Con
todas mis preguntas,
todas
las palabras nihilistas en mi cabeza,
fui
en busca de una respuesta,
en
busca del otro mundo
que
alcancé al cavar bajo tierra.
Crucé
piedras más solemnes que predicadores,
traspasé
raíces que pulsaban como venas
en
busca de algún animal de sabiduría,
podría
decirse, que en búsqueda
de
mi esposo (o sea, el que te saca adelante).
Abajo.
Abajo.
Abajo.
Allí
encontré un ratón
con
árboles que crecían de su vientre.
Era
todo sabio.
Era
mi esposo.
Pero
estaba mudo.
Hizo
tres cosas.
Expulsó
una calabaza de agua.
Entonces
le pegué en la cabeza,
suave,
un golpe como una llamada.
Luego
expulsó una calabaza de cerveza.
Llamé
otra vez
y
por fin un plato de caldillo.
Ésas
eran mis respuestas.
Agua.
Cerveza. Alimento.
Pero
no estuve satisfecha.
Entonces
el ratón lamió mi piel leprosa
y
tuve mi respuesta decisiva.
El
alma no quedó curada,
estaba
tan llena como un ropero
de
vestidos que no me venían.
Agua.
Cerveza. Caldillo.
Tenía
que ser suficiente.
¿Pues
quién soy yo, esposo,
para
rehusar el poner nombre a los alimentos
en
una época de hambre?
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