lunes, 24 de enero de 2022


 

LEÓN ZAFIR




Los motivos de mi verso

 

 

Porque naciera en medio de los frondosos árboles
que sombreaban mi casa -tibio nido de amor-,
huelen todos mis versos a pomares fragantes
y a naranjos en flor.

Y huelen a los musgos que por los riscos ásperos
se resbalan fingiendo ser un verde tapiz,
porque hasta aquellos riscos yo ascendí jubiloso
en mi infancia feliz.

Y a la hierba aromosa de los prados tan fértiles
que mi desnuda planta ariscamente holló,
y a matorrales húmedos por donde, al escondrijo,
corrí jugando yo.

En mis versos se enhebran el trinar de los pájaros,
la sutil armonía de -la fuente cordial,
y los dulces consejos que la brisa ál oído
le dijera al juncal.

Notas graves o falsas, nunca dará mí flauta
que es de caña, y no sabe de estridencias ni afán;
mí verso es suave y fresco como las palmas frescas
que sacude el dios pan.

En falange armoniosa por mis estrofas rítmicas
pasan, iluminadas, como días de abril,
con sus senos morenos las campesinas vírgenes
de mirada febril.

Visten unas azules muselinas levísimas,
y otras frescos linones de rosado color,
telas que denuncian los corpiños bordados
con hilo de tambor.

Las cabelleras largas, frondosas y magníficas
sueltas como cascadas por la espalda… La sien
ceñida con la cinta carmesí. . . Y una dalia
quién sabe para quién…

Y anhelantes, tras ellas, van los gañanes rústicos
buscando un positivo venturoso ideal;
llevan sombreros blancos, pañuelos en el cuello
y navaja y puñal.

A mí musa inspiraron espíritus bucólicos
y el espíritu mío con ella ha sido fiel;
mis canciones son mías … No importa que no alcancen
un gajo de laurel.

Que otros burilen versos. Y o que guardo el romántico
secreto que confióme mi inspiración fugaz,
le canto a mi montaña, porque con ella quiero
morir al fin en paz.

 

 

TOMÁS VARGAS OSORIO

 

 

Voz

…es esta tierra
una tierra sin lluvia.

Nietzsche

 

Una tierra seca, sin nombre,
acogerá nuestros huesos.
Una tierra estéril, hosca, una tierra
de ceniza, sin pájaros, sin flores y sin fuentes,
una tierra sin blandos rumores, silenciosa,
con altas y frías peñas,
con gargantas de piedra donde habiten
las sombras, serpientes que se anudarán a nuestros cuerpos.
Una tierra sin aire dulce que la bese,
sin horizontes, sin trinos.
Una tierra seca, sin nombre.
Más piadosa que esta
que ciñen claros ríos,
que habitan bellas aves, con albas de ámbar dulce,
con follajes, con fuentes, con rumores y un aire
tibio que la besa y aldeas y mujeres
cantando en los crepúsculos junto a los claros ríos,
a las verdes colinas, a los valles azules,
junto a las horas tiernas.
Una tierra seca, sin nombre.

 

 

CARLOS VÁSQUEZ TAMAYO

 

 

 

Excepto sufrir

 

 

quizás nada suceda en adelante, ni toque ningún
presentimiento, a lo mejor no sea de días
que está hecho el porvenir, el miedo es el vacío,
la pasión esa escasez, solo logro pensar en el
dolor en una persona extraña, si a mí me pasa, y
es por eso que sufro, pero fuera de mí,
excepto sufrir a lo mejor no quede nada, y los
años que pido estaría dispuesto a repararlos,
en un niño tal vez, si no fuera porque
he visto sufrir a tantos, excepto la pena, la
distancia que planta que se asemeja a un puente
y yo quieto en una de sus varas, perplejo en medio
de no poder pasar, excepto la incertidumbre, el
imposible saber que pueda venir y la pena,
la desgracia de todos que a nada sirve ni
a nadie consuela, excepto este vano paso de
decirlo, sin poder impedir los suplicios que
restan, ni siquiera he tocado el
dolor, cómo llevo esta carne con penas imaginarias,
de qué temblor, en qué sangre, alguien dice
que sacó el amor del dolor, excepto esta pena,
incurable de no saber, paso de mi presente a nada,
con los ojos abiertos.

