jueves, 2 de septiembre de 2021


 

SAM PINK

 



Una guerra que quiero

 

 

Vi a un anciano
en un carro motorizado
conduciendo con una mano
y sosteniendo un soplador de hojas
con la otra.
Estaba soplando hojas
en diferentes direcciones
Conduciendo sin rumbo
por el medio de la calle
Y supe:
que en cualquier guerra en que él estuviera
yo también quería ser parte de ella.

 


PABLO ROMAY

 

 

 

El mundo se vuelve húmedo

 


Despierto a la mitad de la noche

y no puedo evitarlo,

pensar en la última mujer que me ha impresionado,

tal vez alguna otra,

y entonces sucede:

el mundo se vuelve húmedo.

 

 

 

JAIME HUENÚN

 

  

 

Sentimos el invierno en el estómago,

y no podemos, como antes, mordisquear

–con vano y fino orgullo–

hierbas, cortezas y piedras

en los ásperos caminos de la diáspora.

La poesía nos dejó

arrugas en los ojos y en la lengua,

un huevo diminuto envuelto en un pañuelo

y el humo del tren que parte

hacia la nieve gris de la Revolución.

Pero envejecer no es nada nuevo

y viajar sólo es un modo

–como lo son tantos otros–

de imaginar bellos paisajes,

mientras altos guardianes nos escoltan

por largos y fríos andenes

hacia la nueva felicidad.

 

Hemos sobrevivido a la clonación del terror,

hemos sobrevivido a la musa del miedo

que derrite la nieve y entibia los nidos

de los mirlos hambrientos.

Nos quedan sin embargo muchos, largos años

de tranquila miseria, de viajes sin retorno

a una cueva vacía sin fogatas ni sombras.

Sabemos por ahora –y siempre lo supimos–

que en la casa ambulante del poeta proscrito

montan guardia serena en vigilia y en sueño

los dioses tutelares de la ruina y la cruz.

 

Voy sin prisa por la Calle

de los Falsificadores,

esperando que este tiempo

se libere al fin de mí.

Sigo rumbo por la Vía

de los Locos y Asesinos

manteniendo a duras penas

la distancia y la razón.

Mi destino, ya lo adviertes,

es infame y perdulario,

aunque en esta esquina roja

solo cae lluvia gris.

 

De: “La calle Mandelstam”

 

 

EDUARDO LLANOS MELUSSA

 

 

 

Enrique Lihn entra y sale de la pieza oscura

 


Ahí va, sentado junto a la ventanilla de un tren inexistente
que cruza en cámara lenta los andenes del recuerdo.
Ahí va, rumbo a la estación definitiva
donde lo esperan los poetas de otros tiempos, como
a un hermano menor que se internó en el bosque del lenguaje
y terminó convertido en guardabosque,
ebrio de oxígeno, ese otro modo de asfixiarse.

No levitó sobre la geografía de América
ni descubrió algún nuevo elemento químico o alquímico,
mientras practicaba ese equilibrio inestable de la tinta y la sangre,
golpeándose la frente contra un muro de incomprensión,
como un adolescente que enciende su primer cigarrillo en medio del temporal
con la vaga esperanza de iniciar un incendio,
pero que termina inventando un nuevo código de señales de humo.

No aduló ni anuló a sus interlocutores;
polemizó de frente, sobre todo con él mismo,
y resultaba contuso, pero rara vez confuso, menos todavía
cuando había que jugársela por la liberación creadora
sin por ello convertirse en faro o en faraón de este desierto.
Más bien fue farero o alfarero de esta isla de arcilla,
sin otra obsesión que dar forma a una sombra que huye en las tinieblas,
porque de la palabra que se ajusta al abismo
surge un poco de oscura inteligencia
y a esa luz muchos monstruos no son ajusticiados.

Al fin andará liviano por los aires,
integrando el jurado del Premio Nobel Póstumo
o haciendo una novela-comic con los dioses del Olimpo como protagonistas
o deambulando alucinado por los museos cinerámicos del Paraíso
o pidiendo consejos a Freud y a Fourier
para evadir la condena de ser un Sísifo
que eternamente
     resbala
           y resbala
                  por el monte
                       de Venus,
igual que una semilla que reinicia el ciclo entre el cielo y el suelo
o como esos charcos de agua pantanosa,
agua, agua, Enrique, agua que mañana será lluvia,
tembladerales donde serán una sola cosa tus lágrimas de cocodrilo
y los reflejos de las estrellas más inextinguibles.

 

VICENTE GALLEGO

 

 

 

Composición de lugar

 

 

Hablar de un peso extraño, acaso de un fantasma
que carece de cuerpo y que dispone
sus huellas en las cosas sin que nadie lo advierta.
Sugerir esa sombra que en la noche
va manchándolo todo, y procurar a un tiempo
evitar cualquier clima misterioso.

La escena es cotidiana: cuando termina el día
hay un hombre sentado en la terraza, lo acompañan
un cigarro de hoja y una música.
la tercera persona y el verano
convendrían al tema, y parece preciso a estas alturas
que el lector adivine lo que tiene
de vulgar y de única esa noche.
Intentar ayudarlo a través de una imagen
que no sea difícil y que adorne el poema
con su brillo discreto, por ejemplo:
ese habano que ayer ardió también,
y mañana arderá y que sin embargo
ahora mismo se quema para siempre en la boca.

Que se intuya que el día no fue nada especial,
y que no hay sentimientos en desorden
que a la noche contagien la emoción
que hay ahora en la noche.
Que arda áun el habano en las manos del hombre,
que esa brasa se encienda todavía un momento
como si fuera un símbolo, y que no quede claro
si se habla del brillo o se habla del humo.

Aprovechar el humo para hablar del fantasma
que en el verso primero carecía de cuerpo
y manchaba las cosas con sus huellas.
Conseguir que el lector
arrastre su memoria por las cosas
como arrastra un fantasma sus cadenas,
y así sienta ese peso, porque ese es el peso
que cada corazón va dejando en su noche,
hasta que todo adquiere el peso exacto
de cada corazón.



De: “La plata de los días”

 

 

LILIAN SERPAS

 

 

 

El huracán

 

 

Como un reflejo que arde
en la punta de una daga,
el corazón de la tarde
ya se enciende, ya se apaga.

Rachas de viento aparejan
los pajarillos que pasan,
y una docena de párvulos
cuentan piquitos de nácar.

Voces de niños que juegan
en la alameda soleada:
certamen de algarabías,
risa de sol, fuga de alas.

Arriba pasan las nubes
en rieles de azules rayas:
ecos de bronce en los cascos
y onomatopeyas de agua…

Un puente de arcos se tiende
de la tarde a la montaña,
y se anuncia la tormenta
con sus tambores de plata…

Ramos de roncos tambores
en sombrías atalayas:
pasan corceles del viento
por abismos y hondonadas…

Kabrakán, de las alturas,
su furia indómita arrastra,
entre espirales de lluvia,
relámpagos que se enlazan.

En nubarrones de fuego
las fuerzas trágicas danzan
y el corazón de la tarde
ha empurpurado la daga.