Sentimos
el invierno en el estómago,
y no
podemos, como antes, mordisquear
–con
vano y fino orgullo–
hierbas,
cortezas y piedras
en
los ásperos caminos de la diáspora.
La
poesía nos dejó
arrugas
en los ojos y en la lengua,
un
huevo diminuto envuelto en un pañuelo
y el
humo del tren que parte
hacia
la nieve gris de la Revolución.
Pero
envejecer no es nada nuevo
y
viajar sólo es un modo
–como
lo son tantos otros–
de
imaginar bellos paisajes,
mientras
altos guardianes nos escoltan
por
largos y fríos andenes
hacia
la nueva felicidad.
Hemos
sobrevivido a la clonación del terror,
hemos
sobrevivido a la musa del miedo
que
derrite la nieve y entibia los nidos
de
los mirlos hambrientos.
Nos
quedan sin embargo muchos, largos años
de
tranquila miseria, de viajes sin retorno
a
una cueva vacía sin fogatas ni sombras.
Sabemos
por ahora –y siempre lo supimos–
que
en la casa ambulante del poeta proscrito
montan
guardia serena en vigilia y en sueño
los
dioses tutelares de la ruina y la cruz.
Voy
sin prisa por la Calle
de
los Falsificadores,
esperando
que este tiempo
se
libere al fin de mí.
Sigo
rumbo por la Vía
de
los Locos y Asesinos
manteniendo
a duras penas
la
distancia y la razón.
Mi
destino, ya lo adviertes,
es
infame y perdulario,
aunque
en esta esquina roja
solo
cae lluvia gris.
De:
“La calle Mandelstam”
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