martes, 14 de febrero de 2017


JUAN CUNHA




Repaso



Veinte años hizo ayer que yo llegaba
Del campo, con mis pájaros- qué lío.
Y aquí, de torre a torre, los soltaba
Con temblores aún de bosque y río.

Y hoy me encontré que de su vuelo y pío.
No más, sino la ausencia, me quedaba.
Ninguno de mis pájaros cantaba.
Y miré sin un ala el cielo frío.

Veinte años. Tantos días. Pena tanta.
Tanta tanta nostalgia acumulada
Y acumulada espina en la garganta.

Qué será de mi monte y mi torrente.
Adónde, adónde, adónde mi bandada.
Eran veinte los años; y hace veinte.


De: "Hombre entre luz y sombra"


GASTON BAQUERO





El caballero, el diablo y la muerte

                                            Versos para un grabado de Durero



1. El caballero

Un caballero es alguien
que se opone al pecado.

Sale con paso de aventura
en busca del origen de su alma.
Sale hacia el sol,
dialogando con el múltiple espejo
del rocío.
Conoce la clara fisonomía
de cada estrella.
Ha sido huésped nemoroso
de cada árbol.
Ha templado su arma bendecida
en cada amanecer.

Un caballero es alguien
que se opone al pecado,
que requiere su espada
y despliega sus armas,
ante el malicioso rostro,
ante la incitación perfumada
de una doncella, cuyo pecho
resguarda los ámbitos del Paraíso.

El caballero avanza
ceñido por las ramas.
Su mirada es más fría
que su espada. Arde su corazón.
Su memoria persigue
los parajes extensos,
las sombras que atestiguan
un pasado más puro que los cielos.

El Caballero avanza por el bosque.
Los mirlos le siguen, le acompaña
el silencio de las ramas, y el aire.
Busca el lugar que canta
en el bosque remoto. Avanza
como un trémulo azor hacia el pecado.

2. El diablo

Resuenan sus pensamientos.
Combaten sus ojos cristalinos
con la más dura imagen del pecado.
Algo tiende sus frutos y procura
arrebatar su alma bajo el bosque:
es el diablo el que canta entre las ramas.

El diablo es la alegría
que entrega llanto y ríe.
Es el perfume que alarga una rosa
cuyo centro está hecho de tinieblas.
Es la campana que anda sola recorriendo el bosque,
y suena como un canto inocente, de llanto y risa.

El caballero escucha,
requiere sus armas,
atraviesa veloz las ramas,
ora.

El caballero sigue por el bosque.
Alguien lo llama aún con voz muy poderosa.
Trina el diablo, retiñe su campana, su cascabel
persigue, su risa avanza.

El caballero escucha: está lejos la sombra.
No hay música tan pura como el silencio.
No hay palacio tan puro como las ramas.
Su caballo comienza a encantarse, el aire
se viste de una serena música, corporal, cristalina:
el caballero avanza hacia la muerte.

3. La muerte

La muerte es el soldado
perpetuo del Señor.

Cuando alguien hiere
la mirada que nunca se fatiga
ella viene a volverlo
ser único del mundo ante esos ojos.

Cuando alguien deja hundir su sueño
detrás del propio cuerpo,
ella viene a golpearle
amorosa los hombros,
y descubre un viajero
más despierto y profundo.

Cuando alguien olvida
su existencia,
ella viene y desgrana
en lugar suyo
la melodía abierta del ascenso;
esparce como el agua por el suelo
el lento descender,
el ir arriba.

Cuando es llamada
por aquél que no puede con su alma,
se oculta entre la malla de los días;
luego se cubre el pecho
con su coraza negra,
y armada de su lanza,
su caballo y su escudo,
se arroja inesperada
entre la hueste erguida.
Tala sin ruido
lo pesado y lo leve.
No pregunta ni escucha.
Trabaja y parte
hacia otro ser,
único en el mundo,
que la espera aunque duerma,
que la espera y despierta
para encontrarse solo
ante su cuerpo abierto,
sin secreto y sin mundo
delante del Señor.

Ella atraviesa el tiempo
como atraviesa el polvo los espacios.
Sus combates
renacen el instante en que los cielos
sin peso fueron levantados
y fueron destruidos.
Para ella las flores,
el adiós, la sonrisa,
la aflicción que no acierta,
lo hiriente y lo amoroso.
Para ella el olvido,
el no mirarla nunca
destruir el espejo,
devorar el silencio,
arrinconar el mundo.
Para ella los brazos,
los metales más puros,
los signos, el lamento,
que todo esto alcanza
a dejar que su canto
penetre hasta las hondas
claridades del cuerpo.

La muerte es el soldado
perpetuo del Señor.

Cada muerto es de nuevo
la plenitud del mundo.
Por cada muerto habla
la piedad del Señor.
Aquella que nos busca
debajo de lo oscuro,
la que nos pone en llamas
otra vez como el día
en que los cielos fueron
creados y deshechos,
es la siempre perdida,
la siempre rechazada,
pero la siempre entera,
corporal, cristalina,
memoria del Señor.

El Caballero rinde
sus armas a la muerte.
Su corcel se arrodilla
lentamente en el aire.
Las ramas tienden
hacia el cielo su alma,
cantan a su gloria,
le entregan al Señor.

JOSÉ LUPIÁÑEZ

  


Ofrenda



Hubo una flor, un lecho
donde aprendiste pronto la sombra
del deseo, la juventud de un cuerpo
vencido como nave, la soledad
que el alma dejaba en otra frente.

Hubo como una música
saltando de los labios,
como una espina en sangre,
clavada a tu memoria.

