martes, 5 de noviembre de 2019


ALFONSO CORTÉS





Ocaso



Ocaso, blanco de éxtasis, detén
otro momento en el azur tu paso,
no precipites tu tranquilo bien,
ocaso,
la hora triste de tiempo, resucita,
la visión poderosa de Belén;
el lebrel de la noche está ladrando,
y en ese silencio de tiempos pasados,
hacia los horizontes va bajando
una sombra de cuerpos ignorados…


ANNE SEXTON





 Alcahueta de dios



Con todas mis preguntas,
todas las palabras nihilistas en mi cabeza,
fui en busca de una respuesta,
en busca del otro mundo
que alcancé al cavar bajo tierra.
Crucé piedras más solemnes que predicadores,
traspasé raíces que pulsaban como venas
en busca de algún animal de sabiduría,
podría decirse, que en búsqueda
de mi esposo (o sea, el que te saca adelante).

Abajo.
Abajo.
Abajo.
Allí encontré un ratón
con árboles que crecían de su vientre.
Era todo sabio.
Era mi esposo.
Pero estaba mudo.

Hizo tres cosas.
Expulsó una calabaza de agua.
Entonces le pegué en la cabeza,
suave, un golpe como una llamada.
Luego expulsó una calabaza de cerveza.
Llamé otra vez
y por fin un plato de caldillo.

Ésas eran mis respuestas.
Agua. Cerveza. Alimento.
Pero no estuve satisfecha.

Entonces el ratón lamió mi piel leprosa
y tuve mi respuesta decisiva.

El alma no quedó curada,
estaba tan llena como un ropero
de vestidos que no me venían.
Agua. Cerveza. Caldillo.
Tenía que ser suficiente.
¿Pues quién soy yo, esposo,
para rehusar el poner nombre a los alimentos
en una época de hambre?


PEDRO GANDIA






Canción a tres voces para una sola vida



Aves blancas
traían
en un carro de rosas
la mañana.

La tarde era una barca
en una mar de púrpura.

Mula oscura,
la noche
por los tejados
pasta.


De: "Sábana Blanca-Sábana Negra" 

HAKUSHU KITAHARA





Palma de la mano



En la palma de mi mano reluciente
está un Buda de Oro.

De mi alma reluciente
desapareció el Buda en un parpadeo.

Volteando la palma de mi mano reluciente
busqué al Buda todo el día.




SAUL IBARGOYEN





Té con bizcochos



La madre deshace
con su indeciso pie
el desgarrón de luz que el otoño
introduce en las habitaciones.
La boca de la madre
tiene saliva huidiza
palabras sin raíz ni color
indicios de un lento bizcocho.
Y dice al hombre
que prepara las tazas del té
y su azúcar insondable:
“¿Por qué se ha ido el padre
por qué sin saludarnos
como esas sombras que de pronto
no quieren respirar?”
La boca de la madre
tose encerrada en un sórdido
pañuelo de enredado sabor.
Mira los trabajos
del hombre encorvado
que dispone los órdenes
de las claras servilletas
y el cálido pan.
La madre no es mirada
por nadie
tampoco hay reflejos humanos
en las entreveradas fotografías
en los vidrios brillosos
en el metal opacado
en las porcelanas manchadas
de ocre vapor.
Y la boca pronuncia
un himno enceguecido:
“Oye hijo mío ¿por qué
hoy tanto te pareces
al esqueleto de tu padre?
Hueso a hueso
yo lo armé como a un traje
pero las uñas no son mis uñas
y mis pulmones
no se inflaman por él.
Y al costado de mi lengua
están las frases que ahora
tú tienes que escribir
en esos papeles cocinados
en el hervor de la mala soledad
y del olvido”.
La madre toca los metálicos minutos
del reloj anclado en su caja de cristal
aparta residuos de polillas
polvo de moscas laceradas.
Y entre los labios
el té y los bizcochos se oscurecen.
Dice: “Nada es más justo
que tanta ceniza desparramada
en los barullos de la memoria”.
El hombre ya lava
las débiles tazas pintadas
por la ácida tenacidad del té:
hay migas crecidas en su fondo
destinos abriéndose
tal vez figuras como el rostro
de una niña ahogada por el tifus
en 1910
o el padre saltando de un borroso caballo
que se hunde
entre agudas espumas de hierro.
Debajo de la madre se expande
una lluvia que corroe
sus zapatillas agrietadas:
humedad apegándose con movientes riachuelos
a las baldosas
a las tablas
a las alfombras terrestres.
El hombre ya dio
lustre y sequedad a las cariadas
jarras de Inglaterra
a los platillos desmigajados
y ya entregó su equilibrio también
a las cucharas desparejas
a los lastimados cuchillos
que vienen de otras guerras
cuyos muertos la madre no puede
ahora invitar a la mesa de roble verdadero.
Porque el amor se parece demasiado
a los trazos finales del hombre
que levanta sí
sus livianos cabellos
sus lentes de luz reconstruida
y junta más ojos
en sus ojos
ahí está la mujer
así la mira:
cada vez más igual
al escondido esqueleto de su padre.

LÉOPOLD SÉDAR SENGHOR


  


Jardín de Francia



Tranquilo jardín,
Grave jardín,
Jardín de los ojos que se cierran al atardecer
Para la noche,
Aflicciones y rumores,
Todas las angustias ruidosas de la ciudad
Llegan hasta mí, deslizándose sobre los techos lisos.
Llegan a la ventana
Inclinadas, tamizadas por hojas menudas y tiernas y
pensativas.

Manos blancas,
Gestos delicados,
Gestos apaciguados.

Pero el llamado del tam-tam
saltando
por montes
y continentes,

¿Quién apaciguará, mi corazón,
Al llamado del tam-tam
saltando
vehemente
lacerante?