"Un poema si no es una pedrada -y en la sien- es un fiambre de palabras muertas" Ramón Irigoyen
miércoles, 11 de julio de 2018
ERNESTINA YÉPIZ
Copulación mayúscula
La
primavera en mi patio se ha instaurado:
Los
pájaros baten alas, cantan, se persiguen, se encuentran.
El
paisaje se viste de música y color.
La
abeja reina —esa fértil y prolífera matrona—
despliega
en el aire su vuelo nupcial.
Pero
no, no son los pajarillos
ni las
acrobacias amatorias de la gran soberana
lo que
me hace detenerme a escribir estas líneas.
Esta
vez escribo —simplemente escribo—
en
nombre de la humilde, minúscula,
laboriosa
y solitaria abeja obrera.
La que
ha huido de la oscuridad de la colmena
y en un
acto de amor supremo —copulación mayúscula—
liba el
néctar de los blancos azahares
que
cubren las ramas —el cuerpo entero—
de mi
majestuoso árbol de naranjas.
CARMEN GONZÁLEZ HUGUET
7.
Explora
mis panales, mi recinto
secreto donde oculta miel destila.
El tiempo su madeja fiel deshila
confiado a los fervores del instinto.
Bebe el beso que el dulce labio afila,
devora la epidermis del jacinto:
el deseo saciado, nunca extinto,
desde tu tersa torre me vigila.
Tus manos, tu mirada, tu dulzura
desbordan en el vértigo del fuego
donde en olvido la razón se quema.
Coróneme el rocío y su luz pura
en el instante eterno en que me entrego
doblando su fervor en su diadema.
secreto donde oculta miel destila.
El tiempo su madeja fiel deshila
confiado a los fervores del instinto.
Bebe el beso que el dulce labio afila,
devora la epidermis del jacinto:
el deseo saciado, nunca extinto,
desde tu tersa torre me vigila.
Tus manos, tu mirada, tu dulzura
desbordan en el vértigo del fuego
donde en olvido la razón se quema.
Coróneme el rocío y su luz pura
en el instante eterno en que me entrego
doblando su fervor en su diadema.
De: "Ausencia"
ALBERTO AVENDAÑO
Canción de amor para las noches de diciembre
Tu
cuerpo es la prueba más tangible de que la muerte viene.
Me
miraste a los ojos, con ese mirar tuyo de iglesia en llamas.
Tomé tu
mano y corrimos boulevard al sur.
Espadas
y nieve caían del sueño
mientras
la loba hambrienta venía por tus negros huesos,
por tus
gloriosos cabellos de espantapájaros.
Loba,
tú que alumbraste al ciervo, ruega por nosotros.
La
muerte es la prueba más tangible de que tu cuerpo viene.
De: “Para cantar bajo la lluvia”
MARIO BOJÓRQUEZ
Casida del odio
I
Todos
tenemos una partícula de odio
un leve
filamento dorando azul el día
en un
oscuro lecho de magnolias.
II
Todos
tenemos
una partícula de odio macerando sus jugos,
enmarcando
su alegre floración,
su
fruta lánguida.
¿Pero
qué mares
ay, qué
mares, qué abismos tempestuosos golpean
contra
el pecho y en lugar de sonrisas abren garras colmillos?
Levanta
el mar su enagua florecida, debajo de su piel va
creciendo
una ola dispersada en su vacua intrepidez elástica.
Levanta
el mar su odio y el estruendo se agita contra los muros
célibes
del agua y atrás y más atrás viene otra ola, otro fermento,
otra
forma secreta que el mar le da a su odio, se expande sábana
de
espuma, se alza torre tachonada de urgencias; es monumento
en agua
de la furia sin freno.
III
Todos
tenemos
una
partícula de odio
y
cuando el hierro arde en los flancos marcados
y se
siente el olor de la carne quemada
hay un
grito tan hondo, una máscara en fuego
que
incendia las palabras.
IV
Todos
tenemos una
partícula
de odio.
Y
nuestros corazones
que
fueron hechos para albergar amor
retuercen
hoy los músculos, bombean
los
jugos desesperados de la ira.
Y
nuestros corazones
otro
tiempo tan plenos
contraen
cada fibra
y
explotan.
V
Todos
tenemos una partícula
de odio
un alto
fuego quemándonos por dentro
una
pica letal que orada nuestros órganos.
Sí,
porque donde antes hubo
sangre
caliente, floraciones de huesos explosivos,
médula
sin carcoma,
empecinadamente,
tercamente,
nos va
creciendo el odio con su lengua escaldada
por el
vinagre atroz del sinsentido.
VI
Todos
tenemos una partícula de
odio
y
cuando el índice se agita señalando con fuego,
cuando
imprime en el aire su marca de lo infame,
cuando
se erecta pleno falange por falange,
¡Ah!
qué lluvia de ácidos reproches,
qué
arduos continentes se contraen.
El
gesto, el ademán, la mueca,
el dedo
acusativo
y la
uña,
¡ay! la uña,
corva
rodela hincándose en el pecho.
VII
Todos
tenemos algo que reprocharle al mundo,
su
inexacta porción de placer y de melancolía,
su
pausada enojosa virtud de quedar más allá,
en otra
parte,
donde
nuestras manos se cierran con estruendo
aferradas
al aire de la desilusión; su también,
por qué
no, circunstancia de borde, de extrema lasitud,
de
abismo ciego; su inoportunidad, sus prisas,
VIII
Todos
tenemos algo que decir de los demás
y nos
callamos.
Pero
siempre detrás de la sonrisa
de los
dientes felices, perfectos y blanquísimos
en
sueños destrozamos rostros, cuerpos, ciudades.
Nadie
podrá jamás contener nuestra furia.
Somos
los asesinos sonrientes, los incendiarios,
los
verdugos amables.
IX (coda)
En
alguna parte de nuestro cuerpo
hay una
alarma súbita
un
termostato alerta enviando sus pulsiones
algo
que dice:
ahora
y
sentimos la sangre contaminada y honda a punto de saltarse por los ojos,
las
mandíbulas truenan y mascan bocanadas de aire envenenado y la espina
dorsal,
choque eléctrico, piano destrozado y molido por un hacha y los vellos,
las
barbas y el escroto, se erizan puercoespín y las manos se hinchan de amoratadas
venas,
el cuerpo se sacude convulsiones violentas y todo dura sólo, apenas, un segundo
y una
última ola de sangre oxigenada nos regresa a la calma.
De: “Diván de Mouraria”
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