Y hubo un amor,
un cáliz, una celeste huída
hacia donde los cuerpos
encontrarán el goce, o la creciente
y fija lentitud de la ofrenda.


MIGUEL LABORDETA




Puesto que el joven azul de la montaña ha muerto



Puesto que el joven azul
de la montaña ha muerto
es preciso partir.
Antes de ser golosamente asesinados
en los crepúsculos de la gran ciudad.
Antes de que las muchedumbres tristes de los metros
invadan el templo del Sol
definitivamente seducidas
por las noches de los trenes
es preciso marchar.
Desnudos y ásperos. Inigualables.
Y al partir preguntar por nosotros
indagar por nosotros
auscultar por nosotros
por nosotros mismos recordar
si tal vez se existió
y que una dulce soledad
nos responda en grave despedida.


De: "Punto y aparte"



PAUL CELAN



  
Esa única...



Esa única
noche
de estrellas
propias.
Enhebrada de aliento de cenizas
hora va, hora viene,
por el sombreado de los párpados
de ojos cerrados de sueño,
reafilados
en almas
finas como flechas,
enmudecidas en la plática
con tartaleantes
carcajes con barbas
de algas aéreas.
Una colma
concha de luz pasa
por una conciencia.

De: "Soles filamentos"

Versión de José Luis Reina Palazón 



LUISA CASTRO



  
Mediodía



I

Un almuerzo de averías y lutos instantáneos
detrás de las ventanas.
          La soledad es una mentira para acercarte
                   a los besos con premeditación.
Sólo esta sensación de pan lejano,
de hambre que no es, de transeúntes mojados en un día caliente,
sólo la certidumbre
de masticar el aire, de ver que todos
se han muerto de repente
en este mediodía abierto a los abismos.

Está bien,
todos comprenden que la vida es una cosa de siesta
postergada. Todos
se han marchado a amarse a los vertederos de la ciudad;
como si la vida fuera una cosa de siesta postergada
han cogido sus pertenencias y no han dicho me voy:
el éxodo de los baúles, los libros, las indigencias
y acaso un hombre conocido entre la muchedumbre,
un hombre con el cabello sucio y
en la boca
cierto resabio de siesta postergada.


II

Yo, mientras, cuento con paciencia las arenas que me habitan
y no estoy sola entre tanto caos
y esta fauna irreverente que me crece desde adentro
y me pregunto dónde podrás estar
cuando el naufragio llegue
y
que si vas a volver separando las aguas,
frenando
la lluvia de este día, comiéndote
los charcos tiempo
de mi casa,
instalando sin dolor
tu maldición
de aguacero.

Es pronto para decir que se han precipitado
las aguas.

Y el ángulo recto insostenible del amor,
del amor que comercia con los pasos lentos
de un elefante creciéndote en la boca.
Que si vas a venir con Abraham, con Josué,
habitando la fortuna de los dioses y
sus iras
o
subido sobre la arquitectura apretada de un poema
Con los hijos desheredados de la infancia.

(Querían verte con una sonrisa plana y
ensortijarte
el cabello en los cines de pueblo
y yo,
acercarte un poco más al lugar donde la palabra
es una mujer abierta de piernas, animal
gestante,
infinitamente divisible, una estructura
de miedo
laberíntica e infranqueable).

Es bastante pronto para afirmar
que se han precipitado
las aguas.
En todo caso vendrás, vendrás, amor,
porque el futuro cese.


III

Y debo preguntarme dónde estarás ahora,
entre qué destrucciones, entre qué cadáveres,
recordando qué malditas aventuras de niños,
sólo de niños, pero
temprano
es una palabra no muy bella,
y yo ya no puedo con viejas historias
de novios
que se besan en los puertos y hacen el amor
en los portales,
no puedo ya con las leyendas heroicas de
mi pueblo, no
tengo apenas un miedo que
devaste las canciones
              y no sé si es prematuro decir
              que casi te amo
cuando la palabra triste deja de pesar sobre
las conciencias.

                                 Imposibilidad
                                 del
                                 amor
                                 turco

sólo hay un pan inútil y trabajoso
y niños que se suicidan gentilmente
debajo de
la escalera, sangre
que desborda
el cuarto de las escobas, y
un muerto fragilísimo cayéndosenos
justamente
cuando una órbita se abre y olvida sus sucesiones,
cuando algo ha
perdido el
ritmo y
desconoce de pronto
sus herencias de engranaje.


IV

Bueno, mi amor, y luego todos los hijos
que no llegaron a tiempo para la celebración
del vino
y el espanto
de las ventanas tapiadas.


V

El sol inventa excusas y entonces tú
            tendrías que llegar,
irrumpir en los pasillos,
echar abajo las puertas,
preguntar por algún nombre y besar con amor
todos los maltratados brazos.
Tendrías que despojarte del cuchillo,
              de las artes
de la lucha y del polvo del combate
y amar como los hombres grandes
alzados en las estatuas,
amar brutal e impunemente
con altura de grito
que cierra todas las guerras.

Ya ves, en cambio yo admito tristemente
esta ubre soleada
que entra por las terrazas
mientras
espero en silencio
a que se cumplan la mayoría de las profecías
que anunciaban
tu llegada intempestiva
de fiera desconcertada y atroz
en medio de las alcobas.

Yo, la de los pechos más tristes,
la vestal de piedra y espuma
(Penélope no lo habría dicho entonces)
te esperaré, sí, con un poema siempre inmediato
en los ojos
y un cinturón de castidad a rayas,
detrás,
detrás,
aferrada al más hermoso mocharabiyeh.


De: "Odisea definitiva"