus penas.
En la espinada frente,
en el costado abierto
y en sus heridas todas, ¿quién no siente
que allí está un Dios agonizante o muerto
¡Oh, qué Cristo, Dios santo! Sus pupilas
miran con tal piedad y de tal modo,
que las horas más negras son tranquilas
y es mentira el dolor. Se puede todo.
II
Mira al norte la peña en que hemos visto
que la bendita imagen se destaca.
Si al norte de la peña está Temaca,
¿qué le mira a Temaca tanto el Cristo?
Sus ojos tienen la expresión sublime
de esa piedad tan dulce como inmensa
con que a los muertos bulle y los redime.
¿Qué tendrá en esos ojos? ¿En qué piensa?
Cuando el último rayo del crepúsculo
la roca apenas acaricia y dora,
retuerce el Cristo músculo por músculo
y parece que llora.
Para que así se turbe o se conmueva,
¿verá, acaso, algún crimen no llorado
con que Temaca lleva
tibia la fe y el corazón cansado?
¿O será el poco pan de sus cabañas
o el llanto y el dolor con que lo moja
lo que así le conturba las entrañas
y le sacude el alma de congoja…?
Quien sabe, yo no sé. Lo que sí he visto,
y hasta jurarle con mi sangre puedo,
es que Dios mismo, con su propio dedo,
pintó su amor por dibujar su Cristo.
III
¡Oh mi roca…!
la que me pone con la mente inquieta,
la que alumbró mis sueños de poeta,
la que, al tocar mi Cristo, el cielo toca!
Si tantas veces te canté de bruces,
premia mi fe de soñador, que has visto,
alumbrándome el alma con las luces
que salen de las llagas de tu Cristo.
Oh dulces ojos, ojos celestiales
que amor provocan y piedad respiran;
ojos que, muertos y sin luz, son tales
que hacen beber el cielo cuando miran.
Como desde la roca en que os he visto,
de esa suerte,
en la suprema angustia de la muerte
sobre el bardo alumbrad, Ojos de Cristo.
DAVID ESCOBAR GALINDO
Todos los minutos llevan a este día
El viejo Patriarca,
que todo lo abarca,
se riza la barba de príncipe asirio…
Herrera y Reissig
que todo lo abarca,
se riza la barba de príncipe asirio…
Herrera y Reissig
El
vuelo de las gaviotas -silencioso y perfecto-
Me hizo sentir por vez primera el gozo agudo -casi aroma recóndito-
de la inmensidad;
Supe allí que lo inmenso es la categoría interior de cada uno de los minutos,
Antesala de infinitud que puede ser el amor o la muerte,
Graciosas florescencias de este agitado vilo de la sangre.
Y lentamente me fui acercando al mar que sopla día y noche,
Con los ojos oscurecidos por el pulso devorador del más íntimo verde,
Respirando la luz como una esencia histórica, fruto diluido de los actos
de amor que a todos nos preceden,
Desde todos los rumbos de la sombra plural, sentida y encarnada,
Que alumbra con su música las soledades de nuestros instintos;
Y esto -dicen los entendidos- es la nostalgia de la generación,
El sabor que desgasta la lengua al entreabrir los ojos mientras llueve
sobre los suaves huesos del zodíaco.
Pero no quiero parecer un deudo: la alegría de regresar de un viaje incógnito me produce un orgasmo
Igual que la conciencia de navegar por época tan llena de semejantes ofendidos;
Placer y dolor en alternancia de sístole y diástole,
Hasta que de tanto pensar el existir se alimenta de sus propias
espumas,
Perfecto mar de áspera transparencia.
¿Será visible mi cara entre los alambres de una conversación
vanamente esperada?
Lo único que puedo afirmar es el origen de mi pulso,
Su desembocadura rigurosa,
Y desde aquí, desde la negación de la nada,
Desde el azogue de las instrucciones,
Pensando de repente en los brazos alzados de una mujer que vuela llameando hacia mi pecho de piedra sofocada,
Desde aquí se levantan los ojos que iluminan la intimidad del propio ser lanzado al mundo
con sólo un par de rígidas tijeras,
como si nadie velara en secreto
y la vida por fin tuviera nombre, y se llamara vena, prisa, luna,
estupor de la blanca saliva,
destino -la palabra que ya no existe en las tesis doctorales-.
Tal es la inmensidad, caer en uno mismo, sin perder los pequeños amores del vecindario y la confianza,
acotaciones del deber social que va tejiendo con palabras y actos su tela
de púrpura,
desfogue sideral de la rutina, más bello que cualquier poema contra
la fantasía o el desajuste de los precios;
porque en la gota de sal que estas palabras sueltan para los escuchas
hay un síntoma rotundo que es el sabor de lo que historia fue
y pulsa como vida y va en camino de naturaleza,
el saber del minuto que se bebe sus rayos, exactamente como el mar se camina en silencio oscureciéndose
en la iluminación de la paciencia.
Fuego transido que se confunde con la respiración -así es el mar-,
oficio entre cuyas alas se anima alguna forma de esplendor apolíneo, memoria de las flores multiplicadas
por millones bajo mi cabeza;
y si no fuera suficiente, la encarnación de este tiempo es el vuelo sordo de la gaviota, la decepción de los pergaminos
que se consumen al solo nombre de un viento marginal;
pacíficamente, los ideólogos copan las salidas, llenan los puestos de revistas con retratos de líderes,
el mar está en peligro de morir,
“también se muere el mar”,
así concluyen su audiencia apocalíptica la Ciencia y la Poesía,
las organizaciones más influyentes escriben con letras de oro
“Derechos Humanos” en los cartapacios de los oradores,
ah la cultura de los espejos espejismos,
la lucha personal desde el seno de arena,
saca el aire una mano y se la comen los vilanos -antiguos protagonistas
de fábulas para contarse en el alféizar-,
y sólo queda el sonido de mar como estatua animosa del juicio,
ánima cruel en su hamaca sagrada;
ya nada ceja hasta invadirme, nadie,
pero cada quien es mayor que todo lo que pueda vencerle,
encadenarle,
más aún si se trata de este golpe de terminal racionalismo,
sacudida del tiempo que se proclama “edad de transición”, umbral del pleno sueño”,
“apertura de todos los espacios humanos”,
¿y dónde sangro yo, pertinaz minotauro, si el eterno retorno es una alegoría de gaviotas?
