"Un poema si no es una pedrada -y en la sien- es un fiambre de palabras muertas" Ramón Irigoyen
martes, 19 de noviembre de 2019
FERNANDO FERREIRA DE LOANDA
Para Octavio Paz
En
el salitre fatigado de los vencedores hipoteco
mis
zapatos andariegos
y
la palabra hastío.
A
los vencidos —nunca magnánimos— queda la
esperanza,
ala
de tigre, cactus de fallidas flores.
1980
MARCO ANTONIO MONTES DE OCA
Retrato
Las
claridades parpadeantes
Echan
vaho sobre su monóculo
Lo
invisible se ve
Si
uno calcula de dónde a dónde llega
Así
entonces querida
No
trates de borrarte:
Tu
perfil es tu ausencia.
De: “Se llama como quieras”
ANA AJMÁTOVA
Réquiem
1935-1940
Ningún
cielo extranjero me protegía,
ningún
ala extraña escudaba mi rostro,
me
erigí como testigo de un destino común,
superviviente
de ese tiempo, de ese lugar.
(1961)
ANTONIO MARTÍNEZ SARRIÓN
Derecho de conquista
Con qué empeño la luz
quiere arropar, velada, la paz de la mañana
de manso mar y silenciosas calles
y de ese modo levantar el solio
que te encierra y engasta cual zafiro
cuando, al fin, sonriente y despeinada,
pasas revista a la enemiga tropa
y la encuentras conforme a tus designios
en batallones de plumón tan tibio,
en falanges de aljaba tan vacía
que proclamas, sin lucha, la victoria
y el raigón derrotado de mi ejército
cargados de grilletes tras tu carro se arrastra
traidor a su bandera, a su patria, a su dios.
Con qué empeño la luz
quiere arropar, velada, la paz de la mañana
de manso mar y silenciosas calles
y de ese modo levantar el solio
que te encierra y engasta cual zafiro
cuando, al fin, sonriente y despeinada,
pasas revista a la enemiga tropa
y la encuentras conforme a tus designios
en batallones de plumón tan tibio,
en falanges de aljaba tan vacía
que proclamas, sin lucha, la victoria
y el raigón derrotado de mi ejército
cargados de grilletes tras tu carro se arrastra
traidor a su bandera, a su patria, a su dios.
De: "Teatro de
operaciones"
MAGDALENA CAMARGO LEMIESZEK
El mercader
Hubo
un mercader de Samarcanda
que
juraba llevar una montaña dentro de un cántaro de barro
y
que poco existe tan claro y tan genuinamente puro
como
el gesto de un niño; quien, acabado de nacer,
busca
en el regazo de su madre encontrar sus propios ojos
para
poder mirar al mundo.
Ese
primer acto, decía, nos revela
que
algo ha dictado que somos como los carriles de las vías,
paralelos,
sosteniendo aquella maquinaria
que
avanza hacia un destino
que
poco sentido tiene que sepamos.
Y
aun así tiemblan los guijarros
y
el metal vibra con la medida del tránsito y el anuncio.
Cierto
es, si no van solas las ruedas
tampoco
pueden ir solos
los
objetos luminosos en los mapas celestiales.
Aquel
que contempló a los astros surgir
y
alcanzó a verlos llorar frente a la agitación del infinito,
en
el preludio de un llanto sin dudas primigenio
donde
acaso fueron las lágrimas de níquel o de hidrógeno –
percibió
la primera angustia de saberse solo:
para
ellos la única posibilidad de amarse
es
el estallido de una colisión en el silencio.
Pero,
¿quién no ha visto en la inmensidad el ágape de las galaxias?
El
tiempo, que es materia, las fue labrando una a una,
lustrando
sus perfiles como un orfebre minucioso:
el
orden y el caos en una misma filigrana,
unida
por hilos y eslabones invisibles,
un
mural que se sigue tejiendo todavía.
Ahora
me pregunto,
qué
pasaría si el cántaro cayera un día y se rompiese.
¿Veríamos
acaso que el cántaro nunca dejó de estar vacío?
O
quizás de sus trozos crecerá una montaña nueva:
una
montaña alta y digna
para
acompañar a otras montañas
SILVIA EUGENIA CASTILLERO
Ángelus
Era,
no era
un
jardín.
Era
el inicio.
Volteamos
en la noche la esquina
sumergida,
en ahogo casi
bajo
la crecida de la enredadera.
Era
desbocada la corriente.
Eran
tus sílabas.
Tus
verbos.
Era
tu mano amplia.
Era
un aguacero dentro.
Era
ya de una vez la nostalgia de tu tacto.
Y
la vida.
Era
un peñasco en desbandada.
Eran
tus dedos.
Era
el tiempo: duraba.
Era
esa esquina.
Era,
no era
el
inicio.
Era
este día sin esquina.
Eran
los instantes arrebatados.
Caídos.
Era
tu silueta gastada.
Eras
el dios nocturno.
Desde
la cúpula, en la capilla
—en
cada gotear de la luz sobre lo negro—
eres
la razón de arrodillarme.
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