sábado, 8 de febrero de 2014

HASIER LARRETXEA




EN LA LÍNEA de los cuerpos, la tendencia a la soledad,
hileras de muros, espaldas,
el dictamen de los prados entre bosques,
el orden, los horarios, el cumplimiento de las obligaciones.

Tiza que ha convertido las cabezas en polvo.
Trazos que serpentean las miradas de al lado.

Gaviota que tiene el propósito de la sacudida
desde la misma alineación e inclinación.
Pétalos de colores: blancos, rosas.
El viento los rodea y ordena
colocándolos al lado de las ramas, del helecho, de la paja.

Las horas, las décadas, en el río que mantiene el mismo rumbo.
La antena, que desde su sombra atraviesa todos los cuerpos.

Las tardes, las semanas, en la misma sucesión,
con la misma desidia de la manera de tumbarse, de los tatuajes.

No hay nada que destacar en la mirada oblicua del atardecer
en el reflejo que se une
con el caudal del río.




MIGUEL HERNÁNDEZ



Yo no quiero mas luz que tu cuerpo ante el mío


Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío:
claridad absoluta, transparencia redonda.
Limpidez cuya extraña, como el fondo del río,
con el tiempo se afirma, con la sangre se ahonda..

¿Qué lucientes materias duraderas te han hecho,
corazón de alborada, carnación matutina?
Yo no quiero más día que el que exhala tu pecho.
Tu sangre es la mañana que jamás se termina.

No hay más luz que tu cuerpo, no hay más sol: todo ocaso.
Yo no veo las cosas a otra luz que tu frente.
La otra luz es fantasma, nada más, de tu paso.
Tu insondable mirada nunca gira al poniente.

Claridad sin posible declinar. Suma esencia
del fulgor que ni cede ni abandona la cumbre.
Juventud. Limpidez. Claridad. Transparencia
acercando los astros más lejanos de lumbre.

Claro cuerpo moreno de calor fecundante.
Hierba negra el origen; hierba negra las sienes.
Trago negro los ojos, la mirada distante.
Día azul. Noche clara. Sombra clara que vienes.

Yo no quiero más luz que tu sombra dorada
donde brotan anillos de una hierba sombría.
En mi sangre, fielmente por tu cuerpo abrasada,
para siempre es de noche: para siempre es de día.



PERE GIMFERRER


  
Primera visión de marzo (IV)


Ordenar estos datos es tal vez poesía.
El cristal delimita, entre lluvia y visillos,
la inmóvil fosforescencia del jardín.
Un aro puede arder entre la nieve bárbara.
Ved al aparecido y su jersey azul
Así puedo deciros
esto o aquello, aproximarme apenas
a la verdad inaprensible, como
buscando el equilibrio de una nota indecisa
que aún no es y ya pasó, qué pura.
Violines o atmósferas. Color muralla, el aire
proyectando más aire se hace tiempo y espacio. Así nosotros
movemos nuestras lanzas ante el brumoso mar
y son ciertas las luces, el sordo roce de espuelas y correaje,
los ojos del alazán y tal vez algo más, como en un buen cuadro.



JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ



Piedra del sueño




En medio de tantos desórdenes siempre reinó una alegría
que los hizo menos funestos
Voltaire

Para Hélene y Bobo Ferruzzi


Este pasador… En el oro más fino
cincelado. Cuántas veces
dedos anhelantes lo habrán apartado
para que una melena oliendo a mujer
cayese abandonada
sobre unos hombros mórbidos.
Ahora, muerto en esta vitrina,
parece reírse de nosotros, reprocharnos
que seamos capaces de pasar el tiempo
admirándolo.
«No soy nada
-nos dice-, sólo un objeto
para sujetar el pelo. Soy hermoso
porque cuando alguien me hizo
era impensable no modelar belleza.
Pero sólo existo cuando brillo
allí para donde fui concebido,
no en el acabamiento de esta veneración mediocre,
sino sobre un rostro hermoso y moreno».


JAVIER VICEDO ALÓS



Canción sin motivo


A Andrés Almada


Ahogaremos la voz en blancos días
y no habremos dicho nada.
Nuestra fuerza no es tal, el hombre es otro.
Sólo hay agitación de pulmones y manos
que nada cambian, que nada construyen
—pero persiste un ánimo,
una pequeña euforia en el techo del aire—.
Hay pájaros que cantan y se prenden en música
por el puro placer de escucharse;
igual nosotros, libres de lo eterno,
diciendo y brillando sólo para nosotros.



FÉLIX DE AZÚA




La niña de diez años



La niña de diez años, allí, bajo el sombrajo
(una vela de cruz, luminosa y salina)
con el racimo en alto me pareció Judith
y su presa Holofernes con zarcillos azules.

Del automóvil blanco, de sus puertas abiertas
al aire abrasador y la luz cenital,
llegó un recuerdo blando de alquitrán o betún
que me hizo apoyar la mano en el tabanco.

Se puso en pie despacio, sosteniendo el racimo
como si de su codo aún pingara la sangre.
Brillantes y calientes, con obscena abundancia,
sus ojos y los granos de polvoriento añil.

Sin casi hablar (¿quién puede poner precio
a un racimo de uvas en un día de agosto?)
disimulamos ambos nuestro mutuo interés.
Así los orientales mercaban sus tapices.

Más tarde comenté la intimidad del monte
sin prisa y sin respuesta, pues tanta soledad
somete al tiempo.
Colgué de la romana un billete discreto,
dije adiós y me fui con diez años de menos.

También el cielo morirá cuando muera la tierra,
pensé como consuelo.
Cuando muera la viña, la tierra morirá,
me dije luego.