Así fue como estoy,
así será como viví,
obra que se reencuentra sin descanso,
nudo de los resúmenes corales,
e igual les pasa a los que se detienen a respirar el aire del océano bajo, dominador oscuro, incestuoso,
de todo lo que es aún visible,
hasta aprender el sacrificio de la mariposa que se traga el insecto más amargo,
con tal que el pájaro que la devore vomite sin remedio,
inasible pureza,
crucial inmensidad.
Me hizo sentir por vez primera el gozo agudo -casi aroma recóndito-
de la inmensidad;
Supe allí que lo inmenso es la categoría interior de cada uno de los minutos,
Antesala de infinitud que puede ser el amor o la muerte,
Graciosas florescencias de este agitado vilo de la sangre.
Y lentamente me fui acercando al mar que sopla día y noche,
Con los ojos oscurecidos por el pulso devorador del más íntimo verde,
Respirando la luz como una esencia histórica, fruto diluido de los actos
de amor que a todos nos preceden,
Desde todos los rumbos de la sombra plural, sentida y encarnada,
Que alumbra con su música las soledades de nuestros instintos;
Y esto -dicen los entendidos- es la nostalgia de la generación,
El sabor que desgasta la lengua al entreabrir los ojos mientras llueve
sobre los suaves huesos del zodíaco.
Pero no quiero parecer un deudo: la alegría de regresar de un viaje incógnito me produce un orgasmo
Igual que la conciencia de navegar por época tan llena de semejantes ofendidos;
Placer y dolor en alternancia de sístole y diástole,
Hasta que de tanto pensar el existir se alimenta de sus propias
espumas,
Perfecto mar de áspera transparencia.
¿Será visible mi cara entre los alambres de una conversación
vanamente esperada?
Lo único que puedo afirmar es el origen de mi pulso,
Su desembocadura rigurosa,
Y desde aquí, desde la negación de la nada,
Desde el azogue de las instrucciones,
Pensando de repente en los brazos alzados de una mujer que vuela llameando hacia mi pecho de piedra sofocada,
Desde aquí se levantan los ojos que iluminan la intimidad del propio ser lanzado al mundo
con sólo un par de rígidas tijeras,
como si nadie velara en secreto
y la vida por fin tuviera nombre, y se llamara vena, prisa, luna,
estupor de la blanca saliva,
destino -la palabra que ya no existe en las tesis doctorales-.
Tal es la inmensidad, caer en uno mismo, sin perder los pequeños amores del vecindario y la confianza,
acotaciones del deber social que va tejiendo con palabras y actos su tela
de púrpura,
desfogue sideral de la rutina, más bello que cualquier poema contra
la fantasía o el desajuste de los precios;
porque en la gota de sal que estas palabras sueltan para los escuchas
hay un síntoma rotundo que es el sabor de lo que historia fue
y pulsa como vida y va en camino de naturaleza,
el saber del minuto que se bebe sus rayos, exactamente como el mar se camina en silencio oscureciéndose
en la iluminación de la paciencia.
Fuego transido que se confunde con la respiración -así es el mar-,
oficio entre cuyas alas se anima alguna forma de esplendor apolíneo, memoria de las flores multiplicadas
por millones bajo mi cabeza;
y si no fuera suficiente, la encarnación de este tiempo es el vuelo sordo de la gaviota, la decepción de los pergaminos
que se consumen al solo nombre de un viento marginal;
pacíficamente, los ideólogos copan las salidas, llenan los puestos de revistas con retratos de líderes,
el mar está en peligro de morir,
“también se muere el mar”,
así concluyen su audiencia apocalíptica la Ciencia y la Poesía,
las organizaciones más influyentes escriben con letras de oro
“Derechos Humanos” en los cartapacios de los oradores,
ah la cultura de los espejos espejismos,
la lucha personal desde el seno de arena,
saca el aire una mano y se la comen los vilanos -antiguos protagonistas
de fábulas para contarse en el alféizar-,
y sólo queda el sonido de mar como estatua animosa del juicio,
ánima cruel en su hamaca sagrada;
ya nada ceja hasta invadirme, nadie,
pero cada quien es mayor que todo lo que pueda vencerle,
encadenarle,
más aún si se trata de este golpe de terminal racionalismo,
sacudida del tiempo que se proclama “edad de transición”, umbral del pleno sueño”,
“apertura de todos los espacios humanos”,
¿y dónde sangro yo, pertinaz minotauro, si el eterno retorno es una alegoría de gaviotas?
Así fue como estoy,
así será como viví,
obra que se reencuentra sin descanso,
nudo de los resúmenes corales,
e igual les pasa a los que se detienen a respirar el aire del océano bajo, dominador oscuro, incestuoso,
de todo lo que es aún visible,
hasta aprender el sacrificio de la mariposa que se traga el insecto más amargo,
con tal que el pájaro que la devore vomite sin remedio,
inasible pureza,
crucial inmensidad.
De: "Discurso secreto"
Suscribirse a:
Entradas (Atom)