Domingo
Y las altas
raíces curvadas
celebraban
la partida de los
prodigiosos caminos, la intervención de
las bóvedas y las
naves.
Saint-John Perse
Yo
quiero un mantel donde sentarnos a pasar la tarde
y
recordar que arranqué la mala hierba con mis manos,
sacando
al sol las raíces que a gusto germinaban bajo tierra.
Arranqué
la hierba de los campos
que
mi padre cosechó con naranjales y amarillentas limas,
y
recordar
cuando
mi padre enlutó los puños contra la pared,
cuando
decidió que no era necesario el equipaje a donde iba
e
incrustó sus manos contra aquel yeso del muro que todavía sostiene la casa,
el
techo que alguna vez el aire arrebató
para
mostrarnos el ojo de la tormenta,
como
pequeñas luces que simulaban astros,
cuando
todos supimos que el adiós era una grieta en la pared,
una
grieta que debe sacarse al sol,
arrancarse
como la hierba que sin quererlo nadie
crece
todavía en los naranjales de mi padre,
en
los campos que hace tiempo abandonó a su suerte.
Coronado
de agridulces vainas el día,
su
inmarscecible adiós, su cambio de escenario,
la
mirada vigilante de mi padre dormitándose bajo un viejo tamarindo,
la
orilla de un río del que nadie recuerda su nombre.
Y
esas grietas que también coronan el cielo,
que
giran y giran alrededor de la noche,
invisibles
alrededor del día.
Yo
quiero un día de campo,
tenderme
bajo un viejo tamarindo
vigilando
a mis nietos correr alrededor del agua,
y
soñar con aquellas agridulces tardes
en
que mi padre no enlutó los puños contra la pared.
La
hierba secándose al sol frente a los naranjales,
los
amarillentos limos girando y girando
en
el aire, como aquellos satélites girando y girando,
en
el aire en busca de la tierra que
gira
y gira para volver siempre y repetidamente al mismo lugar.