 

SAMUEL VÁSQUEZ

 

  

Ella

 

 

LLEGA A LA TIERRA PROMETIDA y no levanta allí
su casa; reconoce que dios la ha engañado de nuevo.
Llega a la belleza y quiebra su espejo; sabe que su
destino no es azogue sino epifanía. Llega a la verdad
y no se amaña allí: echa sobre sus hombros la pesada
carga y descubre un sendero hacia lo inefable con su
lámpara de oscuridad. Llega al domingo y no
descansa entonces; ama su pie errante. Adelantada a
sus propios pasos, invisible y silenciosa, no posee
luz propia pero sabe encender el fuego. Sin fe en el
camino, cuanto más se aleja más cerca está del
comienzo hasta alcanzarse a sí misma por la espalda,
pero no se reconoce. No mira hacia el horizonte que
la llama. No vuelve la cabeza para reconocer el
sendero de sal. Su rostro desaparece entre la bruma.
Su equívoco pie importa nada. Camina con zapatos
de felpa entre el simún, para que su rastro no pueda
ser seguido. Sólo el orden del polvo que ha
levantado en su errancia es lo que queda. Para evitar
explicaciones se defiende con olvido. La poesía.

 

 

JORGE ZALAMEA

 

 

El grito

 

 

Un grito,
un grito,
un grito

más duro que el dentado
cuerno curvado
del dorado escarabajo
mimetizado entre las cañas de oro;
más invasor que el espino
en los jardines de los abuelos
intestados;
más veloz que el arpón del asesino
que vuela sobre las aguas
y se clava en ellas
mudándolas en paño de menstruas;
más hambriento que el graznar
de las gaviotas rabiosas
sobre las aguas horras de peces;
más sordo que el sollozo
de la mujer pobre
ante la alcancía vacía;
más impaciente que el orín
sobre la cuchilla homicida;
más lancinante que el gemido
del niño asaltado en su sueño
por las altas, negras fantasmas
de su propio futuro;
más fatídico que el estridor
de las llantas
repentinamente frenadas
sobre el pavimento de cemento
y sobre un cuerpo ya muerto;
más lúgubre, ¡ay!, más lúgubre
que el aullido del perro
cuando pasa la sombra
que nadie ve:
ni Hamlet, ni Horacio,
roídos por el frío.

Un grito,
un grito,
un grito

sin la esperanza de la parturienta,
sin el orgullo de los Héctores vencidos,
sin la blasfemia roja del rebelde,
sin el blanco reniego del suicida,
sin la muda protesta del mártir,
sin la ira tartamuda del recluta,
sin el estertor del pocero silicoso,
sin el terror de quien pierde la vida,
sin el vagido pánico de quien nace a la vida:
un sofocado,
intolerable,
inútil
grito

que nadie escucha, sino yo.

Como vampiro pascuano
hecho de musgo, terciopelo y sombra,
anda revoloteando entre mis sienes,
saltándome los ojos,
trepanando mi nuca,
envenenando mis venas,
haciendo astillas mis nervios…

Anda, en sus giros,
petrificados mis músculos,
poniendo azul mi vientre,
asaltando mi corazón…
y mis labios sellados.

Un grito,
un grito,
un grito:

por qué,
para qué,
para quién,
de dónde viene
ese grito que nadie escucha, sino yo?
¡La muerte sólo, acaso, me lo diga!

 

 

RAMÓN COTE

 

  

Las muertes

 

 

A los dieciséis años
uno de mis mejores amigos del colegio
se pegó un tiro en la cabeza
por una decepción amorosa.

A los treinta y nueve
mi más admirado profesor de literatura
murió de hipotermia en un río,
por salvar a su perro que se ahogaba
bajo una engañosa capa de hielo.

A los cuarenta y cuatro
un poeta norteamericano que acababa
de conocer desapareció para siempre
en una remota isla al sur del Japón
por ver de cerca la boca de un volcán.

Muchos dirán con sangre fría
que la impaciencia del primero,
la extrema confianza del segundo
o el imprudente proceder
del tercero, fueron la causa determinante,
como si su explicación pudiera alterar
los resultados.

A lo largo de la vida
uno va acumulando muertes
y se empieza a pensar sin quererlo
en cuál de esas será la suya,
si será por amor, Sergio, por lealtad,
Eduardo, o por valentía,
Craig.