jueves, 4 de enero de 2018


MASAOKA SHIKI




¡Cómo el hombre!
En noches de luna llena
Miserable el espantapájaros


AIDA CARTAGENA




El Mar



Olas que no sabemos donde empiezan
ni donde acabarán.

Rebaños locos...blandos...
Hojas que no le sirven para alimento:
la vida, los sueños.
El alma frente al verde de los almendros
silenciosos,
La Esfinge calló al contemplar el Nilo.
( Las aguas hacen nido en la arena).
La luz que duerme se recuesta
en su recodo del confin,
mas allá de la vida y de la muerte.

La tierra, el mar, nosotros: !Lámparas que vacilan!


MERCEDES BOLIVAR




Cementerio sin flores es el mar



mi madre alli quiso reposar.
Peces-corales la custodian,
sol y luna eternas compañeras.

Lapida sin nombre que recordar,
solo su retrato sonriente
reza el viento una oracion.
Algas perfuman el mar.

Las olas entonan sus melodias,
visten la noche de lentejuelas
y sale la luna pasear.
La saludan nubes y estrellas.

Cenizas como vuelo de aves
confundiendose entre las aguas;
alli en una hermosa despedida
te doy Mar Caribe mi tesoro.



JOSÉ KOZER




Principio último de realidad



Del parque de las esferas y el aro descomunal de cobre
            refulgente (gozque) pasé al
            parque del carillón doce
            veces confirmando la
            muerte, el compás y el
            número romano, la
            guadaña entre acacias
            podadas en perfección.
            Asoma. El aro ha de estar
            oxidado, las esferas se
            habrán alejado, curioso,
            sin moverse un ápice,
            diría que lo indeleble
            por indefectible sería
            el carillón: apóstoles
            cariacontecidos, de qué
            tribulación no sé ni sé
            si Cristo ha resucitado
            en la torre del reloj: y
            yo estoy hecho, rostro
            mogollón, artritis, un
            auténtico despojo. A
            un tercer parque me
            encamino al atardecer,
            uvas de playa, embeleso
            florecido, palmitos y
            acebuche, me siento
            en un banco de hierro
            a mirar ardillas negras,
            al rato pasa la manejadora
            ataviada de blanco y
            chanclos, va vacía. Nada
            en las manos, nada en los
            bolsillos y nada (negra)
            debajo. Me llevo la mano
            a la cabeza y repito la
            plegaria única que me sé
            de memoria, la repito y
            medito, cada palabra un
            hito del fulgor divino que
            no acaba de aparecer. De
            alguna esfera inamovible,
            descender. Titilar un
            instante. Hacerme sonreír.
            Por Dios que tranquilizarme.
            De nada. La gracia no
            coincide con mi presencia
            diaria hasta más no ver al
            atardecer en el parque
            limítrofe, parque anterior,
            cerca de casa. Ya no pasa
            siquiera la manejadora de
            otrora por mi cabeza, su
            rastro de anillos y ajorcas,
            collar de cuentas de
            cáscara de coco, el
            brazalete ancho en el
            brazo izquierdo, un
            respingo: ella y yo
            (anagnórisis) del
            reconocimiento. Ella
            muere por el lado de
            los bateyes y yo por el
            lado ancestral del lomo
            cubierto por sacos ásperos
            donde se recoge la ceniza:
            blanco ritual ella, sagrada;
            y yo, estameña. No quiero
            saber nada de la continuidad,
            ni del turbión que me podría
            llevar de una sola ráfaga
            (regresar empapado) al
            parque ulterior tras las fijas
            esferas negras donde se
            renace. Ya, morir. Ni un
            cabello ni una uña más
            crecer otro milímetro verde
            para dar de comer, hogaño,
            a una quinta generación
            irrefutable de gusarapos:
            la descendencia de David
            es interminable. Las
            pantorrillas muertas, los
            almendrados ojos negros
            dos trabadas esferas ciegas,
            mudez astral: qué Dios ni
            ocho cuartos, zarandajas
            Beatriz, ni Amor moviendo
            no sé qué, por Dios, ta.
            Salgo del parque caminando
            al paso de la sombra de un
            bastón el doble de alto que
            yo (de espaldas, doblado)
            acacias muertas, carillón
            partido en dos: asoma. La
            impertérrita amaga una
            zancadilla, doy (lateral)
            un paso a todo lo largo de
            la sombra diagonal del
            bordón, primer estertor,
            dormí, ya clarea, mece la
            brisa las frondas de aquel
            parque mascullando
            (farfullando) helechos
            del rostro de la manejadora
            de blanco alzándome (cruz)
            me anega entre sus brazos.


ELIANA MALDONADO




Memoria 2



En ocasiones encontramos
quien alcanza a salirse de su propio cuerpo sin
ventanas.
hay quien logra mutilar la carne y exponer el
alma.
más allá de las horas,
más allá de la imagen y la voz,
el deseo indaga.
En el mundo real esto no existe,
hace falta valor para sacarse de las venas las
palabras.




TOMÁS RAMOS RODRÍGUEZ




Nuevo México



Es el sol de las cuatro y treinta
de la tarde
quien ilumina el valle
poblándolo de sombras
como si fuera la visión de un Shamán
definiendo el tiempo y las estrellas
en un bocado de peyote
Es el aire
la sonrisa condenada de la lluvia
a estar ausente
en el inclemente pavor de las piedras
que claman por el sosiego líquido
que un dios oculto
y una nube desquiciada le niegan
Las casas de barro perdieron las puertas
las memorias espinosas que reproducen
la sarga detonación del aire
infectado de sonidos
Perturbada por el ruido
de una ardilla que juega
la tarde se va despeñando una y otra vez
hasta el espanto.